miércoles, 9 de mayo de 2012

Parroquiano


Abrió la puerta y el humo lo recibió con la misma violencia de las miradas del lugar. Encogió los hombros, aguantó la respiración para no toser y se sentó en la punta de la barra. Con un gesto llamó al barman y pidió un café con leche. Después de darle un sorbo a la tasa, tanteó el panorama mirando por encima de los anteojos de carey marrón y volvió a llamar al barman.
- Disculpe. Me llamo Víctor y estoy en primer año de Letras ¿Le molestaría que me quede un rato sentado observando y tomando notas del lugar?
A paso lento, el barman se acercó al muchacho y jugando con el escarbadiente en su boca contestó.
- No, parada nada. Pero no puedo responder por los clientes. No suelen tratar bien a las visitas.
Varios días atrás, Víctor había meditado en su investigación. Buscaba temas, historias, anécdotas útiles para ser usados como material literario. El bar “La Perla” quedaba a medio camino entre la Facultad y su casa, y sintió curiosidad por inmiscuirse en la rutina de ese lugar. Ese día tomó el coraje suficiente y fue con un anotador recién comprado a captar experiencias.
La primera impresión que se llevó del lugar lo descolocó. La puerta corrediza de vidrio era la antesala de un salón pequeño, en forma de L. A la derecha, la primera fila de mesas hacía dificultosa la circulación. Las mozas y los clientes eran los únicos que caminaban sin tropezar con alguna silla o llevarse por delante patas de una mesa. Del lado izquierdo, contra la pared, estaba la barra, de la misma longitud que todo el bar. Inspirada en los antiguos pubs británicos, relucía el bronce en el frente y la madera barnizada del mostrador. Copas para vino, porrones cerveceros, vasos de vidrio y tazas de cerámica blanca cubrían el espejo gastado del fondo. Víctor anotó uno y cada uno de los detalles que constituían esta parte. Se detuvo por un segundo en la antigua caja registradora que servía de adorno. Las cuentas y el dinero los manejaba un cajero escondido detrás de la humanidad del barman, sobre el extremo lindero a la puerta de la cocina.
El fondo del bar ofrecía el complemento perfecto para la bebida: el juego. De pared a pared, una hilera de cinco mesas contenían el mismo número de juegos clásicos de mesa. De derecha a izquierda se disponían en cada una el ajedrez, las damas, el rummy, el backgammon y el dominó. Todas vacías, a excepción de una que tenía a un hombre calvo leyendo el diario “La Nación”. Era la mesa del ajedrez con una partida que parecía iniciada o dejada por la mitad.
Ensimismado en sus notas, Víctor perdió noción del tiempo. Él había marcado las 18.30 como su hora de ingreso. Concordaba con su salida de la última clase y la posterior espera en la fotocopiadora del centro de estudiantes para encargar unos textos. Después de un segundo café, esta vez cortado, miró su reloj y se sorprendió al ver que ya eran las 20. Misma reacción tuvo al darse cuenta que el bar estaba casi lleno. Los asientos de la barra estaban ocupados y las mesas tenían como mínimo dos personas con todo tipo de bebidas. Percató también que el ruido de copas, el olor a comida y el murmullo de las conversaciones se había multiplicado. Observó, además, que las mesas de juego estaban llenas. La única que permanecía indemne al cambio de escenario era la de ajedrez. El hombre calvo seguía leyendo el diario y la partida continuaba intacta. Víctor se sintió atraído por este personaje y lo siguió con la mirada durante un largo rato.
El tamaño sábana del diario tapaba casi toda la parte superior del hombre. Solo la calva asomaba por el horizonte superior de la hoja de papel. La punta de los dedos de ambas manos no daban señales claras en relación a la edad; parecían manchadas por el tabaco, algo lógico por el humo que emergía entre la pelada y el diario. De la cintura para abajo, la vestimenta tampoco arrojaba pistas para reconocer la identidad del personaje. Pantalón de gabardina azul oscuro, medias del mismo tono y mocasines de nobuc marrón oscuro gastados en la suela.
Víctor observó varios minutos para ver si el hombre terminaba la lectura y podía completar su descripción. Pero la ansiedad y la impaciencia pudieron más y el muchacho no se contuvo. Con un ademán de urgencia, llamó al barman. El corpulento empleado se acercó sin apuro alguno y con el seño fruncido se agachó para escuchar.
- Disculpe. ¿Usted sabe quién es el hombre que lee el diario y juega al ajedrez? – preguntó en voz baja Víctor.
- Uyyy sabía que ibas a preguntar por él. Como te dije antes, la simpatía no es lo que reina en este lugar y justamente él es el menos simpático de todos. No lo jodas. Y si lo hacés, más vale que sepas jugar al ajedrez – contestó el barman con voz gruesa.
