miércoles, 20 de enero de 2016

Mande, patroncito

En el dormitorio aún queda el perfume a muerte de Ricardo. Todo sigue igual. Hasta la silueta del cuerpo en el costado derecho de la cama. Un poco de polvo en la cómoda, los retratos, el televisor. En el parqué la mancha del vómito con sangre. La empleada repasa todos los días el piso con lavandina y perfumina, pero el olor parece perpetuo. La ventana y las cortinas están cerradas. La persiana apenas abierta, con el espacio suficiente para que se filtre un hilo de luz y haga visible la suciedad del abandono. El aire es espeso. El rastro del lampazo indica el esfuerzo por borrar la presencia de Ricardo. El despojo que escupió por su boca al momento de morir.

Acomoda la cama. No cambia las sábanas, las tiende, borra con sus manos las marcas del cuerpo. Pone el acolchado bordó con ribetes dorados en los extremos. Cierra los ojos, se escapa una lágrima. No contiene el llanto, se acuesta. Lo hace de su lado de la cama. Le da la espalda a la silueta ahora enterrada en las telas. Gira, el llanto le nubla la visión, desarma con una mano la cama y se tira de boca a la figura de Ricardo.

“¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste, Ricardo?“. Se ahoga entre la sábana que recubre el colchón y sus lágrimas. Se incorpora en cuatro patas. Los mocos y las lágrimas ruedan, caen. Otra vez se tira de boca. Olfatea, huele, quiere retener los olores que despidió su amante antes de partir. Las manos ajadas, rasposas, se entreveran con la suavidad de la tela. Se traban en una caricia torpe. Contempla la escena. Busca respuestas, pistas, señales. Se levanta. Se seca las lágrimas, chupa los mocos de la nariz, tose, acomoda la ropa e imposta la voz.

- Graciela. ¡Graciela! ¿Podés venir, por favor?
Se escuchan pasos presurosos que repiquetean en la escalera y el parqué.
- Mande, patroncito. ¿Qué necesita?
- ¿Cuántas veces te pedí que limpiaras la pieza? Todavía está ese olor pestilente. ¿Lo sentís?
- Sí, patrón. Hice todo lo que usted mandó. Todas las mañanas vengo y paso un trapo bien cargado con desinfectante y lavandina. Lo hago dos veces y después seco. Y para el final, hecho ese perfume de ambiente que compró.
- Algo estás haciendo mal. Ricardo te daría un voleo en el culo si viera cómo estás limpiando. ¿Qué estabas haciendo?
- Estaba terminando de cocinar. Tarta de puerros, como me pidió.
- Bueno, seguí con eso. No sea cosa que también me dejes sin comida.

Los pasos aceleran, se disipan rápido entre el parqué y los cerámicos de la planta baja. Gustavo admira la pieza desde la puerta de entrada. La vista inquisitoria con la que despachó a la empleada cambia. Se vuelve triste, hundida en el recuerdo de la agonía, el dolor, la muerte. Vuelve a llorar, sonríe. Cierra la puerta con llave, calza los patines, baja con delicadeza apoyado en la baranda. El gesto es serio, recto, seco. Llega al primer descanso, acomoda el pelo. Las canas largas tapan las entradas. Ajusta el jean, sacude la camisa, cierra el chaleco, desciende hasta el living. Deja los patines al pie de la escalera, calza los mocasines de cuero marrón. Olfatea. Perdió el aroma a muerte del cuarto, recibe con un dejo de placer el olor a la tarta de puerros que viene de la cocina.

- Graciela. ¡Graciela! ¿Podés venir, por favor?
- Mande, patroncito. ¿Qué necesita?
- ¿A qué hora va a estar la comida?
- En media hora, recién puse la tarta en el horno. ¿Espera a alguien?
- No. ¿Cuándo espero a alguien, Graciela?
- No sé, patrón. Ayer lo vi hablar con esa gente en la puerta de la casa y pensé que por ahí los había invitado a comer.
- ¿Vos fumaste polvo para hornear o sos boluda gratis? Ricardo no permitiría jamás que deje entrar desconocidos a esta casa. Y menos a unos periodistas fisgones que se interesan por el chisme antes que por nuestras vidas. Ni se te ocurra abrirles en mi ausencia, ¿entendiste?
- Sí, patrón. Como usted mande.

