lunes, 20 de febrero de 2012

De cara a lo que se viene. O el increíble mundo de los vacíos.


Rodrigo encontró su vocación bien temprano. Amante de los deportes desde que tuvo uso de razón, descubrió que la práctica no era lo suyo cuando estaba en la secundaria. Gordito, fofo y muy torpe a la hora de manejar un cuerpo exuberante para su edad, Rodrigo siempre fue inútil para cualquier actividad física, sin importar el amor o la pasión que le imprimiera.
Fútbol, rugby, tenis, básquet o hóckey a todos amaba por igual. Sabía el reglamento, la historia y las últimas noticias de cada uno de los deportes. Pero la información no le servía de nada a la hora de patear una pelota, tomar un palo o revolear una raqueta. Siempre obtenía un mismo resultado: la frustración.
En el último año de secundaria fundó una radio en la escuela y cerca del final del ciclo lectivo se anotó en Periodismo Deportivo. La frustración se transformó en una pasión indescriptible por este tipo de periodismo y su antigua escuela. Se hizo fanático del relato de Víctor Hugo, amaba la elocuencia de Niembro y se fascinaba con las charlas futboleras de Pagani y compañía en su canal de cabecera, TyC Sports.
“Voy a ser relator. El mejor de Argentina”, le dijo Rodrigo a su mejor amigo finalizada la escuela y justo antes de comenzar la carrera. Pero el físico le jugó una nueva mala pasada. Su voz era aguda, suave y con un volumen demasiado bajo. No tenía oído y por ende, le resultaba imposible mantener una afinación más o menos normal a la hora de relatar los goles. En el primer año de Periodismo Deportivo en la “Escuela de Niembro y Araujo”, Rodrigo se dio cuenta que relatar tampoco sería lo suyo. “Con esa voz de pito y esos modos tan suaves, no vas a ningún lado pibe”, le dijo el profesor de Radio.
Desilusionado, trató de asimilar el golpe y seguir. Y lo logró. Se preparó para ser el mejor promedio en la escuela. Ahora su sueño era ser comentarista. Sentía que podía estar a la altura de Julio Ricardo, Horacio Pagani, Enrique Macaya Márquez y todos los “próceres” que le educaron el oído y la forma de hablar más allá de la formación en la Escuela.
Compulsivamente miraba uno y cada uno de los programas deportivos en las 10 señales que le ofrecía su servicio de cable. Internalizó movimientos, frases, gestos y, por supuesto, toda la batería de lugares comunes de la que se compone esencialmente el periodismo deportivo. Pero lejos de ser consciente de esta ridiculez, Rodrigo exageró todo lo aprendido en cada práctica.
En Televisivo I, su primer copete en cámara fue digno de un Martín Fierro. “Arsenal y Banfield se miden hoy en uno de los choques más atractivos de la octava fecha del Clausura. De cara a lo que se viene, el cuadro del Viaducto necesita ganar para salir del fondo de la tabla. Por el lado del Taladro, el triunfo apagaría un poco el incendio por su mala situación en los promedios”. Sin errores y con una dicción impecable, Rodrigo lució orgulloso el 10 que le puso el profesor.
En su último año como alumno, consiguió una pasantía en TyC Sports. Sabía que era su gran oportunidad para hacer carrera. Pero su ambición no se redujo a la TV. Supo tener cinco trabajos y abarcar cada uno de los soportes que tiene el periodismo. Conducía un programa de radio, escribía una columna para el diario de la Escuela, hacía las notas y copetes para la pasantía, actualizaba casi a diario su blog sobre deportes, se había vuelto adicto al twitter y discutía con sus amigos en facebook.
Agobiado por la exigencia, maximizó su lenguaje y en vez de pensar en qué decir, se volvió un autómata. Repetía todo lo que había escuchado más temprano en algún otro medio y lo reciclaba con un poco o por ahí menos de impronta propia. “El abrazo a la distancia y el placer de siempre de saludarlos aquí en Radio Colonia”, ese era su latiguillo favorito para saludar en su programa radial con la especial habilidad de no decir nada.
A la hora de analizar algún partido, trataba de economizar esfuerzos maquillando alguna metáfora muerta. “Este equipo carece de volumen de juego. Tiene mucha actitud pero no encuentra los caminos para penetrar en la defensa. De tanto ir, a veces el cántaro no se rompe”, solía decir en más de una ocasión sin medir el contenido, los rivales, la situación o el contexto.
Su estilo “average” y su impostación forzada le abrieron más puertas de las que cualquier ser humano puede imaginar. Usaba su enorme papada como caja de resonancia para emitir frases sin sentido, pero que dichas con contundencia quedaban muy bien. “Este árbitro es un canto a la ignorancia. No sabe administrar justicia con criterio. Es muy malo”, era otra de sus frases de cabecera.
De a poco, Rodrigo obtuvo todo lo que propuso. Fue ratificado en TyC Sports y con el tiempo se ganó un lugar en la mesa de lo que para él, era el mejor programa deportivo de la historia. Su soberbia creció tanto como su abdomen y de a poco se olvidó de aquel pibe lleno de ilusiones que quería ser el mejor relator de la Argentina. En su lugar encontró un mundo más fácil, más accesible y mucho más redituable. Podía hablar de lo que quería sin siquiera mirar los partidos; solamente tenía que recurrir a su arsenal de palabras muertas.
Pero se encontró con un competidor feroz: Ricardo Castillo. Él también era gordo y soberbio pero sin la preparación intelectual de Rodrigo aunque con mucha más picardía. Al principio su figura lo intimidó. Rodrigo no supo como acomodarse a una mesa donde la descalificación estaba por encima del análisis. Un día, por un hecho menor, se armó una discusión de grueso calibre, como era habitual en ese programa. Rodrigo pensó que llevándole la contra a Castillo quedaría en la posteridad.
El contrapunto surtió efecto y desde entonces, Rodrigo y Castillo polemizaban desde el color de botines de los futbolistas hasta el corte de pelo. Discutían y hablaban de todo, menos del juego. Si fulano daba una nota era el mejor, pero si se negaba a sentarse en un móvil con el programa, pasaba a ser el jugador más violento de la historia del fútbol. El público aceptó está falsa dicotomía y Rodrigo se ganó un lugar definitivo en la mesa.
En cinco años, ya tenía todo lo que había soñado: un auto de alta gama, dos teléfonos de ultimísima tecnología, un departamento alquilado en Puerto Madero, una novia casi tan famosa como él, un novio oculto y un repertorio de frases sin sentido que eran su marca registrada. En muy poco tiempo, había cumplido el sueño de muchos: fama, dinero. Todo eso, sin decir algo en concreto jamás.

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