miércoles, 29 de febrero de 2012

Las colas o el inexplicable arte de perder el tiempo


Las colas de cualquier tipo y factor son lo más parecido a los zoológicos pero para humanos. Hombres, mujeres, niños, adolescentes, pobres, ricos, gays, heterosexuales, nadie es discriminado en la espera inevitable para pagar, cobrar o realizar algún trámite. Más allá de los gustos, las quejas y la fiaca que pueda generar, nadie escapa a las colas.
Dentro de ellas se genera un universo paralelo, una realidad alternativa con sus propias reglas. Nadie sabe porqué, pero siempre se generan charlas de temas tan genéricos que cualquiera los puede tratar. El clima (llueva, salga el sol, haga frío o calor), la inflación, el transporte, todos entran en la bolsa de conversación innecesaria que se establece mientras se espera. Algunos optan por aislarse; para esto acuden a la radio, al MP3 o a un libro. Otros aportan al diálogo con respuestas monosilábicas, onomatopéyicas para no perder la educación del caso.
En el rubro de los “charlatanes” de las colas, están aquellos que insisten hasta el hartazgo en temas sin sentido. Buscan desesperadamente un receptor de sus inquietudes y, casi siempre, lo encuentran. No importa cómo, pero parece haber entre ambos una atracción anterior al encuentro, tácita, inexplicable. Se encuentran y vomitan el temario sin medir el volumen de la voz o si puede inquietar a alguno de los presentes.
Otra particularidad de la gente que hace colas, es que busca estar bien cerca de la posición del otro. No hay ni un metro de distancia entre ambos y si ese alejamiento se hace efectivo, la desesperada gana en querer achicarlo. Para los obsesivos esto es una tortura. Porque a 50 centímetros, se puede oler, ver y percibir casi todo lo que pasa en el cuerpo del otro ser humano. Mucho peor para los “obse”, si el de atrás o el de adelante inicia una charla y se comprueba su mal aliento o suciedad corporal.
Las colas avanzan con el ritmo y la frecuencia que se le ocurra a los que no pertenecen a las colas. Es decir, los cajeros o los empleados administrativos puestos para la atención al público. El tiempo en una de ellas puede resultar una vida, porque de hecho lo son. Las más largas llevan no menos de 40 minutos y otras se pueden extender hasta horas. En ese tiempo, la gente trabaja, hace deportes, vive más allá de estar parado en una fila. Si alguno de los integrantes de la cola pensara seriamente en todo lo que se pierde mientras hace la cola, quizás no existieran.
Pero si las colas no existieran, mucha gente tendría que buscar otras maneras de vivir. Porque se ha generado una industria de la inservible espera. Los que acampan contratan vigiladores de lugares. Los vendedores ambulantes se hacen el jornal con gaseosas, sándwiches, snacks, vinchas, souvernirs y cualquier producto que se pueda vender. Están los que trabajan de hacer colas. Como no tienen nada que hacer, ofrecen su tiempo a aquellos que no lo tienen y a cambio de unos pesos se quedan en la amarga espera. Incluso los medios se alimentan de las colas. Más de tres cuadras ya es noticia y para eso mandan móviles, periodistas, productores y toda la parafernalia mediática para cubrir un hecho cotidiano, sin importancia.
Los intentos por ordenar las colas tienen éxito en parte. Entregar números no le hace perder menos tiempo a la gente, sino que le da una medida del tiempo que estará allí. Los más expertos en matemáticas sacan cuentas y así matan un poco la espera. “Va por el 15 y tengo el 45. Si hacemos un promedio de cinco minutos por número voy a tardar cerca de 150 minutos. Mejor me voy a la mierda”.  El abandono no acelera el proceso, sino que, inexplicablemente como tantas cosas de la naturaleza humana, lo mantiene exactamente igual.
La delincuencia también prolifera en las colas. Pungas o rateros oportunistas merodean estas conglomeraciones de gente para ver si pueden rapiñar alguna billetera, unas monedas o algo que parezca tener valor. No tienen escrúpulos a la hora de actuar, ya que no miden si los que integran la cola están para cobrar un subsidio, pagar impuestos u obtener una mísera jubilación.
Hay colas más sofisticadas que otras. Por ejemplo las que hacen aquellos que quieren cargar nafta. Están cómodos en sus autos y no se inquietan por los problemas de tránsito que puedan generar. Cuando la fila se estanca, empiezan los bocinazos o los gestos con los brazos por afuera de la ventanilla. Otras son bajo techo y no a la intemperie. Un televisor o la radio pueden aplacar un poco la angustia de estar perdiendo el tiempo. Por lo general están en medios dedicados a las noticias o emisoras cuya música dan más ganas de irse que de quedarse. Y eso hace que la impaciencia gane la partida.
Llegar a ser atendido, es decir, terminar la espera de la cola no es sinónimo de éxito. A veces hay que volver porque falta una fotocopia o no se firmó un documento. En otras ocasiones, existen derivaciones a otras colas, lo que hace que el proceso de angustia se extienda. Ir y volver de la cola genera una mínima sensación de satisfacción pero a la vez de perpetuidad. Un moebuis colístico, de ir pero para volver.
Nunca falta el vivo, el argento que se quiere colar. De acuerdo al grado de agudeza que exista en la cola depende su éxito o fracaso. Inventan una excusa, un motivo, una afección y hasta una discapacidad (capacidad especial para los que les gusta hablar con propiedad inclusiva) con tal de ganar unos metros. El anciano ventajero resume todo lo detestable del ser humano. Piensa que por el hecho de ser viejo tiene derecho a estar por delante de todos los demás en la cola. Apela a la lástima, al morbo y a la culpa, un combo imposible de evitar y que no deja otra salida que ceder el lugar. Existe también el pillo que manda a su mujer embarazada o que va con un hijo “prestado” con tal de hacer el trámite rápido.  
Muchos pueden perder la noción del tiempo y sentir que viven una cola sin final. Que avanzan de a poco hacia un lugar sin destino, sin sentido. Solo cuando llegan se sienten aliviados. Sienten que recuperan el preciado tiempo perdido. Pero las colas seguirán existiendo, casi como un mandato humano de esperar por el simple hecho de esperar. Y así serán hasta que la vida misma se torne en una cola cíclica, sin fin.