Serio, de un ademán, le ordena a la empleada que deje el living. La cara cambia otra vez. Con tristeza camina hacia el comedor. Acaricia la silla de la cabecera de la mesa, hecha de roble, tapizada de una pana estilo animal print. “Este Ricardo”, suspira mientras repasa con sus gruesos dedos las manchas símil leopardo del asiento. Se acomoda con pesadez. Abre el vino y se sirve en la copa de cristal azul. Bebe de un trago. Ahora la llena. Toma una campanita de plata, la agita con fervor. Un sonido penetrante retumba en la soledad de la casa. Al instante, la empleada aparece con la comida.

- ¿Le sirvo, patrón?
- Sí. Dejá de preguntar boludeces y servime la comida. Una porción y el resto dejalo en la mesa. Cuidado con el vidrio, no lo rayes que a Ricardo le costó una fortuna.
Graciela sirve con delicadeza, miedo. Corta con un cuchillo de plata largo, filoso. No quiere mirar a Gustavo. Sabe que tiene los ojos clavados en lo que hace. Se inclina, la mirada se vuelve cortante al acercase a la cara del hombre. Termina, deja la tarta donde se le ordenó.

- ¿Algo más, patrón?
- ¿Y la guarnición? Pensabas que me ibas a llenar con una tarta de mierda. Todas las comidas se acompañan con algo: ensalada, papas fritas, puré. ¡Algo! ¿Te queda claro?
- Sí, patrón. Usted me dijo que estaba a dieta y por eso…
- ¿¡Y quién mierda te dijo que tenés que manejar lo que como!? ¡Eso lo hace un nutricionista al que le pago fortunas! Vos tenés que ocuparte de la casa. Limpiar, ordenar, pagar las cuentas. Y ¡cocinar! ¡Cocinar! ¿Entendiste? Yo te sugiero el menú y vos lo ejecutás. Pero siempre, siempre, siempre, con guarnición. ¿Te queda claro?
- Sí, patrón.

Graciela camina rápido rumbo a la cocina, aturdida por los gritos. Gustavo vuelve a cambiar el gesto. Deja el aspecto recto e infranqueable por la tristeza que ostenta en soledad. Un sorbo de vino, un pedazo de tarta, come. Mira por la ventana. El sol se deja meter a través de las cortinas. “Ricardo estaría orgulloso de ver cómo manejo las cosas en esta casa”. Termina una porción, sirve otra. Come con voracidad. Corta pedazos grandes, deja para el final el repulgue para servírselo con la mano. Toma. Se sirve una y otra copa hasta terminar la botella. Está lleno. Se recuesta sobre la silla, abre el chaleco, golpea la panza. Eructa. Tose. Prende un cigarrillo, chequea el celular.

Ve dos llamadas perdidas, un mensaje de texto, otro de whatsapp. Repasa las conversaciones con Ricardo. Algunas fotos del viaje a Buzios y otras de la última vez que hicieron el amor. Fuma, llora, ríe. Lo hace todo a la vez. La vista fija en el celular. “Te amo”. “Sos mi todo”. “Cuando llegue se lo decimos a mis viejos”. Lee de manera repetida. La pantalla se ilumina con un número de teléfono que no conoce. Atiende. Después del hola, deja un largo silencio. Escucha. Mira el piso, no se mueve. “Está bien. Si es en esas condiciones, acepto”. Corta. Apaga el cigarrillo, bebe el último sorbo de vino.

 - Graciela. ¡Graciela! ¿Podés venir, por favor?
- Mande, patroncito. ¿Qué necesita?
- Ya terminé, llevate todo esto. A las cinco van a venir unos periodistas a hacerme una entrevista. Es para la televisión. Limpiá el living y cociná unos scones para recibirlos. No, mejor no hagas nada. Prepará café, té y comprá unos sadwichs de miga en la panadería. No son de paladar muy fino.
- Como usted mande, patroncito.
- Ah, pará. Llamá a la mamá de Ricardo y contale. Se va a poner contenta de ver cómo hablamos de su hijo… Vieja hija de puta.
- ¿Seguro? ¿No mandará a la policía como la última vez?
- ¡Qué va a mandar esa vieja decrépita! Vos haceme caso, llamala y contale. Me chupa un huevo lo que haga. Dale, apurate. Me voy a preparar.

