martes, 14 de febrero de 2012

The Clairvoyant (El clarividente)


La primera visión la tuvo a los 14 años. Fue en un sueño que le pareció tan real que lo asustó. Esa misma visión se repitió durante un año entero y el resultado era siempre el mismo. Cada vez que se despertaba se encontraba empapado en sudor y con un frío aterrador más allá de la estación. Nunca se animó a contarlo por el miedo a ser rechazado o señalado como loco.
La visión era nítida, pero confusa. En ella aparecía un hombre semidesnudo con una cuchilla de carnicero en la mano que descuartizaba con extrema paciencia y delicadeza el cuerpo de una mujer. Los huesos los había cortado con una sierra eléctrica que estaba tirada sobre un rincón de la habitación cubierta, casi por entero, de papeles de diarios viejos. Con la hoja filosa cortaba la carne y separaba la piel del resto de los tejidos. El sueño se interrumpía abruptamente cada vez que el hombre notaba la presencia de Bruno.
Durante su cumpleaños número 15, Bruno entendió que los sueños tenían una extraña conexión con la realidad. Al ser despertado por su madre se desayunó con la noticia de un crimen atroz. La policía había encontrado un cadáver descuartizado y con señales de descomposición. El hecho no le llamó la atención, hasta que el asesino se entregó y vio por la televisión que era el carnicero con el que soñaba desde hacía un año.
Esa noche tuvo otra visión completamente diferente. Un terrible accidente de tránsito lo tenía como un testigo omnipresente en la escena. Varios autos y un camión descontrolado eran protagonistas de una tragedia sin precedentes. Bruno veía y hasta sentía cada una de las caras y se ensordecía con los llantos y lamentos de dolor de cada una de las víctimas. En medio de la desesperación, buscaba sin éxito señales de tránsito o carteles que le dieran alguna pista concreta del lugar. Pero cada vez que se acercaba a algún cartel, se despertaba exaltado, empapado y congelado.
El sueño se repitió un par de noches más hasta que una mañana, mientras trataba de acomodar su dolorido cuerpo, Bruno se quedó sin aliento al ver las noticias de último momento que indicaban un accidente fatal con más de 20 muertos en una autopista hiper-transitada y con destino casi obligado a la capital. De acuerdo a los medios, la niebla y un camión sin luces fueron los responsables de semejante tragedia.
Con estupor, Bruno entendió que sus sueños eran algo más que simples pesadillas. Pero para no alarmar a su familia, optó por llamarse a silencio y vivir con el miedo inherente de dormir para no soñar algo trágico. El dolor, y un dejo de culpa, lo llevaron a desviar su atención y buscar otras maneras de vivir para no pensar en que podría haber evitado los hechos que soñó.
Con el pasar de los días y los meses, lo sueños se hicieron frecuentes, cotidianos. Por suerte para su salud emocional, no siempre tenían a la muerte como protagonista aunque eso no lo salvó de estar al borde de la locura. Cada vez se le hacía más difícil distinguir la realidad de sus sueños. Al caminar por la calle, todos los rostros le parecían familiares y se sentía observado constantemente.
Al cumplir los 17 años, Bruno se cansó y le pidió ayuda a su mamá. Sara vivía con la culpa de haber criado prácticamente sola a Bruno y eso la transformó en una madre obsesiva, meticulosa. A cada ínfimo dolor una pastilla y una consulta – muchas veces innecesaria – con un médico. Tan habitual era, que para Bruno los doctores parecían ser su desconocido papá. Sara se alarmó, como de costumbre, y de inmediato lo llevó con un neurólogo muy prestigioso que lo derivó a un psiquiatra. Después de una par de sesiones, le recetaron unos ansiolíticos.
Las pastillas lo calmaron por un tiempo. El hecho de estar sedado y dormir casi siempre, le facilitaron las cosas. Si soñaba prácticamente no se despertaba o si lo hacía no recordaba con claridad lo que había visionado. Pero esto no duró demasiado. Pasó el tiempo y la dependencia de Bruno hacia los ansiolíticos se hizo tan fuerte que se había olvidado el motivo por el que los tomaba.
Una noche, cuando salía de la facultad, el destino quiso que todo lo olvidado volviera a ser real. En una esquina algo oscura, un hombre lo paró para preguntarle sobre una dirección que él mismo desconocía. Cuando lo miró a los ojos, el rostro le resultó familiar. Perturbado, respondió de forma tajante y siguió su camino.
- ¿Ya no te acordás de mi? – preguntó el hombre en tono desafiante.  ¿Acaso no sirvió de nada el sacrificio que hice por vos? – le gritó.
