jueves, 27 de marzo de 2014

Polvo volátil

El pincel delineador pasa suave por el filo del párpado. Primero hacia afuera y después para adentro, así fija el color negro con una línea fina casi imperceptible. Repite la acción en el otro ojo. Toma el rímel, resalta las pestañas con un tono oscuro, entre violáceo y gris metalizado. Se moja con saliva el dedo índice y corrige un detalle. Toma el mentón, eleva unos milímetros el rostro y se aleja para adquirir perspectiva. Repasa otra vez las pestañas, ahora con el arqueador para darles la forma definitiva.

Revuelve el estuche hasta dar con el corrector. Se empapa el índice y deja tres manchitas en ambas ojeras. Esparce repiqueteando con sus dedos cerca de los ojos hasta los pómulos. Toma el mentón, baja unos milímetros el rostro y se corre hacia la derecha. Después a la izquierda, evitando hacer sombra sobre su obra. Junta los labios, se rasca una mejilla con el pincel y suspira. Vuelve al estuche.

Saca el rubor y lo aplica con sutileza. Apenas carga las cerdas del pincel, repasa con suavidad por ambos cachetes. Se aleja, da un paso a la derecha, uno al centro, otro a la izquierda. Corrige la luz. Asiente con la cabeza y mira la hora. “Va a sonar el despertador”, piensa. La chicharra de la alarma no la sorprende. Apaga el reloj, se dirige a la cocina y prepara el desayuno.

—Buen día, mami, ¿cómo estás?
—…
—Te hago el té con leche. ¿Quéres tostadas de pan blanco o negro?
—…
—Ya sé que siempre comés negro, pero por ahí querías cambiar un poco. Compré una mermelada de arándanos que te va a encantar.
—…
—No seas así, mami. Sabés que los arándanos se parecen a los frutos silvestres. Cambiá un poco ese humor.

El silbido de la pava marca el comienzo de la preparación. Cinco cucharadas de té en hebras, un chorrito de agua fría y después de unos segundos el agua hirviendo. Dos minutos en reposo y listo para servirse en la tetera blanca de porcelana con finos arabescos azules. El resto del juego está en la mesa. Las tazas, el jarrito con leche tibia, los platos y las cucharas de plata herencia de la abuela.
Llena hasta la mitad la taza. El té humeante, negro, empaña los cachetes de la madre. Un chorro largo de leche tibia tiñe el recipiente de un color más claro. Ahora se aboca a su taza. Sirve casi hasta el tope y la decora con dos gotitas de limón. Unta las tostadas con la mermelada de arándanos. Dos en el plato de enfrente, otras dos para ella.

—Y, mami, ¿está rico el té?
—…
—Es importado. Me lo trajo una clienta de Inglaterra en señal de agradecimiento. ¿Viste que es un poco más dulce que el nuestro? Lo dejé un rato más en reposo porque sé que te gusta bien negro. Igual no entiendo porqué le ponés leche, pero bueno.
—…
—¿Miraste las noticias? ¿Querés que ponga a Mauro un rato? Los noticieros de la mañana son muy aburridos, pero el de él me hace acordar a nuestras épocas. ¡Cómo nos divertíamos!
—…
—Es verdad, terminó siendo nuestra ruina pero no digas que no la pasábamos bien. Todos los días emperifolladas como dos reinas, sentadas en esos sillones caros, hablando y opinando de todo. En fin…
—…
—¿Terminaste? ¿No vas a tomar más? Serás tozuda, no tocaste las tostadas con mermelada de arándanos. Está bien, mañana compro la de frutos rojos y listo. ¿Contenta?
—…
—Bueno, te dejo así me pongo a trabajar.

Levanta la mesa, deja todo en la bacha de la cocina. Entra al baño, se lava la cara. Recoge su largo y oscuro pelo en una cola de caballo bien tirante. Se lava los dientes, las manos, se ata la bata de satén blanco que recubre el déshabillé rosa con encajes blancos en el pecho. Chancletea hasta encajar en sus pies en las pantuflas y vuelve al trabajo.