Gustavo pasa una hora en el baño arreglándose para la entrevista. Se baña, afeita, recorta los pelos de la nariz. Engomina su pelo blanco, grisáceo hacia la nuca, tapa las entradas. Indaga su cara en el espejo. Repasa gestos, respuestas, imposta la voz. Ha perdido la tristeza en la mirada. Ahora está llena de vanidad, de un ego que rebalsa la bata de baño bordada con sus iniciales en dorado. El vapor lo precede cuando se dirige al cuarto. Entra al vestidor de Ricardo. Elige un traje negro, de media estación. Corbata violeta oscura con ribetes negros en formas de rosas y espinas. Los gemelos de Ricardo. Camisa blanca. Cinturón de cuero de yacaré. Zapatos negros, acordonados. Rolex de oro blanco con engarces de diamantes, las iniciales RF en el reverso. Levanta el cuello, se perfuma con la misma fragancia de su amante: “One Millon”, de Paco Rabanne. Se pasa por el pelo, los brazos, las orejas, el pelo. Desfila por la pieza. Se mira. Vuelve a ensayar frases, gestos, respuestas. Finge un llanto discreto, otro más conmovedor. Levanta la vista, fija la mirada en el espejo. “My name is Bond, James Bond”.

Con elegancia bajas las escaleras al momento que suena el timbre. Se detiene en el descanso.
- Graciela. ¡Graciela! ¿Podés venir, por favor?
- Mande, patroncito. ¿Qué necesita?
- Atendé. ¿No escuchaste el timbre?

La empleada abre la puerta y con un gesto introduce a los periodistas en el living. Son dos. Una muchacha de aspecto discreto y un camarógrafo desarreglado. Gustavo baja y saluda a ambos con la mano.
- Bienvenidos. Acompáñenme. Por acá, por favor.
Conduce a los invitados hasta los sillones mientras él ocupa una silla grande, de cedro, forrada de pana y tallada en las terminaciones. Desabrocha el saco, acomoda la corbata, mira la hora y con una sonrisa se dirige a los entrevistadores.
- Cuando quieran. Ah no, esperen.
- Graciela. Por favor, ¿puede venir?
-  Mande, patroncito. ¿Qué necesita?
- Ay, Grace. Te dije más de una vez que ahorres esas formalidades conmigo, casi que somos familia. Preguntale a nuestros invitados qué se van a servir.
Con los ojos en compota, la empleada se dirige a los periodistas.
- ¿Qué se ofrecen?
- Una café, gracias.
- A mi traeme un agua tónica o un pomelo. Estoy con acidez.
- ¡Cómo no!, enseguida. ¿Y para usted, Gustavo?
- Un café apenas cortado con crema sin batir, por favor. Muchas gracias, Grace.

Al rato, Graciela luce en una bandeja de plata el café, el cortado con crema sin batir, la gaseosa de pomelo y un plato de sandwichs de miga. Sirve en la mesa ratona, se retira en silencio. La periodista saca de su bolso un bloc de notas y una lapicera. El camarógrafo se sirve un triple de jamón y queso mientras abre la lata. Gustavo prueba el café, vuelve a su posición original, risa artificial.

- Ahora sí, cuando quieran.
- Bueno. Mientras mi compañero termina de comer, le comento de qué va la entrevista. Igual, algo ya hablamos por teléfono. La idea es que nos cuente los últimos días de Ricardo, hasta el trágico desenlace en el accidente de tránsito. Es un programa serio, nos interesó siempre la vida de los protagonistas por sus obras y no por sus escándalos. Y usted bien sabe que Ricardo se ha destacado  por su pasión, su determinación de artista para encarar cada obra. Su muerte repentina nos sorprendió, nos conmovió. Y como usted ha sido su asistente incondicional, nos interesa el enfoque personal.
- Muchas gracias por la seriedad con la que tratan el tema. La partida de Ricardo ha sido tan repentina como dolorosa. No he querido hablar hasta el momento porque no he podido. Mucho menos ante los chismes y el amarillismo de sus colegas. Usted me ha conmovido con la seriedad que trató el asunto, por eso está aquí. Responderé a todas sus preguntas sin condicionamientos. Así que cuando quieran, pueden comenzar.
- Muy bien. ¿Estás listo, gordo?
- Sí, dale. Arrancá.
- Gustavo F…

Escucha con atención mientras imagina la respuesta. Mantiene la sonrisa ficticia. Menea la cabeza en gesto de aprobación. Con una mano sostiene su mentón, en señal de atención. Con la otra acaricia la llave del dormitorio donde aún queda el perfume a muerte de Ricardo.