jueves, 25 de junio de 2015

De carey marrón

Cerró la puerta de la verja, levantó la pollera con la mano derecha y emprendió la marcha. Cuatro calles abajo hasta llegar a lo de Emily, profesora de pintura en porcelana que había muerto horas atrás. Los zapatos de cuero marrón apenas se veían por debajo de la falda azul con volados que bailaban al andar. La camisa de seda blanca con puntillas tenía las marcas de la lluvia que había comenzado desde temprano. La mañanita de hilo turquesa recubría el pelo recogido en forma de tupé para disimular las canas.

- Janice, ¿a dónde vas? – escuchó justo antes de cruzar el zaguán rumbo a la calle.
- A la droguería, madre. Tengo que comprar su medicina para el catarro, ¿no recuerda?

La lluvia dejó de caer justo antes de llegar a la vieja casona. Unos tibios rayos de sol ayudaron a secar la humedad de la ropa. De un pequeño bolso de mano sacó un par de guantes de tul blanco. Los agitó y los colocó con cuidado en sus manos. Acomodó la mañanita sobre los hombros, sacudió las gotas de la pollera, la blusa, se dirigió a la casa. Saludó con un ademán a dos oficiales de policía además de otros hombres que se agolpaban en el jardín frontal. No era como lo recordaba. Estaba descuidado, con los pastos crecidos y las plantas secas. Miró de reojo esa flora abandonada y subió con sigilo los tres escalones de madera del porche.

El olor detuvo su marcha. Con los ojos cerrados, y conteniendo la respiración, sacó un pañuelo empapado en colonia y se tapó la boca. Con el dedo meñique de la  mano derecha empujó la puerta entreabierta. Recogió la pollera, empezó a caminar en puntas de pie. Buscó un lugar que le fuera familiar. Le costó reconocer el vestíbulo. Los muebles estaban tapados por telas, mantas. La alfombra persa que decoraba el piso había desaparecido, los vidrios de las ventanas se encontraban opacados por la mugre.

Una madera floja del piso de parqué le hizo perder el equilibrio. Para no caerse, apoyó sus manos sobre la baranda de la escalera que salía hacia arriba, por el vestíbulo. Se incorporó, arrugó la nariz y con dos dedos se sacó los guantes de tul, ahora llenos de suciedad. El pañuelo también sufrió en el tropezón, por eso tuvo que usar su mañanita para recubrir la nariz y la boca.

Enojada y a paso firme, hizo sonar el viejo piso de madera con sus tacos anchos. Recorrió el pasillo rumbo a la sala que seguía tan oscura como la recordaba. Allí se topó con más policías que tomaban notas, recorrían el lugar. Le hicieron la venia, ella respondió con la cabeza. A la derecha de la sala estaba la puerta que comunicaba con el estudio. Allí dictaba Emily las clases luego de la muerte del señor Grierson. Se detuvo en el centro de la habitación y buscó con los ojos entrecerrados. La encontró.

Sacó otro pañuelo de la cartera. Éste era de tela gruesa y con algunos agujeros. Envolvió el picaporte y giró. El rechinar de la puerta no llamó la atención de los agentes. En un movimiento se introdujo en el estudio devenido en taller. Salvo por la mugre y algunos muebles viejos, estaba como la recordaba. El atril, el mueble con las pinturas, el escritorio con patas de marfil, la cómoda con tapa de mármol.

Presurosa comenzó a recorrerlo. Abrió un mueble con dificultad. Comprobó que estaba vacío, lo cerró de un golpe. Sin detenerse en el olor o la mugre, cruzó la habitación hacia el escritorio. Los dos cajones estaban cerrados. Hizo fuerza pero no pudo abrirlos. Buscó una llave, sin éxito. Con dos pasos en diagonal llegó a la cómoda. Inspeccionó cada uno de los cinco cajones. Primero se topó con papeles, cartas, documentos. En el segundo, algunas fotos, cuadros pequeños. A continuación, frascos de pinturas vacíos. El número cuatro con telas, frascos, pocillos de porcelana rotos. Al final, en el quinto, los pinceles.