martes, 28 de febrero de 2012

El zorzal


Martín se preparó para la cita de una manera especial. Luciana era la mejor amiga de la novia de su mejor amigo y por eso no podía decepcionar a nadie. Esta no era la primera vez que se veían a solas, sino la tercera. Las dos anteriores habían podido romper las barreras de la timidez, del desconocimiento y de la atracción mutua. Se esperaba que fuera una noche especial, la más carnal de las primeras citas. El contacto físico entre Martín y Luciana se había limitado a unos besos en el auto de él y nada más.
La noche del sábado se prestaba para una cita ideal. La lluvia había amainado el calor del intenso febrero y por eso habían decidido salir a cenar. Puntual como siempre, Martín pasó a buscar a Luciana y de inmediato comenzaron a recorrer lugares por la ciudad. Al parecer, no eran los únicos con ganas de salir porque todos los bares y restaurantes estaban abarrotados de gente. Casi una hora dieron vueltas por el centro y cuando estaban a punto de rendirse, encontraron el lugar que parecía perfecto. A él lo atrajo el nombre, a ella la arquitectura del edificio. En una casona antigua, refaccionada y justo sobre la esquina, lucía brillante el nombre del bar: “Pizza rock”.
Una vez adentro, pidieron una mesa y se sentaron cerca  de la ventana. El salón estaba casi lleno. A Martín no le extrañó porque era sábado y la gente siempre salía con frecuencia. Lo único que le llamó la atención fue un cierto contraste entre la decoración de la pizzería y la gente que en ese momento estaba ahí.
Sobre las paredes amarillas, reposaban viejas glorias del rock and roll mundial. Kiss, Led Zeppelin, The Rolling Stones, Beatles, todos desperdigados por el lugar. Marcas de whisky y cerveza cerraban la decoración casi como un mandamiento absoluto de la cultura rocker. Pero todo lo cool que le parecía a Martín la decoración, lo desanimaba la música y video de ambiente. Un dúo español de dos viejos casi retirados cantaban a un volumen elevado en medio de un DVD gastado. Nada menos parecido al rock, sino más a bien a una especie de trova gastada con gusto a pop.
Luciana no parecía inquieta por esta contradicción, al contrario, estaba fascinada. “Me encantan Rabina y Dorrat”, le dijo a Martín mientras tarareaba una frase tan gastada como la canción que sonaba. Él optó por contestar con una sonrisa forzada y tomar un trago largo de cerveza para tratar de pasar por alto el comentario de su posible amada.
Martín trató de ignorar la música y se concentró en los cuadros, en la magnífica decoración que le recordaba a sus épocas más rockeras, cuando iba a recitales y compraba discos casi compulsivamente. “Mirá que lindo, ese póster es la tapa de Dynasty, uno de los discos más exitosos de Kiss”, dijo entusiasmado. Luciana se dio vuelta, miró de reojo y asintió sin emitir sonido en clara señal de desinterés.
Como no podía ser de otra manera, ordenaron pizza. Mitad y mitad, como pintura exacta de las diferencias que existían entre ambos. Él eligió una clásica de jamón y morrones mientras que ella optó por una más gourmet con ciruelas secas, aceitunas negras y rúcula. Ella probó una porción de la parte de él y viceversa. Lo único que compartían hasta ese momento era el gusto por la cerveza. Helada, rubia y muy suave, así les gustaba a ambos. Y así estaba la Stella Maris, la marca más cara del mercado. Martín pensó en no escatimar en gastos con tal de quedar bien y ganarse un poroto más en la dura carrera de la conquista. Las pizzas taparon cualquier tipo de conversación innecesaria y obligatoria entre ambos.
La noche parecía encaminarse porque el DVD de los viejos trovadores españoles había llegado a su fin. Pero justo cuando Martín empezaba a sentirse un poco más cómodo, la música le dio otro puñal por la espalda. Pensó que estaba equivocado, pero para confirmar su mal presentimiento levantó la mirada, disimulado, sin alertar a Luciana de su acción. El gesto de desilusión se impregnó en su cara y la acidez estomacal apreció como un fuego cuando ella gritó: “¡Ay Maná! ¡Qué bueno, los amo! Los fui a ver a Vélez y me compré el último disco!”. Martín tomó un trago largo de cerveza para bajar el asco y seguir.
Después de escuchar con repulsión tres canciones del grupo mexicano, el muchacho propuso un tema de conversación. No tanto para seguir en su objetivo de conquista, sino más bien para buscar un motivo de distracción que le diera un poco de respiro a su pisoteado gusto musical. Martín sacó a relucir su enorme talento para hablar de cosas insignificantes y darle un tinte heroico a situaciones cotidianas. De inmediato se ganó la admiración de Luciana y la charla se extendió varios minutos.
La segunda botella de Stella Maris lucía extinta sobre la mesa. Martín no se había dado cuenta pero ya se habían tomado dos litros de esa deliciosa cerveza. A él mucho no le importó porque podía tomar hasta cansarse, pero no quería quedar como un borracho en la tercera cita. Con un poco de miedo, consultó a Luciana si quería otra. Ella asintió sin parar de hablar de lo mal que se visten sus compañeras de trabajo. Él giró la cabeza hacia la puerta, levantó la botella y se la enseñó a la moza en señal de pedido. La chica apoyó la cerveza en la mesa con delicadeza y al instante pronunció: “No sé si saben, pero hoy hay un show y estamos cobrando una entrada de 35 pesos por persona. Toca El Zorzal, es imperdible. Si quieren se pueden quedar, sino los puedo ubicar en una mesa de afuera”. Martín y Luciana se miraron sorprendidos porque nunca habían sido advertidos del show. A él le quedó claro que los parlantes y micrófonos eran para un espectáculo, pero no le había querido decir nada a ella. “Sí no hay problema. Cobráme las entradas y de paso cerráme la cuenta de la mesa así ya no te hago volver”, dijo él en tono serio pero amable. Tomó la billetera y le dio 200 pesos a la moza que se fue sin decir nada. Pasados unos minutos, la chica volvió con apenas 10 pesos de vuelto y un “gracias” dicho entre dientes.
