lunes, 12 de marzo de 2012

Five o´clock tea


El relámpago iluminó por un segundo la celda y el estruendo del sucesivo trueno lo despertó aterrado. Congelado hasta los huesos y empapado por la transpiración se incorporó sin saber bien dónde estaba. Asomó su nariz por la pequeña ventana y un nuevo relámpago lo trajo súbitamente a la realidad. Despabilado, se quedó sentado en un borde de su catre ya sin posibilidad de volver a dormir. Hacía tiempo que no se quedaba mirando la lluvia y esta, le parecía una tormenta especial. En su décimo año de condena, había llegado el momento de la ejecución. Esa misma tarde, bajo esa misma lluvia. No tenía idea de la hora, pero sabía que estaba muy lejos todavía del adiós.
La habitación se humedeció un poco más de lo habitual con el caer del agua y el catarro volvió para recordarle que aún estaba vivo. Era una tos ronca, seca, señal de años de acumulación y escaso tratamiento. Escupió en el pequeño lavatorio, se lavó la cara y se volvió a sentar en el oxidado caño del catre. Pasaron las horas hasta que los guardias hicieron sonar la alarma que despertaba a todo el penal. Se incorporó para la requisa y fue al comedor a tomar su último desayuno. Por una cínica cortesía, cada preso en la víspera de su ejecución tenía la chance de disfrutar aquellas comidas que más le gustaban. Tampoco estaba engrillado y esposado como era habitual. Sentían una extraña sensación de libertad que se cortaría abruptamente con el tirón de la soga sobre el cuello. Carlos no fue la excepción y pasó todo el día bajo el ritual del “muerto que camina”. Desayunó un café con leche, algunas medialunas, frutas y dulces. Comió literalmente como si fuera su última vez, hasta cansarse.
De vuelta a su celda, los gritos de los compañeros de pabellón le resonaron en la cabeza. Por un instante se sintió arrepentido. Cumplía una condena a muerte por un crimen brutal, un magnicidio ejecutado con absoluta frialdad y cálculo. Desde su detención y hasta ese momento, no emitió sonido alguno. Se limitaba a responder con monosílabos las indicaciones de los guardias o el pedido de otros presos. Sabía que era culpable, que su condena era poco para lo que había hecho y por eso había optado no hablar. Rechazaba toda visita: familiares, amigos, abogados defensores, periodistas, todo. No quería ver a nadie ni quería que su historia fuera tomada como material de consulta para letrados o la prensa. Simplemente quería que el olvido y la muerte se llevaran lo que había hecho.
Su conducta le dio amigos y enemigos. Para algunos, presidarios o guardiacárceles, estaba fingiendo, esperando la hora para escaparse. Otros sostenían que había hecho un voto, una promesa y que por eso se comportaba así. Su conducta no incluía el mero silencio. Comía solo, aislado, no realizaba las actividades casi obligadas para cualquier preso, tampoco leía, ni miraba televisión, ni siquiera escribía cartas. Su celda estaba como el primer día: pulcra, sin fotos en las paredes, sin señales de estar habitada. Carlos pasaba la mayor parte del tiempo en su celda, sentado en el borde del catre que con el tiempo se venció y oxidó por el “uso”. Y cuando era obligado a abandonarla, se quedaba sentado mirando al cielo o contemplando la lluvia.
Nadie sabía su historia o el motivo de su encierro. Al ser una prisión de máxima seguridad había poco contacto entre los presos y eso propició que circularan millones de mitos en torno a su causa. Que había violado a su esposa e hijas y que luego las había prendido fuego; que en un acto de locura entró a un local de comidas rápidas y barrió a tiros a todos los presentes; que era parte de una secta satánica que comerciaba sangre y órganos; que era sacerdote y luego de una revelación intentó matar al presidente. Todas creíbles en un punto, necesariamente creíbles para entender porque un hombre de 30 y pico estaba condenado a muerte cuando su apariencia no hacía pensar en nada extraño.