Al verlos se iluminó la cara. El gesto inicial fue de alegría pero luego seriedad. Revolvió con velocidad. Había muchos. No sabía cuántos, pero más de cien. Todos usados, gastados por el abandono. De a puñados los fue tomando con las dos manos, sacándolos del cajón. Uno por uno los inspeccionó. Verdes, rojos, de cerdas finas, gruesas, más gordos o más angostos, de madera o marfil trabajado. Todos fueron cayendo al piso. Desesperada, indagó con ferocidad. Más pinceles rodaron por el suelo polvoriento, gastado de parqué.

Agitada, se arrodilló sin levantarse la pollera y apoyó las dos manos en los extremos del cajón abierto. Agachó la cabeza, miró. No había pinceles en la oscuridad del fondo. Secó la transpiración de la frente con la manga de la blusa, giró la cabeza. Se levantó lento. Sacudió el polvo de la falda, golpeó sus manos para limpiarlas y empezó a cerrar el mueble. Un suave ruido despertó su atención. El objeto marrón le devolvió la luz a su rostro al rodar por el cajón. Lo tomó, sonrió.

Se trataba de un pincel pequeño con arabescos de flores y ramas tallados en la superficie de carey marrón oscuro. Lo sopló, le pasó los dedos, lo frotó por su camisa. Buscó una entrada más iluminada para observarlo con detenimiento. Se acercó a la ventana y puso el objeto a contraluz. Las rosas se entrelazaban desde el centro y hacia los costados al girarlo. Mientras lo hacía, una sonrisa infantil dibujaba su rostro. El ruido de la puerta la alertó. Guardó rápido el pincel en la cartera, acomodó como pudo su tupé.

- Señorita, ¿está perdida?
- No, para nada agente. Quería recordar este lugar por última vez. Gracias.

Retocó su peinado desde la nuca al tiempo que se despedía del policía. Colocó la mañanita en sus hombros, enfiló rumbo a la calle. Una vez afuera apuró el paso para llegar pronto a su casa. Miró para atrás por última vez a falta de una cuadra. Sacó de la cartera el pincel y lo apretó fuerte con las dos manos. Lo besó en la punta pese a la dureza de las cerdas. Entró deprisa:

- Madre, ¡lo conseguí!
- Qué bueno hija, me hacía falta la medicina para la tos.

Janice no contestó. Entró en su cuarto y del primer cajón de la cómoda tomó el alhajero. Sacó el pincel de la cartera, lo acomodó, prolijo, al lado de otros pinceles de carey marrón muy parecidos a éste, pero con otros diseños. Cerró la cajita y respiró aliviada. Tomó el cepillo, se acomodó el tupé y volvió a la calle.

- Janice, ¿a dónde vas? – escuchó justo antes de cruzar el zaguán.
- A la droguería, madre. Tengo que comprar su medicina para el catarro, ¿no recuerda?

jueves, 21 de mayo de 2015

¿Y se consigue fácil?

Ramón revuelve con rapidez, repasando por enésima vez la biblioteca. De atrás para adelante y viceversa. Mira la hora: 17.50. Se acomoda el pelo y sigue la búsqueda. Rezonga, admira los estantes llenos de libros mientras se rasca la barba y frunce el ceño. Suena el timbre, se dirige a la puerta.
- ¿Quién es?
- Ignacio.
El saludo es breve, seco.
- Sentate si querés, yo sigo buscando un libro.
Ignacio asiente en silencio. Ocupa su lugar, el mismo de cada lunes: en el centro de la cama que oficia de sofá, al lado de Ramón. Viste igual que la semana anterior y que la anterior. Remera blanca, joggin negro, zapatillas del mismo color y la mochila marrón apoyada en la falda. Mira alrededor la pieza vacía mientras escucha los movimientos de Ramón en su cuarto.
Está todo listo. Dos mesitas ratonas son el centro de la sala armada para el encuentro. El sofá-cama contra la pared, sillas y sillones que completan los lugares para el resto de los integrantes del taller. En las mesas, dos termos, un mate y sendas canastas con bizcochitos de grasa. En una salados, en la otra agridulces. Vuelve a sonar el timbre y Ramón sale de la pieza rumbo a la puerta. No pregunta nada, abre.
- Buenas tardes. ¿Cómo estás?
- Hola Silvia, pasá. Tomá asiento que en un rato estoy con ustedes.

Silvia saluda a Ignacio con la amabilidad de siempre. No hablan. Escuchan atentos a Ramón que sigue en la pieza.
- ¿Necesitás ayuda, Ramón?
- No, gracias Silvia. En un rato estoy.

