martes, 28 de febrero de 2012

El zorzal


Martín se preparó para la cita de una manera especial. Luciana era la mejor amiga de la novia de su mejor amigo y por eso no podía decepcionar a nadie. Esta no era la primera vez que se veían a solas, sino la tercera. Las dos anteriores habían podido romper las barreras de la timidez, del desconocimiento y de la atracción mutua. Se esperaba que fuera una noche especial, la más carnal de las primeras citas. El contacto físico entre Martín y Luciana se había limitado a unos besos en el auto de él y nada más.
La noche del sábado se prestaba para una cita ideal. La lluvia había amainado el calor del intenso febrero y por eso habían decidido salir a cenar. Puntual como siempre, Martín pasó a buscar a Luciana y de inmediato comenzaron a recorrer lugares por la ciudad. Al parecer, no eran los únicos con ganas de salir porque todos los bares y restaurantes estaban abarrotados de gente. Casi una hora dieron vueltas por el centro y cuando estaban a punto de rendirse, encontraron el lugar que parecía perfecto. A él lo atrajo el nombre, a ella la arquitectura del edificio. En una casona antigua, refaccionada y justo sobre la esquina, lucía brillante el nombre del bar: “Pizza rock”.
Una vez adentro, pidieron una mesa y se sentaron cerca  de la ventana. El salón estaba casi lleno. A Martín no le extrañó porque era sábado y la gente siempre salía con frecuencia. Lo único que le llamó la atención fue un cierto contraste entre la decoración de la pizzería y la gente que en ese momento estaba ahí.
Sobre las paredes amarillas, reposaban viejas glorias del rock and roll mundial. Kiss, Led Zeppelin, The Rolling Stones, Beatles, todos desperdigados por el lugar. Marcas de whisky y cerveza cerraban la decoración casi como un mandamiento absoluto de la cultura rocker. Pero todo lo cool que le parecía a Martín la decoración, lo desanimaba la música y video de ambiente. Un dúo español de dos viejos casi retirados cantaban a un volumen elevado en medio de un DVD gastado. Nada menos parecido al rock, sino más a bien a una especie de trova gastada con gusto a pop.
Luciana no parecía inquieta por esta contradicción, al contrario, estaba fascinada. “Me encantan Rabina y Dorrat”, le dijo a Martín mientras tarareaba una frase tan gastada como la canción que sonaba. Él optó por contestar con una sonrisa forzada y tomar un trago largo de cerveza para tratar de pasar por alto el comentario de su posible amada.
Martín trató de ignorar la música y se concentró en los cuadros, en la magnífica decoración que le recordaba a sus épocas más rockeras, cuando iba a recitales y compraba discos casi compulsivamente. “Mirá que lindo, ese póster es la tapa de Dynasty, uno de los discos más exitosos de Kiss”, dijo entusiasmado. Luciana se dio vuelta, miró de reojo y asintió sin emitir sonido en clara señal de desinterés.
Como no podía ser de otra manera, ordenaron pizza. Mitad y mitad, como pintura exacta de las diferencias que existían entre ambos. Él eligió una clásica de jamón y morrones mientras que ella optó por una más gourmet con ciruelas secas, aceitunas negras y rúcula. Ella probó una porción de la parte de él y viceversa. Lo único que compartían hasta ese momento era el gusto por la cerveza. Helada, rubia y muy suave, así les gustaba a ambos. Y así estaba la Stella Maris, la marca más cara del mercado. Martín pensó en no escatimar en gastos con tal de quedar bien y ganarse un poroto más en la dura carrera de la conquista. Las pizzas taparon cualquier tipo de conversación innecesaria y obligatoria entre ambos.
La noche parecía encaminarse porque el DVD de los viejos trovadores españoles había llegado a su fin. Pero justo cuando Martín empezaba a sentirse un poco más cómodo, la música le dio otro puñal por la espalda. Pensó que estaba equivocado, pero para confirmar su mal presentimiento levantó la mirada, disimulado, sin alertar a Luciana de su acción. El gesto de desilusión se impregnó en su cara y la acidez estomacal apreció como un fuego cuando ella gritó: “¡Ay Maná! ¡Qué bueno, los amo! Los fui a ver a Vélez y me compré el último disco!”. Martín tomó un trago largo de cerveza para bajar el asco y seguir.