Al cabo de un rato, y con una cerveza más abajo del brazo, irrumpió en el mini escenario un hombre gordo, con una llamativa camisa verde loro, un pantalón de vestir negro, zapatos al tono de charol, varios anillos y colgantes de oro y un regio peinado a la gomina. “Buenas noches. Muchas gracias por haber venido a esta hermosa velada”, dijo el gordo con una voz grave pero dulce. De inmediato sonaron los acordes de un tango y empezó a cantar. “Este debe ser El Zorzal”,  pensó Martín. Pero al levantar la vista vio que la imagen del cantante no coincidía con la del poster que estaba atrás. Los gritos y aplausos de las mesas linderas incomodaron a Luciana y mucho más a Martín. Fue como si de golpe todos se hubieran sacado las máscaras en una fiesta de disfraces. Los antes comensales se habían transformado ahora en público. Pero un público muy fervoroso, casi violento que entonaba melosas canciones de amor de artistas tan o más edulcorados.  
Al principio, Martín se mostró receptivo a la música pese a no conocer mucho de tango y a bancarse la pésima entonación de Junior García, como se había presentado el telonero de El Zorzal. Pero a medida que el repertorio se hizo tan grande como el abdomen de Junior, el pánico se apoderó de él. Pidió un fernet con coca para pasar el golpe porque la cerveza ya no le hacía efecto. La miró a Luciana en búsqueda de un gesto cómplice pero la encontró hipnotizada con la música, las letras y la interpretación de Junior. Una cumbia fue el telón final para Junior García y el preludio del apocalipsis para Martín.
El fernet ya era un recuerdo en un vaso sucio cuando se pidió un whisky porque no se sentía bien. Estaba agobiado por la música y asqueado por las letras. Tenía una extraña sensación en la garganta producto del humo del cigarrillo y le dolían los oídos de las charlas subidas de tono que tenía que escuchar de las excitadas admiradoras de las mesas vecinas. La lluvia lo sacó por un segundo de la escena y lo volvió a su realidad. Veía las gotas pegar contra el piso y sentía que le daban a su cara, refrescándolo. La moza se encargó de romper su ensueño cuando le pidió de cerrar la ventana. Luciana reaccionó de inmediato y ayudó a la empleada ante la inacción inconsciente de él.
El Zorzal irrumpió en la escena vestido de blanco y con un perfume dulce que se percibía por todos los rincones del salón. Saco beige, remera blanca escote en v, pantalón blanco y zapatos blancos de charol. El pelo largo hasta los hombros, castaño claro y con reflejos rubios. Pulseras de oro, collares de plata y aritos de brillantes. Acompañado por un pianista más pendiente de su whisky que de tocar, comenzó el recital. Martín empezó a sentir calor y a sudar por casi todos lados. Tenía ganas de pararse e irse, pero en un par de amagues anteriores las voraces fanáticas del fondo lo sentaron a los gritos.
El Zorzal cantaba y exponía ante el público la versatilidad de su voz para interpretar canciones de amor. Algunas bellísimas, otras agotadas y efectistas. Cantaba con pasión, con un dolor casi intrínseco por tener un talento desperdiciado en un estilo musical acabado. El fervor con el que se expresaba lo hacía transpirar; de vez en cuando le daba un golpe al piso con el pie como un zapateo único marcando un tempo o el final de algún tema. Era un verdadero artista del olvido, esos que abundan por pequeños bares y que dejan la vida en cada presentación soñando estar en el más grande de los teatros.
Mientras Martín moría por dentro, Luciana estaba en un estado diametralmente opuesto. Se sentía atraída, absorbida por la dulzura, deslumbrada por la extraña belleza de ese hombre cincuentón que daba la vida por una canción de amor. Estaba acompañada por la horda de fanáticas casi menopáusicas que propinaban groserías de todo calibre al cantor.
 Quince canciones pasaron hasta que la paciencia de Martín tocó fondo. Cansado de escuchar melodías ponzoñosamente melosas, sacó una pistola del bolsillo de la campera y gritó: “Baaaaasssstaaaaaaaaaaa. La puta madre que los parió”. La música se apagó de golpe y el silencio invadió el bar. Se prendieron las luces y El Zorzal pudo ver a su agresor cara a cara. Nadie dijo nada, nadie se atrevió a desafiar a Martín. Estaba empapado, bañado en transpiración, con los ojos sacados y todo despeinado. Luciana le habló en voz baja pero él la calló de un gesto. “Los voy a matar a todos”, gritó mientras los alaridos de terror inundaron el salón. “Me banqué toda la noche esta música de mierda, esto es demasiado”, dijo mientras apuntaba a todos. No entendía como le había llegado esa arma ahí, no sabía ni quería saberlo. Se sentía agradecido de poder terminar con su tortura de una buena vez por todas.
Apretó el gatillo y la bala dio justo en la frente de El Zorzal. La sangre manchó la pared, la ventana y a todos los que estaban cerca. Los gritos se acallaron porque las corridas se abrieron paso en el lugar con tal de evitar la muerte. Desencajado, apretó el gatillo incontable veces. El músico, el vaso de whisky, las fanáticas, la moza, el sonidista y hasta el dueño del bar cayeron muertos producto de la balacera. Después de unos segundos admirando los cadáveres, giró, apuntó a Luciana, se rió y se voló la cabeza.  