Por arriba de los anteojos mira a Ignacio y le hace un gesto de complicidad. El joven responde con las cejas hacia arriba. Silvia se saca la campera marrón y toma de la bolsa su libreta negra, atada con una banda elástica de goma.
- No hay caso, no lo encuentro.
- ¿Qué estás buscando? – pregunta Ignacio.
- Un libro que me regalaron hace un tiempo. Una edición de “El extranjero” de tapas duras con ribetes dorados en las letras. Lo tenía acá en la mesa la semana pasada pero desde hace unos días no lo encuentro.
- Ya aparecerá – interviene Silvia en tono de consuelo.
- Ojalá. Después del taller seguiré buscando…
- ¿De qué trata el libro? – interrumpe Ignacio.
- Es la historia de un argelino que recibe la noticia de la muerte de su madre con absoluta indiferencia.
- Un clásico de la literatura francesa del siglo XX – acota Silvia.
- Totalmente. Camus es uno de los grandes escritores del siglo pasado – completa Ramón.
- ¿Y se consigue fácil? – replica el joven.
- Sí, no es un libro difícil. Lo complicado de conseguir es esta edición, porque no se hicieron muchas. Además fue un regalo de cumpleaños y me jode un poco más haberla perdido.
- Quizás alguien te la robó – acota Silvia.
- No creo. No la saqué de acá y nunca me ha pasado en todos estos años que doy talleres.

El timbre vuelve a sonar. Sebastián se acerca a Ramón y se percata del gesto preocupado. Al mismo tiempo llegan Mara y Nuncia. Los tres entran y ocupan sus lugares habituales. Saludan a Ignacio y Silvia. Ramón mira la hora: 18.05. Otra vez timbre. Lucio entra y se ubica. Antes de cerrar, se escucha otra voz que pide no quedar afuera. Es María Ana. Con ella, ya están todos.
- Perdí un libro muy valioso, por eso ando medio preocupado – cuenta Ramón
- ¿Cuál? – irrumpe Sebastián.
- “El extranjero”, de Albert Camus.
- ¡No te puedo creer! ¿Alguna edición de colección? – agrega María Ana.
- Sí, una de tapa dura con ribetes dorados en las letras.
- Tranquilo Ramón, seguro aparece cuando menos lo esperes – aporta Mara con tono suave.
- Espero que así sea.
- Sí, seguro – completa Nuncia.
Un breve silencio indica el fin de la charla sobre el libro. Lucio prepara el mate para comenzar la ronda. Arreglan cuestiones de calendario, próximas lecturas, consignas para escribir. Ignacio permanece en silencio. Atento a la conversación de los demás estira la mano y se sirve el primer bizcochito de grasa. Mastica rápido. Algunas migas le caen en la barba castaña y ruedan hasta la panza. Levanta la mochila y se limpia. A su izquierda, Sebastián lo observa. Se cruza una mirada con María Ana que está al lado. Ambos miran a Mara que está enfrente, concentrada en la acción de Ignacio pero desde otra perspectiva.
Lucio ceba mate. El primero para Ramón que apenas lo toma de las cosas que tiene que decir. El segundo, para Ignacio. El joven chupa con intensidad, hasta hacer ese ruido típico cuando no hay más liquido. El taller sigue. Comienzan a tratar el tema del día. Ignacio permanece en silencio, asiente con la cabeza y come. Estira el brazo y se mete tres bizcochos dulces en la mano. Duran poco allí. Van hacia la boca, mastica y otra vez las migas sobre el regazo. La discusión sobre J. D. Salinger sube de tono.
- Es un pedófilo. A mi no me joden – acusa Sebastián entre las risas de sus compañeros.
- No sé si tanto. Hay un juego raro con la niñez – atempera Ramón.
- A mi me hizo acordar a “Lolita” – interviene Silvia.
- ¿La peli o el libro? – aporta Lucio.
- El libro de Nabokov. La película vi la primera y no me gustó.
- Es un peliculón, Silvia. En especial la escena donde ella juega en el parque mientras él la mira por debajo de la falda. ¡Qué bufarra! – agrega Sebastián.
Los ojos de Ignacio se agrandan al escuchar a su compañero. Se saca con la lengua los restos de bizcochos pegados en los dientes, traga apurado y pregunta.
- ¿Es muy vieja esa película?
- Hay dos versiones. Una de la década del ´60 y otra de los ´90. Es mejor la primera – responde Ramón.
- ¿Y se consigue fácil?
- En algún videoclub tiene que estar, la vas a encontrar – completa.