- No sé quién sos, no me jodas – respondió Bruno sin detener su marcha. Luego de dar unos pasos, decidió mirar atrás para comprobar que el hombre había desaparecido. Pero al girar se lo encontró de frente. El susto fue disimulado por un empujón que tiró al hombre al suelo.
- Hice lo que me ordenaste, la maté, la degollé y la descuarticé. ¿Y así me pagás? Me escapé de la cárcel para buscarte y cuando por fin te encuentro, te hacés el que no me conocés – gruñó el hombre levantándose y tomando del cuello a Bruno en clara señal de intimidación.
Un trueno los interrumpió a ambos y el sucesivo relámpago iluminó la escena. Estaban solos en la calle. No había autos ni gente. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido. Furioso por la recriminación del desconocido, Bruno lo tomó de la muñeca y se la dobló como si fuera de papel. El alarido de dolor no lo intimidó y hasta le provocó una extraña sensación de placer. El enojo lo encegueció y de golpe se vio rodeado de todas las personas que veía en sus sueños. La lluvia y el frío le daban la sensación exacta que todo aquello era bien real. De golpe dejó de escuchar los gritos de ese hombre y tuvo una visión sin estar dormido. Se vio parado en medio de la calle, golpeando hasta la muerte a ese vagabundo y arrojándolo debajo de un micro para terminar con su vida. Pero antes de reaccionar, volvió a escuchar los gritos y en un acto instantáneo ejecutó al pie de la letra todo lo que había visto.
En la cárcel, entró en estado de conciencia. No recordaba nada. Ni la detención, ni el juicio, ni la sentencia, nada. Había pasado los últimos tres años en un limbo desconocido. El cachetazo de su compañero de celda lo volvió en sí.
- ¿Qué te pasa pendejo, nunca vas a hablar vos? – le dijo el Tuerto, un preso ya veterano condenado a perpetua por homicidio en ocasión de robo. Varias veces lo habían querido liberar, pero él mismo se había negado a cada uno de los beneficios.
- ¿Quién sos? ¿Qué pasó? – atinó a responder Bruno totalmente confundido.
- Falta que me digas que sos inocente y cartón lleno, pelotudo – replicó el Tuerto con su habitual tono agresivo.
Bruno no habló más. En una de las visitas de sus abogados se animó a preguntar porqué estaba ahí. Sorprendido, el letrado le contó con lujo de detalles lo que había pasado. Cuando vio el expediente y las fotos no lo podía creer. No tanto por la sorpresa, sino por el hecho de no saber de dónde había sacado tanta fuerza como para destrozar a un hombre del doble de su tamaño.
Preso, Bruno aprendió a vivir con su karma. Sin pastillas y con la conciencia inquieta por no saber nada acerca de aquella noche. Su relación con el resto de los detenidos siempre fue distante. Condenado a prisión perpetua, trató de pasar su tiempo de condena en alguna tarea útil. Fue así que se decidió a tratar de terminar la carrera de Letras que había empezado el mismo año en que fue encarcelado. La música fue otro medio de vida en ese lugar y empezó a escuchar casi todo lo que le acercaban.
Entre la música y la literatura, Bruno pudo calmar su dolor. Y un día, sin proponérselo, encontró la clave de lo que le pasaba. The Clairvoyant decía el título de la canción de Iron Maiden que Bruno escuchaba. En su inglés rudimentario, entendió que la letra hablaba de muchas cosas que le habían pasado. Clarividente, pensó Bruno en voz alta. De inmediato se internó en la biblioteca para tratar de descifrar el enigma de esa palabra. Y lo encontró.
De a poco aprendió que tenía un poder extraño, capaz de conectar este mundo con el de los muertos y viceversa. Entendió, además, que podía interferir en las mentes de aquellas personas abiertas a escucharlo, más allá de toda creencia o religión. Con la práctica, podría ver el futuro y adelantarse. Sus sueños proyectaban un deseo y el hecho de haber tenido visiones en vida, significaba que podía dominar esos deseos en pos de un poder ulterior. Ver el pasado también era parte de su don, aunque sin la facultad de modificarlo como él hubiera deseado.
Cumplidos 10 años de su condena, Bruno ya se sentía un clarividente. Había leído todo lo que la literatura sobre el tema le podía ofrecer y su entrenamiento iba más allá de lo imaginado por cualquier humano. Sentía que podía dominar todo y usaba la cárcel como un tubo de ensayo. Perturbaba al Tuerto que de abusarlo cada noche, pasó a servirlo como si fuera un rey en la corte de Francia. Lo mismo hacía con los guardias y aquellos presos más pesados. Hasta que se cansó de estos juegos y decidió volver a su mundo, al afuera.