Después de escuchar con repulsión tres canciones del grupo mexicano, el muchacho propuso un tema de conversación. No tanto para seguir en su objetivo de conquista, sino más bien para buscar un motivo de distracción que le diera un poco de respiro a su pisoteado gusto musical. Martín sacó a relucir su enorme talento para hablar de cosas insignificantes y darle un tinte heroico a situaciones cotidianas. De inmediato se ganó la admiración de Luciana y la charla se extendió varios minutos.
La segunda botella de Stella Maris lucía extinta sobre la mesa. Martín no se había dado cuenta pero ya se habían tomado dos litros de esa deliciosa cerveza. A él mucho no le importó porque podía tomar hasta cansarse, pero no quería quedar como un borracho en la tercera cita. Con un poco de miedo, consultó a Luciana si quería otra. Ella asintió sin parar de hablar de lo mal que se visten sus compañeras de trabajo. Él giró la cabeza hacia la puerta, levantó la botella y se la enseñó a la moza en señal de pedido. La chica apoyó la cerveza en la mesa con delicadeza y al instante pronunció: “No sé si saben, pero hoy hay un show y estamos cobrando una entrada de 35 pesos por persona. Toca El Zorzal, es imperdible. Si quieren se pueden quedar, sino los puedo ubicar en una mesa de afuera”. Martín y Luciana se miraron sorprendidos porque nunca habían sido advertidos del show. A él le quedó claro que los parlantes y micrófonos eran para un espectáculo, pero no le había querido decir nada a ella. “Sí no hay problema. Cobráme las entradas y de paso cerráme la cuenta de la mesa así ya no te hago volver”, dijo él en tono serio pero amable. Tomó la billetera y le dio 200 pesos a la moza que se fue sin decir nada. Pasados unos minutos, la chica volvió con apenas 10 pesos de vuelto y un “gracias” dicho entre dientes.
Al cabo de un rato, y con una cerveza más abajo del brazo, irrumpió en el mini escenario un hombre gordo, con una llamativa camisa verde loro, un pantalón de vestir negro, zapatos al tono de charol, varios anillos y colgantes de oro y un regio peinado a la gomina. “Buenas noches. Muchas gracias por haber venido a esta hermosa velada”, dijo el gordo con una voz grave pero dulce. De inmediato sonaron los acordes de un tango y empezó a cantar. “Este debe ser El Zorzal”,  pensó Martín. Pero al levantar la vista vio que la imagen del cantante no coincidía con la del poster que estaba atrás. Los gritos y aplausos de las mesas linderas incomodaron a Luciana y mucho más a Martín. Fue como si de golpe todos se hubieran sacado las máscaras en una fiesta de disfraces. Los antes comensales se habían transformado ahora en público. Pero un público muy fervoroso, casi violento que entonaba melosas canciones de amor de artistas tan o más edulcorados.  
Al principio, Martín se mostró receptivo a la música pese a no conocer mucho de tango y a bancarse la pésima entonación de Junior García, como se había presentado el telonero de El Zorzal. Pero a medida que el repertorio se hizo tan grande como el abdomen de Junior, el pánico se apoderó de él. Pidió un fernet con coca para pasar el golpe porque la cerveza ya no le hacía efecto. La miró a Luciana en búsqueda de un gesto cómplice pero la encontró hipnotizada con la música, las letras y la interpretación de Junior. Una cumbia fue el telón final para Junior García y el preludio del apocalipsis para Martín.
El fernet ya era un recuerdo en un vaso sucio cuando se pidió un whisky porque no se sentía bien. Estaba agobiado por la música y asqueado por las letras. Tenía una extraña sensación en la garganta producto del humo del cigarrillo y le dolían los oídos de las charlas subidas de tono que tenía que escuchar de las excitadas admiradoras de las mesas vecinas. La lluvia lo sacó por un segundo de la escena y lo volvió a su realidad. Veía las gotas pegar contra el piso y sentía que le daban a su cara, refrescándolo. La moza se encargó de romper su ensueño cuando le pidió de cerrar la ventana. Luciana reaccionó de inmediato y ayudó a la empleada ante la inacción inconsciente de él.