Salinger sigue en el ojo de la tormenta. Sebastián lo ataca, algunos lo defienden y otros lo tratan con indiferencia. Ignacio lo ignora. O eso parece. Su vista está puesta en el techo y en los bizcochitos. Mira con un dejo de enojo cada vez que alguien estira la mano hacia las canastas. Se acabaron los salados, ahora va por los agridulces. Están más lejos y eso representa un esfuerzo. Con disimulo se sienta en el borde de la cama, asiente con la cabeza, esboza un “ajá” y se lanza. Recoge tres, cuatro, los que pueda. Vuelve a su posición original, con la espalda apoyada contra la pared. Mastica, se caen las migas sobre la barba, la panza, el regazo. La mochila vuelve a su falda. No la suelta. La sostiene con las dos manos y cuando abandona su postura la mantiene firme entre las piernas.
Vuelve a tomar mate. Chupa una, dos, tres veces. El ruido y de vuelta a Lucio. Se saca la pasta de entre los dientes, traga. Asiente. Se hamaca de atrás para adelante. Vuelve a abrir grande los ojos cuando escucha:
- Dejame de joder con Salinger. Me quedo mil veces con Bukowski. Putañero, drogadicto. Escribía como vivía, no era pedófilo como este – dice Sebastián.
- “Mujeres” es muy bueno, de lo mejor que he leído de él – acota Ramón.
- ¿Dé que trata? – indaga Ignacio
- Es la historia de un tipo que se la pasa de mujer en mujer hasta que encuentra al amor de su vida. Todo contado en tono muy crudo, sexual, casi pornográfico – le indica Mara.
- ¿Y se consigue fácil? – remata Ignacio con los ojos en órbita.
- Sí, en cualquier librería lo encontrás – cierra Ramón.

Ignacio saca del jogging el celular. Mira la hora: 19.40. Estira el cuello para espiar la calle por la ventana. Agarra fuerte con las dos manos la mochila. No la suelta nunca. A su alrededor el taller sigue su curso. El análisis de la obra de Salinger entra en el epílogo. Ramón propone un par de cuentos del mismo autor y una consigna de escritura para los talleristas. El joven mira fijo los movimientos de Ramón y vuelve a sacar su celular. 19.50. Estira el cuello. Como no llega a ver, se levanta sin soltar la mochila pegada a su falda. Se sienta. Toma tres bizcochitos y come. Mastica, traga, las migas sobre la barba, la panza, el regazo. La mochila, siempre bajo control.

Para cerrar el taller Ramón le recuerda a sus integrantes los cuentos a leer y la consigna de escritura. Ignacio vuelve a mirar la hora en su celular: 20.01. Un auto se detiene justo en la puerta. Permanece estacionado, con las luces prendidas y el motor en marcha. Está inquieto. En medio de la charla se levanta y mira por la ventana. Sus compañeros lo observan en un silencio incómodo.

- ¿Estás apurado? ¿Te tenés que ir? – le señala Ramón con un tono de molestia.
- No, para nada – atina a responder Ignacio sin despegar la vista de la ventana.

El auto sigue estacionado, con las luces prendidas y en marcha. Adentro, la charla sigue. Ignacio vuelve a asomarse por la ventana y ve ahora las balizas prendidas. Se sienta rápido, con los ojos bien abiertos. Transpira. Mueve las piernas, acaricia la mochila mientras mastica los últimos dos bizcochos que quedaban en la canasta. Suena una bocina. Se levanta exaltado.

- ¿Es para vos? ¿Te vinieron a buscar? – cuestiona Ramón, enojado.
- Sí – atina a decir Ignacio mientras se para frente a la puerta.

Ramón abre y el joven sale rápido rumbo al auto gris. Un hombre calvo, con anteojos y el gesto serio espera al volante. Ignacio abre la puerta y antes de cerrar, el conductor arranca. Sigue con la vista a Ramón que saluda al resto de los integrantes del taller en la vereda. Permanece así hasta que los pierde. Se incorpora al frente y abre la mochila.