La policía no tardó en llegar al lugar. Luciana estaba shockeada, no podía entender lo que había pasado. El inspector Rodríguez se abrió paso entre los curiosos e interrogó brevemente a la acompañante del fallecido. Fue entonces cuando la chica, contó su versión de los hechos. “No sé que le pasó. Estábamos pasando una noche bárbara. Habíamos cenado, estábamos tomando unos tragos y escuchando a El Zorzal. Martín estaba un poco inquieto, pero nunca percibí nada extraño en él. Quizás le cayó mal la pizza. No lo sé. No lo puedo entender. Cuando El Zorzal terminó de tocar, Martín se paró como eyectado, dio un alarido, balbuceó algo y se desplomó. Intentamos reanimarlo pero no hubo caso. Fue como si se hubiera muerto de golpe”, contó entre llantos y lamentos la joven mujer.
La autopsia dio las razones de la muerte y la causa fue caratulada como muerta natural: “Accidente cerebro vascular (ACV)”. Nadie pudo explicar jamás la sonrisa que tenía grabada Martín en su rostro y que había llevado a la familia a velarlo a cajón cerrado.

lunes, 20 de febrero de 2012

De cara a lo que se viene. O el increíble mundo de los vacíos.


Rodrigo encontró su vocación bien temprano. Amante de los deportes desde que tuvo uso de razón, descubrió que la práctica no era lo suyo cuando estaba en la secundaria. Gordito, fofo y muy torpe a la hora de manejar un cuerpo exuberante para su edad, Rodrigo siempre fue inútil para cualquier actividad física, sin importar el amor o la pasión que le imprimiera.
Fútbol, rugby, tenis, básquet o hóckey a todos amaba por igual. Sabía el reglamento, la historia y las últimas noticias de cada uno de los deportes. Pero la información no le servía de nada a la hora de patear una pelota, tomar un palo o revolear una raqueta. Siempre obtenía un mismo resultado: la frustración.
En el último año de secundaria fundó una radio en la escuela y cerca del final del ciclo lectivo se anotó en Periodismo Deportivo. La frustración se transformó en una pasión indescriptible por este tipo de periodismo y su antigua escuela. Se hizo fanático del relato de Víctor Hugo, amaba la elocuencia de Niembro y se fascinaba con las charlas futboleras de Pagani y compañía en su canal de cabecera, TyC Sports.
“Voy a ser relator. El mejor de Argentina”, le dijo Rodrigo a su mejor amigo finalizada la escuela y justo antes de comenzar la carrera. Pero el físico le jugó una nueva mala pasada. Su voz era aguda, suave y con un volumen demasiado bajo. No tenía oído y por ende, le resultaba imposible mantener una afinación más o menos normal a la hora de relatar los goles. En el primer año de Periodismo Deportivo en la “Escuela de Niembro y Araujo”, Rodrigo se dio cuenta que relatar tampoco sería lo suyo. “Con esa voz de pito y esos modos tan suaves, no vas a ningún lado pibe”, le dijo el profesor de Radio.
Desilusionado, trató de asimilar el golpe y seguir. Y lo logró. Se preparó para ser el mejor promedio en la escuela. Ahora su sueño era ser comentarista. Sentía que podía estar a la altura de Julio Ricardo, Horacio Pagani, Enrique Macaya Márquez y todos los “próceres” que le educaron el oído y la forma de hablar más allá de la formación en la Escuela.
Compulsivamente miraba uno y cada uno de los programas deportivos en las 10 señales que le ofrecía su servicio de cable. Internalizó movimientos, frases, gestos y, por supuesto, toda la batería de lugares comunes de la que se compone esencialmente el periodismo deportivo. Pero lejos de ser consciente de esta ridiculez, Rodrigo exageró todo lo aprendido en cada práctica.
En Televisivo I, su primer copete en cámara fue digno de un Martín Fierro. “Arsenal y Banfield se miden hoy en uno de los choques más atractivos de la octava fecha del Clausura. De cara a lo que se viene, el cuadro del Viaducto necesita ganar para salir del fondo de la tabla. Por el lado del Taladro, el triunfo apagaría un poco el incendio por su mala situación en los promedios”. Sin errores y con una dicción impecable, Rodrigo lució orgulloso el 10 que le puso el profesor.
En su último año como alumno, consiguió una pasantía en TyC Sports. Sabía que era su gran oportunidad para hacer carrera. Pero su ambición no se redujo a la TV. Supo tener cinco trabajos y abarcar cada uno de los soportes que tiene el periodismo. Conducía un programa de radio, escribía una columna para el diario de la Escuela, hacía las notas y copetes para la pasantía, actualizaba casi a diario su blog sobre deportes, se había vuelto adicto al twitter y discutía con sus amigos en facebook.
Agobiado por la exigencia, maximizó su lenguaje y en vez de pensar en qué decir, se volvió un autómata. Repetía todo lo que había escuchado más temprano en algún otro medio y lo reciclaba con un poco o por ahí menos de impronta propia. “El abrazo a la distancia y el placer de siempre de saludarlos aquí en Radio Colonia”, ese era su latiguillo favorito para saludar en su programa radial con la especial habilidad de no decir nada.
A la hora de analizar algún partido, trataba de economizar esfuerzos maquillando alguna metáfora muerta. “Este equipo carece de volumen de juego. Tiene mucha actitud pero no encuentra los caminos para penetrar en la defensa. De tanto ir, a veces el cántaro no se rompe”, solía decir en más de una ocasión sin medir el contenido, los rivales, la situación o el contexto.
Su estilo “average” y su impostación forzada le abrieron más puertas de las que cualquier ser humano puede imaginar. Usaba su enorme papada como caja de resonancia para emitir frases sin sentido, pero que dichas con contundencia quedaban muy bien. “Este árbitro es un canto a la ignorancia. No sabe administrar justicia con criterio. Es muy malo”, era otra de sus frases de cabecera.
De a poco, Rodrigo obtuvo todo lo que propuso. Fue ratificado en TyC Sports y con el tiempo se ganó un lugar en la mesa de lo que para él, era el mejor programa deportivo de la historia. Su soberbia creció tanto como su abdomen y de a poco se olvidó de aquel pibe lleno de ilusiones que quería ser el mejor relator de la Argentina. En su lugar encontró un mundo más fácil, más accesible y mucho más redituable. Podía hablar de lo que quería sin siquiera mirar los partidos; solamente tenía que recurrir a su arsenal de palabras muertas.
Pero se encontró con un competidor feroz: Ricardo Castillo. Él también era gordo y soberbio pero sin la preparación intelectual de Rodrigo aunque con mucha más picardía. Al principio su figura lo intimidó. Rodrigo no supo como acomodarse a una mesa donde la descalificación estaba por encima del análisis. Un día, por un hecho menor, se armó una discusión de grueso calibre, como era habitual en ese programa. Rodrigo pensó que llevándole la contra a Castillo quedaría en la posteridad.
El contrapunto surtió efecto y desde entonces, Rodrigo y Castillo polemizaban desde el color de botines de los futbolistas hasta el corte de pelo. Discutían y hablaban de todo, menos del juego. Si fulano daba una nota era el mejor, pero si se negaba a sentarse en un móvil con el programa, pasaba a ser el jugador más violento de la historia del fútbol. El público aceptó está falsa dicotomía y Rodrigo se ganó un lugar definitivo en la mesa.
En cinco años, ya tenía todo lo que había soñado: un auto de alta gama, dos teléfonos de ultimísima tecnología, un departamento alquilado en Puerto Madero, una novia casi tan famosa como él, un novio oculto y un repertorio de frases sin sentido que eran su marca registrada. En muy poco tiempo, había cumplido el sueño de muchos: fama, dinero. Todo eso, sin decir algo en concreto jamás.

martes, 14 de febrero de 2012

The Clairvoyant (El clarividente)