Prende la luz y acerca la silla con rueditas. Revuelve el estuche hasta dar con los pintalabios. No se decide. Rojo, morado, marrón o violeta. “Tiene que ser discreto”. Se decide por uno rosa, con un leve tono fucsia. Con el delineador dibuja primero la parte superior y luego la inferior. Lo hace despacio. “La boca es la zona más sensible”. Después rellena lo que queda con el rouge y retoca con un cotonete empapado en alcohol. De un empujón con las piernas se aleja para admirar lo hecho hasta ahí. “Creo que ya está”.

El aromatizador de ambiente larga la estela de aire perfumado. Aires de montaña con reminiscencias cítricas y madera. Así se lee en el aerosol. Una gota de sudor nace en la frente, baja por la mejilla dejando una huella entre turquesa y verdosa. “La puta madre. Este calor de mierda me arruina todo”. Se huele la axila derecha, seca los bigotes de transpiración y prende el aire acondicionado. Primero en 20, después en 19, por último en 18 grados. “Y ahora cómo carajo soluciono esto”, magulla entre dientes.

Prende el reflector de luz negra. Apaga las luces y repasa con detalle las imperfecciones. Las corrige con el pincel del rubor. Un par de trazos leves, las cerdas acarician la cara. Corrigen de a poco las manchas y el surco dejado por la gota de sudor. Acerca su rostro a la obra. Cierra los ojos y abre las fosas nasales. Olfatea con detenimiento. Frunce la nariz, contiene el estornudo, se frota. Piensa. “Polvo volátil. Eso. Así lo soluciono”.

Revuelve el estuche de los cosméticos y saca el frasco transparente con un polvo color piel. Apoya un pincel de brocha gorda. Con suavidad lo esparce por todo el rostro. De arriba hacia abajo, de izquierda a derecha. Con un algodón apenas humedecido corrige las imperfecciones. Acerca la cara, huele, sopla. “Listo, ahora sí. Voy a dejar el aire en 16 así el calor no me rompe más las estructuras”.

—¿Todo bien mami? ¿Qué estás haciendo? ¿Querés que apague la tele y ponga la radio?
—…
—Bueno, ta bien. Te dejo la tele pero bajá el volumen porque estoy terminado un trabajo que entrego en menos de media hora y no me quiero desconcentrar.
—…
—Y bueno, mami, ¿qué querés que haga? Esto nos da de comer. Todo lo que nos dejó estar de aquel lado del aparato se esfumó con tu enfermedad. Ahora ya estás bien pero hay que pagar deudas. A mí me gusta.
—…
—El olor lo sentís vos. Los vecinos no se quejan. Además siempre mantengo limpio y ventilado.

El timbre la altera. “Mierda. No me digas que es el empleado”. Mira la hora. 11.50. “Justo hoy se le dio por ser puntual a este pendejo”. Con un tono de voz amable atiende el portero eléctrico. Aprieta con fuerza los dos botones que abren la puerta del zaguán. Chancletea apurada. Se cierra la bata, acomoda su pelo, espera firme de frente a la puerta. Casi al momento que suena el timbre, abre.

El joven saluda con vergüenza. Viste un traje negro, camisa blanca y zapatos gastados al tono. Peinado a la gomina, perfumado con colonia, sonríe cuando es invitado a pasar. Casi no levanta la mirada del piso y permanece con las manos entrelazadas al frente, a la altura del vientre.

—¿Querés tomar algo? ¿Café, té?
—No, señora, se lo agradezco. Hagamos rápido el trámite así el patrón no me reta.
—Despreocupate. Vení, acompañame al estudio que te entrego todo.
El joven asiente y sigue los pasos de ella con cautela. A medida que se acerca a la habitación siente el vaho que lo envuelve. Contiene la respiración pero al instante tapa su boca y nariz con la mano. En el camino pasan por la cocina y divisa una figura estática, impávida, sentada frente a un televisor con el volumen alto. El olor lo mantiene ocupado y el apuro por irse lo inquieta.

—Acá está. ¿Querés que te ayude a cerrar el cajón?
—No, gracias señora.
—Bueno, como quieras. Lo único que te pido es que tengas cuidado cuando bajás con el carrito por si se corre el maquillaje. No quiero que se arruine mi obra maestra.
—No se preocupe, señora. ¿Me firma acá?
—Listo. Y tomá, por la molestia de venir hasta acá.