- Acá está, Papi – el regalo que te prometí.
- ¿Qué es eso hijo?
- “El extranjero” de Albert Camus. Una edición limitada de tapa dura con ribetes dorados en las letras.
- Pero hijo, no te hubieras puesto en gasto. Esto te debe haber salido una fortuna.
- No, Pa. Ramón me lo recomendó la semana pasada y acá está. Ahora es tuyo. Feliz cumpleaños, que lo disfrutes.

Sobre la falda del conductor reposa el libro. Varias cuadras atrás, Ramón y los suyos debaten la actitud de Ignacio, su hambre voraz, la falta de atención y lo poco que aporta al taller.

jueves, 7 de mayo de 2015

Cinco vueltas


Respira hondo y el aire frío le inunda los pulmones. Percibe el aroma a eucalipto y pasto recién cortado de cada mañana. Se calza los auriculares, ajusta su cronómetro en cero, vuelve a respirar y echa a andar. Son cinco vueltas, una hora o quizás un poco más.
Entra con buen ritmo al parque cerrado donde lo espera el circuito. El frío matinal se siente en las manos, que no las cubre con guantes porque transpira de más y se siente incómodo. Afuera el silencio domina la escena. No hay bocinazos, frenadas ni ruidos de la rutina diaria. Pero se hunde en su MP3 y hace que lo silencioso se torne ruidoso. La misma radio y el mismo programa que casi siempre pasa la misma música. Su respiración es metódica: aspira por la nariz y exhala por la boca con un ritmo determinado para no ahogarse ni fatigar los músculos.
A los pocos metros de comenzar lo espera la primera de las tres lomadas. Es la más complicada y por eso elige subirla primero, para que lo demás resulte menos complejo. Con la mirada saluda a dos mujeres que caminan en dirección opuesta paseando siempre a un bebé tapado de ropa en su cochecito. Corre contra de las agujas del reloj, al revés de lo que suele hacer la mayoría.
Superada la lomada, baja veloz y se mete en lo que él mismo denomina la zona oscura. Se trata de una recta baja, lindante al lago que recibe sombra a esa hora de la mañana. La recubre una leve neblina lo que hace sentir el frío más crudo. Está en pendiente y en su horizonte se divisa la segunda lomada. Es más chica, pero el cansancio acumulado la vuelve más compleja.
Desciende la segunda loma y entra en la parte más soleada del circuito. Saluda a un cuidador que emponchado en un polar verde apenas levanta la mano y mueve los ojos en señal de buena educación. Ruedan por su cara las primeras gotas de transpiración y el frío empieza a sentirme menos. A excepción de las manos, que siguen congeladas y entumecidas. La radio da las noticias. “Cuando estás apurado, no corras que es peor”, dice el locutor. Una mueca de ironía se desprende de su rostro al caer en la cuenta que escucha un programa que postula lo contrario que él hace.
Cuando el conductor habla, él pasa por el estacionamiento donde se reúne un grupo de corredores. Ve cómo se mueven las bocas y las manos y deduce que lo saludan, pero ignora esas señales. Está compenetrado en respirar: aspira por la nariz, exhala por la boca. Ahora es la música que lo atrapa cuando pasa por la ciudad en miniatura que ha servido de set de filmación para videoclips, series y alguna que otra película.
Esquiva dos perros y entra en la arboleda. Le resulta curioso que siempre en esa parte se encuentre solo. Es la antesala de la tercera lomada, la última antes de completar la vuelta. La cancha de fútbol se ve en el fondo y le da la pauta que está cerca. No se siente cansado, aunque los músculos se sienten algo duros por el frío. Evita mirar el cronómetro para no sentirse presionado. “Espero marcar buen tiempo, sino voy a tener que aflojar con la cerveza”, piensa mientras sube con esfuerzo.
Se deja llevar por la inercia y baja al trote frenado. Las pintadas amarillas en el asfalto marcan el final y el comienzo de las segundo vuelta. Cruza la línea y mira el cronómetro: 11.45. “Bien, 15 segundos abajo. A mantener este ritmo”, piensa cuando encara la recta en la segunda vuelta rumbo a la primera lomada.