La primera visión la tuvo a los 14 años. Fue en un sueño que le pareció tan real que lo asustó. Esa misma visión se repitió durante un año entero y el resultado era siempre el mismo. Cada vez que se despertaba se encontraba empapado en sudor y con un frío aterrador más allá de la estación. Nunca se animó a contarlo por el miedo a ser rechazado o señalado como loco.
La visión era nítida, pero confusa. En ella aparecía un hombre semidesnudo con una cuchilla de carnicero en la mano que descuartizaba con extrema paciencia y delicadeza el cuerpo de una mujer. Los huesos los había cortado con una sierra eléctrica que estaba tirada sobre un rincón de la habitación cubierta, casi por entero, de papeles de diarios viejos. Con la hoja filosa cortaba la carne y separaba la piel del resto de los tejidos. El sueño se interrumpía abruptamente cada vez que el hombre notaba la presencia de Bruno.
Durante su cumpleaños número 15, Bruno entendió que los sueños tenían una extraña conexión con la realidad. Al ser despertado por su madre se desayunó con la noticia de un crimen atroz. La policía había encontrado un cadáver descuartizado y con señales de descomposición. El hecho no le llamó la atención, hasta que el asesino se entregó y vio por la televisión que era el carnicero con el que soñaba desde hacía un año.
Esa noche tuvo otra visión completamente diferente. Un terrible accidente de tránsito lo tenía como un testigo omnipresente en la escena. Varios autos y un camión descontrolado eran protagonistas de una tragedia sin precedentes. Bruno veía y hasta sentía cada una de las caras y se ensordecía con los llantos y lamentos de dolor de cada una de las víctimas. En medio de la desesperación, buscaba sin éxito señales de tránsito o carteles que le dieran alguna pista concreta del lugar. Pero cada vez que se acercaba a algún cartel, se despertaba exaltado, empapado y congelado.
El sueño se repitió un par de noches más hasta que una mañana, mientras trataba de acomodar su dolorido cuerpo, Bruno se quedó sin aliento al ver las noticias de último momento que indicaban un accidente fatal con más de 20 muertos en una autopista hiper-transitada y con destino casi obligado a la capital. De acuerdo a los medios, la niebla y un camión sin luces fueron los responsables de semejante tragedia.
Con estupor, Bruno entendió que sus sueños eran algo más que simples pesadillas. Pero para no alarmar a su familia, optó por llamarse a silencio y vivir con el miedo inherente de dormir para no soñar algo trágico. El dolor, y un dejo de culpa, lo llevaron a desviar su atención y buscar otras maneras de vivir para no pensar en que podría haber evitado los hechos que soñó.
Con el pasar de los días y los meses, lo sueños se hicieron frecuentes, cotidianos. Por suerte para su salud emocional, no siempre tenían a la muerte como protagonista aunque eso no lo salvó de estar al borde de la locura. Cada vez se le hacía más difícil distinguir la realidad de sus sueños. Al caminar por la calle, todos los rostros le parecían familiares y se sentía observado constantemente.
Al cumplir los 17 años, Bruno se cansó y le pidió ayuda a su mamá. Sara vivía con la culpa de haber criado prácticamente sola a Bruno y eso la transformó en una madre obsesiva, meticulosa. A cada ínfimo dolor una pastilla y una consulta – muchas veces innecesaria – con un médico. Tan habitual era, que para Bruno los doctores parecían ser su desconocido papá. Sara se alarmó, como de costumbre, y de inmediato lo llevó con un neurólogo muy prestigioso que lo derivó a un psiquiatra. Después de una par de sesiones, le recetaron unos ansiolíticos.
Las pastillas lo calmaron por un tiempo. El hecho de estar sedado y dormir casi siempre, le facilitaron las cosas. Si soñaba prácticamente no se despertaba o si lo hacía no recordaba con claridad lo que había visionado. Pero esto no duró demasiado. Pasó el tiempo y la dependencia de Bruno hacia los ansiolíticos se hizo tan fuerte que se había olvidado el motivo por el que los tomaba.
Una noche, cuando salía de la facultad, el destino quiso que todo lo olvidado volviera a ser real. En una esquina algo oscura, un hombre lo paró para preguntarle sobre una dirección que él mismo desconocía. Cuando lo miró a los ojos, el rostro le resultó familiar. Perturbado, respondió de forma tajante y siguió su camino.
- ¿Ya no te acordás de mi? – preguntó el hombre en tono desafiante.  ¿Acaso no sirvió de nada el sacrificio que hice por vos? – le gritó.