El Zorzal irrumpió en la escena vestido de blanco y con un perfume dulce que se percibía por todos los rincones del salón. Saco beige, remera blanca escote en v, pantalón blanco y zapatos blancos de charol. El pelo largo hasta los hombros, castaño claro y con reflejos rubios. Pulseras de oro, collares de plata y aritos de brillantes. Acompañado por un pianista más pendiente de su whisky que de tocar, comenzó el recital. Martín empezó a sentir calor y a sudar por casi todos lados. Tenía ganas de pararse e irse, pero en un par de amagues anteriores las voraces fanáticas del fondo lo sentaron a los gritos.
El Zorzal cantaba y exponía ante el público la versatilidad de su voz para interpretar canciones de amor. Algunas bellísimas, otras agotadas y efectistas. Cantaba con pasión, con un dolor casi intrínseco por tener un talento desperdiciado en un estilo musical acabado. El fervor con el que se expresaba lo hacía transpirar; de vez en cuando le daba un golpe al piso con el pie como un zapateo único marcando un tempo o el final de algún tema. Era un verdadero artista del olvido, esos que abundan por pequeños bares y que dejan la vida en cada presentación soñando estar en el más grande de los teatros.
Mientras Martín moría por dentro, Luciana estaba en un estado diametralmente opuesto. Se sentía atraída, absorbida por la dulzura, deslumbrada por la extraña belleza de ese hombre cincuentón que daba la vida por una canción de amor. Estaba acompañada por la horda de fanáticas casi menopáusicas que propinaban groserías de todo calibre al cantor.
 Quince canciones pasaron hasta que la paciencia de Martín tocó fondo. Cansado de escuchar melodías ponzoñosamente melosas, sacó una pistola del bolsillo de la campera y gritó: “Baaaaasssstaaaaaaaaaaa. La puta madre que los parió”. La música se apagó de golpe y el silencio invadió el bar. Se prendieron las luces y El Zorzal pudo ver a su agresor cara a cara. Nadie dijo nada, nadie se atrevió a desafiar a Martín. Estaba empapado, bañado en transpiración, con los ojos sacados y todo despeinado. Luciana le habló en voz baja pero él la calló de un gesto. “Los voy a matar a todos”, gritó mientras los alaridos de terror inundaron el salón. “Me banqué toda la noche esta música de mierda, esto es demasiado”, dijo mientras apuntaba a todos. No entendía como le había llegado esa arma ahí, no sabía ni quería saberlo. Se sentía agradecido de poder terminar con su tortura de una buena vez por todas.
Apretó el gatillo y la bala dio justo en la frente de El Zorzal. La sangre manchó la pared, la ventana y a todos los que estaban cerca. Los gritos se acallaron porque las corridas se abrieron paso en el lugar con tal de evitar la muerte. Desencajado, apretó el gatillo incontable veces. El músico, el vaso de whisky, las fanáticas, la moza, el sonidista y hasta el dueño del bar cayeron muertos producto de la balacera. Después de unos segundos admirando los cadáveres, giró, apuntó a Luciana, se rió y se voló la cabeza.  

La policía no tardó en llegar al lugar. Luciana estaba shockeada, no podía entender lo que había pasado. El inspector Rodríguez se abrió paso entre los curiosos e interrogó brevemente a la acompañante del fallecido. Fue entonces cuando la chica, contó su versión de los hechos. “No sé que le pasó. Estábamos pasando una noche bárbara. Habíamos cenado, estábamos tomando unos tragos y escuchando a El Zorzal. Martín estaba un poco inquieto, pero nunca percibí nada extraño en él. Quizás le cayó mal la pizza. No lo sé. No lo puedo entender. Cuando El Zorzal terminó de tocar, Martín se paró como eyectado, dio un alarido, balbuceó algo y se desplomó. Intentamos reanimarlo pero no hubo caso. Fue como si se hubiera muerto de golpe”, contó entre llantos y lamentos la joven mujer.
La autopsia dio las razones de la muerte y la causa fue caratulada como muerta natural: “Accidente cerebro vascular (ACV)”. Nadie pudo explicar jamás la sonrisa que tenía grabada Martín en su rostro y que había llevado a la familia a velarlo a cajón cerrado.

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