El muchacho acepta el billete de 100 pesos con pudor. Lo guarda en el bolsillo del saco y comienza a arrastrar el carrito donde posa el ataúd. Es pesado, le cuesta moverlo. Otra vez pasa por la cocina. Esta vez más lento por el peso del carro. Se sorprende por ver la escena repetida: la figura estática, el televisor, el volumen altísimo. Ahora observa. Una y otra vez. Detiene la marcha. Su vista está fija en la escena de la cocina. La anciana rubia, pétrea, sobre la silla. Maquillada con colores fuertes, llamativos. Lleva un camisón de seda negro largo. El rostro duro, los ojos perdidos. El olor que viene de allí es aún más fuerte que el de la habitación anterior. Entre asustado y curioso, recorre despacio la distancia entre el pasillo y la anciana. A unos dos metros, se transforma.

Un grito de terror supera al volumen del televisor. El joven corre hacia el cajón, busca la salida. Ella trata de persuadirlo, de contenerlo con gestos y más billetes de 100 pesos que asoman por ramilletes en la mano derecha. El muchacho grita: “No, no, no”. Empuja con fuerza el carro, abre la puerta y toma el ascensor.

—¿Me querés explicar qué le hiciste a ese pobre chico que salió aterrado?
—…
—¿Acaso le contaste de nuestro pasado o de quiénes éramos diez años atrás?
—…
—Dejáme de joder, mamá. Estoy impecable. Este déshabillé lo estrené el día que me casé con Poli y está perfecto. No se asustó por mí, se espantó por vos.
—…
—Como quieras, voy a ordenar el estudio y me voy al gimnasio. Seguí con la tele.

Entra al cuarto y elige la ropa. Calza negra, musculosa roja, zapatillas grises. Se cambia con calma. Suena el timbre. Apura el paso y atiende. Se sorprende. Aprieta con fuerza los dos botones del portero eléctrico. Se arregla el pelo y espera frente a la puerta del departamento. Antes que suene el timbre, abre.
Dos oficiales de policía la saludan.
—¿Señora Fernanda Villar?
—Sí, soy yo.
—Tenemos una denuncia por malos olores y queremos saber si podemos inspeccionar su inmueble.
—¿Una denuncia por mal olor? Si mantengo todo impecable, ¿en qué cabeza cabe?
—Ya es el quinto llamado que recibimos de los vecinos. ¿Podemos pasar?
—Sí, pasen.
—…
—Es la Policía, mamá. La yegua del 5° o el cornudo del 8° o cualquiera se quejó por malos olores. Pero ya se van.
—¿Con quién habla, señora?
—Con mi mamá que está en la cocina.
El oficial la aparta con el brazo y se dirige a la cocina. Desde el pasillo percibe el olor nauseabundo, se lleva un pañuelo a la boca. Al llegar, se espanta. Da unos pasos hacia atrás, a los tumbos, mientras manotea el handy.
—Guzmán, llamá a Policía Científica y a la morgue. Tenemos un cadáver en avanzado estado de descomposición.
—Pero ¿que está diciendo? ¿Perdió el sentido acaso?
—Señora, nos va a tener que acompañar. Esta mujer está muerta y tenemos que determinar las causas.
—¿Cómo que muerta? Mamá, explicale al señor que el olor es por tu enfermedad.
—…
—Mamá, te lo pido por favor. Explicales a estos policías que no estoy loca.
—…
—Mamá, no te rías y decí algo. Toda la vida cuidándote y ¿me pagás así?
—…

Uno de los agentes la toma del brazo y la lleva hacia la puerta. Fernanda se resiste. Hace fuerza para que no la lleven. El oficial pide la ayuda de su compañero y entre los dos la arrastran afuera del departamento. Sigue gritando.
—¡Mamá! Di la vida por vos y ¿así me pagás? Olvidate de las vacaciones en Punta del Este. Cuando le cuente a Poli lo que hiciste se te corta el chorro.

Los gritos se disipan en el pasillo y bajan por el ascensor. En el departamento, el televisor sigue a todo volumen. El cadáver de la madre, pétreo, con el maquillaje corrido por la humedad que en—tró al dejar la puerta abierta.