- No sé quién sos, no me jodas – respondió Bruno sin detener su marcha. Luego de dar unos pasos, decidió mirar atrás para comprobar que el hombre había desaparecido. Pero al girar se lo encontró de frente. El susto fue disimulado por un empujón que tiró al hombre al suelo.
- Hice lo que me ordenaste, la maté, la degollé y la descuarticé. ¿Y así me pagás? Me escapé de la cárcel para buscarte y cuando por fin te encuentro, te hacés el que no me conocés – gruñó el hombre levantándose y tomando del cuello a Bruno en clara señal de intimidación.
Un trueno los interrumpió a ambos y el sucesivo relámpago iluminó la escena. Estaban solos en la calle. No había autos ni gente. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido. Furioso por la recriminación del desconocido, Bruno lo tomó de la muñeca y se la dobló como si fuera de papel. El alarido de dolor no lo intimidó y hasta le provocó una extraña sensación de placer. El enojo lo encegueció y de golpe se vio rodeado de todas las personas que veía en sus sueños. La lluvia y el frío le daban la sensación exacta que todo aquello era bien real. De golpe dejó de escuchar los gritos de ese hombre y tuvo una visión sin estar dormido. Se vio parado en medio de la calle, golpeando hasta la muerte a ese vagabundo y arrojándolo debajo de un micro para terminar con su vida. Pero antes de reaccionar, volvió a escuchar los gritos y en un acto instantáneo ejecutó al pie de la letra todo lo que había visto.
En la cárcel, entró en estado de conciencia. No recordaba nada. Ni la detención, ni el juicio, ni la sentencia, nada. Había pasado los últimos tres años en un limbo desconocido. El cachetazo de su compañero de celda lo volvió en sí.
- ¿Qué te pasa pendejo, nunca vas a hablar vos? – le dijo el Tuerto, un preso ya veterano condenado a perpetua por homicidio en ocasión de robo. Varias veces lo habían querido liberar, pero él mismo se había negado a cada uno de los beneficios.
- ¿Quién sos? ¿Qué pasó? – atinó a responder Bruno totalmente confundido.
- Falta que me digas que sos inocente y cartón lleno, pelotudo – replicó el Tuerto con su habitual tono agresivo.
Bruno no habló más. En una de las visitas de sus abogados se animó a preguntar porqué estaba ahí. Sorprendido, el letrado le contó con lujo de detalles lo que había pasado. Cuando vio el expediente y las fotos no lo podía creer. No tanto por la sorpresa, sino por el hecho de no saber de dónde había sacado tanta fuerza como para destrozar a un hombre del doble de su tamaño.
Preso, Bruno aprendió a vivir con su karma. Sin pastillas y con la conciencia inquieta por no saber nada acerca de aquella noche. Su relación con el resto de los detenidos siempre fue distante. Condenado a prisión perpetua, trató de pasar su tiempo de condena en alguna tarea útil. Fue así que se decidió a tratar de terminar la carrera de Letras que había empezado el mismo año en que fue encarcelado. La música fue otro medio de vida en ese lugar y empezó a escuchar casi todo lo que le acercaban.
Entre la música y la literatura, Bruno pudo calmar su dolor. Y un día, sin proponérselo, encontró la clave de lo que le pasaba. The Clairvoyant decía el título de la canción de Iron Maiden que Bruno escuchaba. En su inglés rudimentario, entendió que la letra hablaba de muchas cosas que le habían pasado. Clarividente, pensó Bruno en voz alta. De inmediato se internó en la biblioteca para tratar de descifrar el enigma de esa palabra. Y lo encontró.
De a poco aprendió que tenía un poder extraño, capaz de conectar este mundo con el de los muertos y viceversa. Entendió, además, que podía interferir en las mentes de aquellas personas abiertas a escucharlo, más allá de toda creencia o religión. Con la práctica, podría ver el futuro y adelantarse. Sus sueños proyectaban un deseo y el hecho de haber tenido visiones en vida, significaba que podía dominar esos deseos en pos de un poder ulterior. Ver el pasado también era parte de su don, aunque sin la facultad de modificarlo como él hubiera deseado.
Cumplidos 10 años de su condena, Bruno ya se sentía un clarividente. Había leído todo lo que la literatura sobre el tema le podía ofrecer y su entrenamiento iba más allá de lo imaginado por cualquier humano. Sentía que podía dominar todo y usaba la cárcel como un tubo de ensayo. Perturbaba al Tuerto que de abusarlo cada noche, pasó a servirlo como si fuera un rey en la corte de Francia. Lo mismo hacía con los guardias y aquellos presos más pesados. Hasta que se cansó de estos juegos y decidió volver a su mundo, al afuera.