Fugado y desaparecido, Bruno sentía que podía dominar todo lo que se había propuesto. Todas las noches salía a caminar y en cada ronda se divertía con la gente que lo idolatraba a su pedido. Pese al placer que sentía, Bruno estaba inquieto por no poder derrotar a un inexorable rival: la muerte.
Una noche soñó que un tren lo arrollaba y después de eso sentía un frío tan profundo que lo despertaba. La oscuridad seguía a ese momento de dolor casi irreal de la muerte. Preocupado, Bruno optó por no salir de su casa para no correr el riesgo de morir. Así vivió un mes entero hasta que se hartó y salió a retar a su propio destino.
Se esforzó por tratar de tener una visión pero solo encontró oscuridad en su futuro, lo que le provocó aún más temor. Caminó y caminó hasta hartarse. Evitó por todos los medios los cruces ferroviarios y los trenes. Pasó varios días vagando sin sentido. Hastiado de pensar y pensar, vio una estación de servicio con un bar y decidió entrar para comer y descansar. Se sirvió una Coca y un sándwich de miga que comió con tanta voracidad que ni le sintió el gusto.
- Hasta que te dignaste a venir hijo de puta – escuchó Bruno a su espalda. Sí a vos te estoy hablando, Bruno Saucedo, el Clarividente de la U9.
Bruno se dio vuelta enfurecido pero mucho más aterrado por no reconocer la voz de alguien que evidentemente lo conocía y mucho.
- ¿Quién sos? ¿Acaso querés comer pensando que sos una gallina hasta que te mueras, imbécil? – respondió Bruno amenazante.
- No creo que conmigo puedas. Te cité acá hace varios días para ponerle fin a tu locura. Así que metete las amenazas en el culo. – replicó el extraño personaje.
Cuando Bruno miró en detalle se dio cuenta que lo conocía. Hacía años que no tenía esa sensación, hacía años que no veía un rostro tan familiar y se esforzaba por saber de donde era. Eso lo había dominado en la cárcel. Él ya sabía quien era quien en sus visiones y éste no se podía escapar. Pero esta persona era diferente a todos los demás. Alto, barbudo y muy gordo; tanto que apenas podía entrar en la mesa del bar de la estación. Vestía aún más raro de lo que aparentaba. En un principio a Bruno le había parecido que se trataba de un monje porque llevaba una sotana larga. Pero al mirar en detalle se dio cuenta que se trataba de una túnica de terciopelo negro con vivos verdes oscuro, muy delicada. Al levantarse, el gordo hizo relucir sus botas de cuero negro con incrustaciones doradas. Parecía un personaje sacado de un cuento de la edad media.
- Te llegó la hora bastardo, vamos afuera. – gruñó el Gordo.
- ¿La hora de qué pelotudo, quién te pensás que sos, El Señor de los Anillos? – disparó Bruno con una risa cargada de ironía y desafío.
En un movimiento, el Gordo lo tomó por la nunca y con una agilidad impensada para una persona de su tamaño lo arrastró hasta la calle. Bruno hizo un esfuerzo por liberarse pero no lo consiguió. Se dejó llevar hasta que el Gordo lo tomó del cuello para darlo vuelta. Bruno miró a su alrededor y vio que estaban en unas vías abandonadas. Tumbado en el suelo, constató que las incrustaciones en las botas del Gordo eran de oro y tenían rostros tallados en ellas. Casi sin poder respirar, Bruno levantó la cabeza y vio como se acercaba el puño del gordo contra su cara. Prácticamente inconsciente por el golpe, Bruno no pudo evitar lo que se sucedería a continuación. El Gordo lo levantó del cuello y con la mano izquierda sacó un cuchillo de plata brillante que de un movimiento rebanó el cuello del Clarividente.
La sangre brotó como chorros y Bruno sintió que las fuerzas se le iban sin poder hacer nada. El Gordo apretó su cuello como si exprimiera una naranja para que la sangre saliera más rápido y luego lo soltó. Pronunció unas palabras en un idioma inentendible para el Clarividente y antes que lo pudiera notar, desapareció.
Cayó la noche y Bruno ya no sabía si estaba vivo o muerto. Cansado, agotado, se entregó. A lo lejos sintió la bocina de un tren que se acercaba. Tendido en las vías no pudo levantarse y aceptó que morir sería lo mejor.
El humo se disipó en la sala y Sara prendió las luces para ser la primera en saludar a su hijo después de soplar las velas de la torta:
- ¡Feliz cumple mi vida! 15 años, qué rápido pasa la vida. – reflexionó Sara mientras le limpiaba con saliva el rush que había dejado en la mejilla de su único hijo.
- Gracias Má. – atinó a responder Bruno con un dejo de alegría por estar vivo y con la extraña sensación que había aprendido una increíble lección.  

NdE: Casi no tiene correcciones, espero que les haya gustado. SRM
 

1 comentario:

  1. Excelente tu cuento!! Esperamos más escritos tuyos. Un saludo. Cecilia Collazo.

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