Ya no le presta atención a la música, al programa de radio, a los jubilados que caminan en dirección opuesta o a las chicas que pasan cerca suyo en calzas. Los recuerdos lo invaden. Sin querer mira las canchas de tenis del club y se entristece. Cierra los ojos con fuerza para que esas imágenes desaparezcan. Trata de apagar la voz que lo atormenta desde hace meses. “Tenemos que hablar. Ya no te amo más. Me quiero separar”, escucha por un rincón de su mente. Se le cierra el pecho. No está en la zona oscura, sino que se encuentra en la cama, en la pieza, con la luz de la luna iluminando la escena que no quiere recordar. Sacude la cabeza de izquierda a derecha, seca las gotas de transpiración con el puño derecho de la remera, escupe y vuelve a escuchar la música.
Entra en la recta final para la segunda vuelta. Se apresura. No quiere chequear el reloj pero presiente que está atrasado. No se deja llevar por la inercia sino que baja con fuerza para ganarle unos segundos al cronómetro. Gira la muñeca izquierda y de reojo puede ver: 23.47. Respira con un dejo de alivio y afloja el ritmo para no cansarse de más. Todavía quedan tres vueltas. “Si sigo así entro debajo de la hora y bato mi récord”, piensa mientras saluda a los corredores que elongan en el patio de juegos, ubicado a la izquierda de la calle principal.
“¡Manga de putos! Seguro son amigos del boludo éste. Ella debe estar con él ahora. Se deben estar cagando de risa. ¡Qué hija de puta! ¡Pendeja de mierda! Era necesario cagarme con el profesor del gimnasio. ¡Forra!”. El pensamiento lo abstrae una vez más. Se van la música, los sonidos y también la visión. Pierde el sentido de la ubicación y no distingue si es la segunda o tercera. Si es la última lomada o la primera o si le falta mucho o poco. Mira el reloj y se da cuenta que se acerca la cuarta vuelta. No entiende.
Cruza la línea amarilla y chequea el tiempo: 36.12. “La puta madre. Me atrasé”. Acelera el trote para recuperar lo que considera perdido. La respiración se vuelve casi tan intensa como la carrera. Se agita, tiene calor aunque las manos siguen congeladas. Escupe, respira, vuelve a escupir. Grita. Emite sonidos guturales e insultos que nadie escucha. Él tampoco los oye. Sus oídos están ocupados en una canción, algo de Los Redondos o La Renga, no logra captar. Llora, pero no sabe si es de rabia o dolor. Vuelve a gritar. No baja el ritmo. Escupe. Pasa veloz por la zona oscura. Mira a los chicos de la escuela que juegan en el patio pegado a la palmera y sonríe.
Dos ciclistas que lo superan a toda velocidad lo asustan. Siente unas voces irreconocibles y un frío que le corre la espalda. Se da vuelta para terminar con la sospecha de persecución. Dos cuarentones con calzas brillosas y de colores flúos lo pasan en sus bicicletas que valen casi tanto como su auto. “¡Pijicortos! No entiendo por qué mierda no salen a la calle en vez de romper las pelotas por acá”. Se pierden cuando bajan la lomada. Apresura el paso. Agacha la cabeza y hace fuerza para llegar a tiempo. Vuelve a bajar con velocidad: 47.05. “¡Bien carajo! Vamos que llego antes de la hora”, se dice.
En la última vuelta se nota relajado. Hasta se le dibuja una sonrisa. Escucha el informe de deportes que da el periodista y se indigna. “No se puede ser tan burro, loco. El técnico de Quilmes es De Felippe pelotudo, no Caruso Lombardi”, grita sin poder escucharse. Se ríe. Es una carcajada que de golpe se transforma en llanto. Otra vez el pecho cerrado. Las lágrimas se secan rápido y deja de pensar. Escucha música. Se calma. Enfoca la vista en el camino y se da cuenta que le falta poco. Última lomada. “Dale, metele garra que es lo último. Vamos, Juan. Garra”. Baja rápido, cansado, agitado, sin aire. Cruza la línea amarilla, mira el cronómetro y lo detiene: 58.12. “Seeee”, grita mientras se saca los auriculares y unas señoras lo miran con un dejo de alegría.
Se agacha y agarra sus rodillas con las dos manos. Busca aire. Escupe. Respira por la boca casi, agitado. Camina rumbo a la canilla de agua. Los auriculares cuelgan del pecho y bailan al ritmo del andar. El agua está helada. Bebe mucho, se enjuaga la boca y vuelve a tomar. Cierra la canilla. Camina rumbo a la salida. Mira el circuito. Respira hondo. El sol le pega en la cara y el aire frío le inunda los pulmones. Escucha a los pájaros, el viento. Sube al auto, se va.