miércoles, 29 de febrero de 2012

Las colas o el inexplicable arte de perder el tiempo


Las colas de cualquier tipo y factor son lo más parecido a los zoológicos pero para humanos. Hombres, mujeres, niños, adolescentes, pobres, ricos, gays, heterosexuales, nadie es discriminado en la espera inevitable para pagar, cobrar o realizar algún trámite. Más allá de los gustos, las quejas y la fiaca que pueda generar, nadie escapa a las colas.
Dentro de ellas se genera un universo paralelo, una realidad alternativa con sus propias reglas. Nadie sabe porqué, pero siempre se generan charlas de temas tan genéricos que cualquiera los puede tratar. El clima (llueva, salga el sol, haga frío o calor), la inflación, el transporte, todos entran en la bolsa de conversación innecesaria que se establece mientras se espera. Algunos optan por aislarse; para esto acuden a la radio, al MP3 o a un libro. Otros aportan al diálogo con respuestas monosilábicas, onomatopéyicas para no perder la educación del caso.
En el rubro de los “charlatanes” de las colas, están aquellos que insisten hasta el hartazgo en temas sin sentido. Buscan desesperadamente un receptor de sus inquietudes y, casi siempre, lo encuentran. No importa cómo, pero parece haber entre ambos una atracción anterior al encuentro, tácita, inexplicable. Se encuentran y vomitan el temario sin medir el volumen de la voz o si puede inquietar a alguno de los presentes.
Otra particularidad de la gente que hace colas, es que busca estar bien cerca de la posición del otro. No hay ni un metro de distancia entre ambos y si ese alejamiento se hace efectivo, la desesperada gana en querer achicarlo. Para los obsesivos esto es una tortura. Porque a 50 centímetros, se puede oler, ver y percibir casi todo lo que pasa en el cuerpo del otro ser humano. Mucho peor para los “obse”, si el de atrás o el de adelante inicia una charla y se comprueba su mal aliento o suciedad corporal.
Las colas avanzan con el ritmo y la frecuencia que se le ocurra a los que no pertenecen a las colas. Es decir, los cajeros o los empleados administrativos puestos para la atención al público. El tiempo en una de ellas puede resultar una vida, porque de hecho lo son. Las más largas llevan no menos de 40 minutos y otras se pueden extender hasta horas. En ese tiempo, la gente trabaja, hace deportes, vive más allá de estar parado en una fila. Si alguno de los integrantes de la cola pensara seriamente en todo lo que se pierde mientras hace la cola, quizás no existieran.
Pero si las colas no existieran, mucha gente tendría que buscar otras maneras de vivir. Porque se ha generado una industria de la inservible espera. Los que acampan contratan vigiladores de lugares. Los vendedores ambulantes se hacen el jornal con gaseosas, sándwiches, snacks, vinchas, souvernirs y cualquier producto que se pueda vender. Están los que trabajan de hacer colas. Como no tienen nada que hacer, ofrecen su tiempo a aquellos que no lo tienen y a cambio de unos pesos se quedan en la amarga espera. Incluso los medios se alimentan de las colas. Más de tres cuadras ya es noticia y para eso mandan móviles, periodistas, productores y toda la parafernalia mediática para cubrir un hecho cotidiano, sin importancia.
Los intentos por ordenar las colas tienen éxito en parte. Entregar números no le hace perder menos tiempo a la gente, sino que le da una medida del tiempo que estará allí. Los más expertos en matemáticas sacan cuentas y así matan un poco la espera. “Va por el 15 y tengo el 45. Si hacemos un promedio de cinco minutos por número voy a tardar cerca de 150 minutos. Mejor me voy a la mierda”.  El abandono no acelera el proceso, sino que, inexplicablemente como tantas cosas de la naturaleza humana, lo mantiene exactamente igual.
La delincuencia también prolifera en las colas. Pungas o rateros oportunistas merodean estas conglomeraciones de gente para ver si pueden rapiñar alguna billetera, unas monedas o algo que parezca tener valor. No tienen escrúpulos a la hora de actuar, ya que no miden si los que integran la cola están para cobrar un subsidio, pagar impuestos u obtener una mísera jubilación.
Hay colas más sofisticadas que otras. Por ejemplo las que hacen aquellos que quieren cargar nafta. Están cómodos en sus autos y no se inquietan por los problemas de tránsito que puedan generar. Cuando la fila se estanca, empiezan los bocinazos o los gestos con los brazos por afuera de la ventanilla. Otras son bajo techo y no a la intemperie. Un televisor o la radio pueden aplacar un poco la angustia de estar perdiendo el tiempo. Por lo general están en medios dedicados a las noticias o emisoras cuya música dan más ganas de irse que de quedarse. Y eso hace que la impaciencia gane la partida.
Llegar a ser atendido, es decir, terminar la espera de la cola no es sinónimo de éxito. A veces hay que volver porque falta una fotocopia o no se firmó un documento. En otras ocasiones, existen derivaciones a otras colas, lo que hace que el proceso de angustia se extienda. Ir y volver de la cola genera una mínima sensación de satisfacción pero a la vez de perpetuidad. Un moebuis colístico, de ir pero para volver.
Nunca falta el vivo, el argento que se quiere colar. De acuerdo al grado de agudeza que exista en la cola depende su éxito o fracaso. Inventan una excusa, un motivo, una afección y hasta una discapacidad (capacidad especial para los que les gusta hablar con propiedad inclusiva) con tal de ganar unos metros. El anciano ventajero resume todo lo detestable del ser humano. Piensa que por el hecho de ser viejo tiene derecho a estar por delante de todos los demás en la cola. Apela a la lástima, al morbo y a la culpa, un combo imposible de evitar y que no deja otra salida que ceder el lugar. Existe también el pillo que manda a su mujer embarazada o que va con un hijo “prestado” con tal de hacer el trámite rápido.  
Muchos pueden perder la noción del tiempo y sentir que viven una cola sin final. Que avanzan de a poco hacia un lugar sin destino, sin sentido. Solo cuando llegan se sienten aliviados. Sienten que recuperan el preciado tiempo perdido. Pero las colas seguirán existiendo, casi como un mandato humano de esperar por el simple hecho de esperar. Y así serán hasta que la vida misma se torne en una cola cíclica, sin fin.

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