Fugado y desaparecido, Bruno sentía que podía dominar todo lo que se había propuesto. Todas las noches salía a caminar y en cada ronda se divertía con la gente que lo idolatraba a su pedido. Pese al placer que sentía, Bruno estaba inquieto por no poder derrotar a un inexorable rival: la muerte.
Una noche soñó que un tren lo arrollaba y después de eso sentía un frío tan profundo que lo despertaba. La oscuridad seguía a ese momento de dolor casi irreal de la muerte. Preocupado, Bruno optó por no salir de su casa para no correr el riesgo de morir. Así vivió un mes entero hasta que se hartó y salió a retar a su propio destino.
Se esforzó por tratar de tener una visión pero solo encontró oscuridad en su futuro, lo que le provocó aún más temor. Caminó y caminó hasta hartarse. Evitó por todos los medios los cruces ferroviarios y los trenes. Pasó varios días vagando sin sentido. Hastiado de pensar y pensar, vio una estación de servicio con un bar y decidió entrar para comer y descansar. Se sirvió una Coca y un sándwich de miga que comió con tanta voracidad que ni le sintió el gusto.
- Hasta que te dignaste a venir hijo de puta – escuchó Bruno a su espalda. Sí a vos te estoy hablando, Bruno Saucedo, el Clarividente de la U9.
Bruno se dio vuelta enfurecido pero mucho más aterrado por no reconocer la voz de alguien que evidentemente lo conocía y mucho.
- ¿Quién sos? ¿Acaso querés comer pensando que sos una gallina hasta que te mueras, imbécil? – respondió Bruno amenazante.
- No creo que conmigo puedas. Te cité acá hace varios días para ponerle fin a tu locura. Así que metete las amenazas en el culo. – replicó el extraño personaje.
Cuando Bruno miró en detalle se dio cuenta que lo conocía. Hacía años que no tenía esa sensación, hacía años que no veía un rostro tan familiar y se esforzaba por saber de donde era. Eso lo había dominado en la cárcel. Él ya sabía quien era quien en sus visiones y éste no se podía escapar. Pero esta persona era diferente a todos los demás. Alto, barbudo y muy gordo; tanto que apenas podía entrar en la mesa del bar de la estación. Vestía aún más raro de lo que aparentaba. En un principio a Bruno le había parecido que se trataba de un monje porque llevaba una sotana larga. Pero al mirar en detalle se dio cuenta que se trataba de una túnica de terciopelo negro con vivos verdes oscuro, muy delicada. Al levantarse, el gordo hizo relucir sus botas de cuero negro con incrustaciones doradas. Parecía un personaje sacado de un cuento de la edad media.
- Te llegó la hora bastardo, vamos afuera. – gruñó el Gordo.
- ¿La hora de qué pelotudo, quién te pensás que sos, El Señor de los Anillos? – disparó Bruno con una risa cargada de ironía y desafío.
En un movimiento, el Gordo lo tomó por la nunca y con una agilidad impensada para una persona de su tamaño lo arrastró hasta la calle. Bruno hizo un esfuerzo por liberarse pero no lo consiguió. Se dejó llevar hasta que el Gordo lo tomó del cuello para darlo vuelta. Bruno miró a su alrededor y vio que estaban en unas vías abandonadas. Tumbado en el suelo, constató que las incrustaciones en las botas del Gordo eran de oro y tenían rostros tallados en ellas. Casi sin poder respirar, Bruno levantó la cabeza y vio como se acercaba el puño del gordo contra su cara. Prácticamente inconsciente por el golpe, Bruno no pudo evitar lo que se sucedería a continuación. El Gordo lo levantó del cuello y con la mano izquierda sacó un cuchillo de plata brillante que de un movimiento rebanó el cuello del Clarividente.
La sangre brotó como chorros y Bruno sintió que las fuerzas se le iban sin poder hacer nada. El Gordo apretó su cuello como si exprimiera una naranja para que la sangre saliera más rápido y luego lo soltó. Pronunció unas palabras en un idioma inentendible para el Clarividente y antes que lo pudiera notar, desapareció.
Cayó la noche y Bruno ya no sabía si estaba vivo o muerto. Cansado, agotado, se entregó. A lo lejos sintió la bocina de un tren que se acercaba. Tendido en las vías no pudo levantarse y aceptó que morir sería lo mejor.
El humo se disipó en la sala y Sara prendió las luces para ser la primera en saludar a su hijo después de soplar las velas de la torta:
- ¡Feliz cumple mi vida! 15 años, qué rápido pasa la vida. – reflexionó Sara mientras le limpiaba con saliva el rush que había dejado en la mejilla de su único hijo.
- Gracias Má. – atinó a responder Bruno con un dejo de alegría por estar vivo y con la extraña sensación que había aprendido una increíble lección.  