La versión de Carlos siempre fue consistente, porque él nunca dudó de su culpabilidad. Vivía en una apacible localidad en las afueras de la capital. Con el tiempo, esa villa tranquila se volvió un foco comercial de la atestada gran ciudad. Lo que antes era tranquilidad, se había transformado en cuadras y cuadras de comercios, gente, autos y contaminación de todo tipo. Harto de no poder circular en paz, decidió cortar por lo sano (o lo insano en este caso). Ahorró algo de dinero y compró un arma. Una winchester, escopeta militar de alto calibre y enorme precisión. Tomó posición en el segundo piso de un local de cotillón y desde allí empezó a disparar. Gastó una caja de 50 balas en apenas 10 minutos. A medida que la gente caía muerta al piso, él sentía una envolvente sensación de alivio. No le importaba si eran hombres, mujeres, ancianos o niños. Aquel que pasara por su mira, era una víctima perfecta. El lugar no había sido escogido al azar. Su posición daba justo en frente a la confitería de moda, al punto más concurrido de la antes tranquila localidad. Para estar allí había tenido que matar a los dueños y encerrar a los empleados en el baño. Con las balas agotadas, tiró el rifle y se entregó a la policía. El fiscal lo acusó por el magnicidio de 50 personas y fue condenado en tiempo récord a la pena de muerte por la horca.
Desde los disparos, la concurrida área comercial se hundió en el fracaso. De a poco, los comerciantes huyeron de la zona aterrados por la aparición de un nuevo francotirador. Carlos había logrado su cometido: recuperar la paz en un lugar viciado por el consumismo.
Todos los días se regocijaba en su celda de lo que había hecho. Ahí estaba encerrado el secreto de su silencio. Si hablaba, no tendría más remedio de contar el placer que le había provocado asesinar a tanta gente. Y si eso sucedía, nadie sería capaz de entenderlo o sería confinado a un psiquiátrico por loco. Pero él se consideraba absolutamente sano. En el juicio se las ingenió para que todos vieran lo cuerdo que estaba porque no quería ser declarado inimputable. Quería estar encerrado, incluso estar condenado a muerte. Quería vivir lúcido, sin drogas ni cocteles químicos que le mataran el recuerdo y el profundo placer que sintió al ver como la sangre manchaba la vereda y las paredes de los negocios. Nunca sintió remordimiento o compasión por lo que había hecho.
El caso fue una noticia de trascendencia mundial y su ejecución adquirió la misma notoriedad. De todo el mundo, llegaron medios para reportar la ejecución. La Corte Suprema autorizó la televisación en directo de la muerte, algo inédito hasta ese entonces. Ninguna organización de derechos humanos pidió por clemencia o consideración a los gobernantes.
Después de un suculento almuerzo y una siesta, los guardias despertaron a Carlos con el fatídico anuncio. “Es la hora”, dijo el jefe de pabellón. Carlos asintió y se levantó sin decir nada. El pabellón estaba vacío, era política del presidio que ningún preso viera la caminata hasta su fin de otro encarcelado. Estaba todo oscuro, iluminado apenas por la luz de la sala de ejecución. Los flashes de los fotógrafos encandilaron a Carlos, que no detuvo su marcha. El salón estaba lleno: periodistas, políticos y algunos familiares de las víctimas ocupaban los asientos. El sistema de horca era mecánico. El condenado se sentaba en una silla, se le tapaba la cara con una capucha y se le ponía la soga. Una alarma encendía el mecanismo que dejaba caer el apoyo de la silla y de esa manera la física hacía su trabajo: el peso del prisionero tiraba de la soga lo que quebraba el cuello de manera inmediata y daba una muerte segura.
Las luces del salón se atenuaron para dejar una lúgubre penumbra. A las cinco de la tarde, las campanas de la iglesia dieron la señal para comenzar la ejecución. Un rayo iluminó la habitación y arrancó un alarido de espanto de una de las presentes. Es que Carlos estaba sonriente, recordando lo feliz que había sido aquel día. Acto seguido, el verdugo le tapó la cara con la capucha. Un trueno se mezcló con la alarma y todo sucedió en un instante: el piso se abrió y la soga se ajustó hasta llevarse la vida del condenado. El médico constató la muerte y la gente abandonó la sala. Estaban todos apurados porque ya habían pasado cinco minutos de las cinco y era hora de tomar el té.