NdE: Casi no tiene correcciones, espero que les haya gustado. SRM
 

lunes, 13 de febrero de 2012

El mundo de los vacíos a un twitt de distancia


Twitter se ha vuelto en los últimos tiempos en la mayor y mejor herramienta alienante que encontró el sistema. El boom de los 140 caracteres condensó casi toda la imbecilidad humana sin quererlo. Red social, como la denominaron en los medios, que exaspera el egocentrismo, aboga por el egoísmo y aspira a la información con un alto grado de desinformación. Famosos, no famosos, periodistas, no periodistas y gente de todo tipo se dan cita en este espacio multimedial de precocidad absoluta.
La alegoría perfecta de este medio son las disfunciones sexuales. Los 140 caracteres son la eyaculación precoz masculina y la frigidez femenina. Las fotos de 2x2 son un cuadro perfecto de la histeria freudiana, de ver y no mirar. La exaltación de las virtudes propias (despojadas de toda humildad) es el fiel reflejo de lo que carecen. Esto último se aprecia mejor en el periodismo, donde pululan los “pijicortos” que se golpean el pecho y dicen tener la primicia de absolutamente todo lo que acontece en su pequeño mundo. Un complejo de inferioridad tan grande que da a pensar seriamente si son eyaculadores precoces o tipos con un pito tan chico que no se satisfacen ni a sí mismos.
El @loquesea sirve, además, como supresión perfecta de la identidad. Más que nunca el hombre se ha transformado en etiqueta, en su propia etiqueta de una marca que se vende para el ciberespacio. Ya no hay profesiones, sino twitteros. El grado de aceptación se reduce a la cantidad de seguidores o al grado de RT (retwitts) que cada comentario genera.
Todo sirve, todo suma para exaltar el vacío. La vida no es mejor o peor sin twitter, pero sí es más adictiva. Se desesperan por tener un Smartphone con twitter o de generar TT (reconozco que no sé qué mierda significa) para ser más “cool”.
Esta pérdida de identidad se ve reflejada en la “vida real” o lo que se denomina, fuera del ámbito cibernético. Aquellos que hablan, bardean o cacarean por esta red social no tienen la valentía suficiente para enfrentarse a las personas de la misma manera, pero cara a cara.
Aquel que todavía piense en tener twitter hágase la pregunta, sincera de más está decir, acerca de la real necesidad que tendrá para sí. En caso que no la tenga, no la abra, se evitar´ña dolores de cabeza innecesarios. Es mejor y más sano vivir en un mundo sin necesidades innecesarias. Ser, estar o pertenecer, vas mucho más allá de la cantidad de seguidores y del caudal de twitts.
Como no predico con el ejemplo, es obvio que tengo twitter. Pero lo uso como residuo de mi profesión y por sugerencia – quasi obligación – de mis jefes en mi trabajo. No me interesa para otra cosa. Antes de perder un poco de tiempo en prender escribir 140 caracteres, prefieron derrochar muchísimos más en este espacio.

Misma la Nada o la Nada Misma

Este es un espacio de improvisación pura, de pensamiento libre y sin ataduras. Un espacio para el periodismo, para la literatura, el cine, la música, los medios y cualquier otro tipo de expresión humana.
El título es en alusión al vacío que todos queremos llenar y a veces no sabemos como. Quizás pueda encontrar aquí la manera de llenar ese espacio inconmensurable que se denomina "nada". Una manera de lidiar con los conflictos cotidianos y con lo que nunca quisimos ser y a veces somos.
Hace tiempo que mi vida profesional no es lo que quería y este, puede ser el principio del cambio. Trabajo de periodista deportivo, pero es una profesión que desprecio a medida que paso los minutos en ella. Mi verdadera pasión es escribir y para eso me nutro de casi todos los temas menos el fútbol. Amo el cine, la música, la literatura y la TV. Pasiones tan contradictorias como cualquier ser humano.
La idea es escribir, a veces de lo que sea y otras de lo que encuentre. Y vuelve a rondar el término "nada". Se lo asignamos al vacío, pero también a los temarios inexactos que rodean e, irónicamente, llenan nuestra vida. Es una atribución a la ausencia de género, de tema preciso, al estilo de fichero de biblioteca pública. Es una asignación, también, a la carencia de ataduras para escribir sin la necesidad de fijarse en los porqué.
Espero que les guste y espero, también, contar con sus aportes, críticas, sugerencias y demás para ampliar la lista de temas.