Víctor abrió grande los ojos que se escondían detrás de los lentes de grueso aumento y los hacían aún más pequeños. Se echó atrás y se dio vuelta con la idea de esperar una mesa vacía para sentarse y observar mejor al lector. Después de unos minutos, una pareja abandonó el lugar y dejó una mesa libre justo en diagonal al observado. De un salto y con dos pasos, Víctor cubrió la distancia que separaba la barra de la mesa y se sentó. No se detuvo en las copas sucias, las servilletas usadas y las migas de la picada. A los pocos segundos, una moza se posó delante de él y le ofreció la carta al momento que comenzaba a limpiar el desorden. Víctor apoyó la libreta sobre la madera barnizada todavía húmeda por el trapo y retomó sus notas. Pidió un porrón de cerveza rubia para amerizar el estudio. Con avidez bebió un trago y volvió a mirar la hora. Pensó por un instante en sus obligaciones sin despegar la vista del hombre calvo leyendo “La Nación”.
Terminó el porrón y de inmediato encargó otro. Al momento de finalizar el segundo copón sintió que el efecto diurético de la cerveza golpeaba la puerta de su vientre. Apurado, se fue al baño. Arrugó la cara por el olor a naftalina y mientras descargaba su orín pensaba una estrategia para abordar al parroquiano. Luego de imaginar un par de escenas posibles, decidió dejarse llevar por la improvisación. Subió su bragueta, se lavó las manos y mientras se secaba con la turbina de aire caliente repasaba su presentación.  
Salió del baño y percató que el bar estaba mucho más vacío que antes. Miró la hora: 21.30. “Es tarde”, pensó pero en el mismo acto tomó coraje para hablar con el calvo.
- Disculpe. ¿Le molesta si lo acompaño? – preguntó Víctor con la voz apretada por los nervios.
El calvo asomó su frente por el margen superior del diario y examinó pies a cabeza al muchacho. Cerró el diario, lo dobló, lo apoyó en una de las sillas desocupadas y con la mano derecha extendida señaló la silla de enfrente invitando al joven a sentarse. La calvicie decoraba la parte más alta de la cabeza, desde la frente y hasta el centro. Una cabellera marrón rojiza cubría los parietales y parte de la nuca. Un par de anteojos de carey marrón lucían pequeños ante la redondez de la cara. Piel blanca, rosada en los cachetes, y una nariz grande, morruda. Víctor encontró cierta familiaridad en el rostro del parroquiano aunque no pudo recordar de dónde podría reconocerlo. Una polera beige ajustada con visibles manchas y un saco cuadrillé verde vestían al calvo de la cintura para arriba. Una taza de café posaba ya inútil entre la panza y el tablero de ajedrez.
Con la mirada, Víctor señaló el juego y preguntó:
- ¿Ganó o el adversario se rindió y abandonó la partida?
- ¿No sabés nada de ajedrez no? – retrucó con cierta altanería el parroquiano.
- La verdad, nada. – respondió Víctor con una sonrisa.
- Me di cuenta. Igual acertaste en algo pibe. Gané – retrucó serio - Si mirás bien, el rey está volteado, lo que indica que es triunfo de las blancas. Jaque mate. ¿Sabés de lo que hablo? – completó el calvo.
- Sí eso lo sé. Le voy a confesar que lo observo desde hace un rato y me llamó la atención el tablero y su lectura. – interrumpió el muchacho.
- ¿Mi lectura? Es el diario pibe. Leer es otra cosa. Esto es entretenimiento. Además acá no puedo leer. A lo sumo puedo informarme y divertirme con alguna que otra partida de ajedrez.
- ¿Ah estuvo jugando y por eso se puso a leer el diario? – preguntó interesado Víctor.
- No pibe. Esta partida terminó hace un año o más, ya no me acuerdo. Desde entonces estoy esperando un rival digno pero no apareció ninguno. Pensé que vos venías a desafiarme, pero mis ilusiones se acabaron muy pronto. – explicó algo enojado el parroquiano.
- Le pido disculpas. No sé nada de ajedrez. Quiero ser escritor y vine para captar ideas, climas, sensaciones. Llevo más de tres horas en el bar y usted me pareció lo más atractivo. Si no le molesta, me gustaría tomar algunas notas y después lo libero – expuso el muchacho con seguridad.
- Ahhhh querés ser escritor. Mirá vos. – respondió el calvo soltando una sonrisa sobradora y mirando a Víctor por encima de los anteojos de carey marrón. Se agazapó, tomó un par de servilletas y sacó una lapicera de uno de los bolsillos internos del saco.
Víctor se quedó atónito con la pluma. Dorada, de trazo fino y con ribetes plateados sobre los extremos. Extasiado por el brillo al ritmo de las letras, el muchacho tardó en reaccionar y ver que el calvo escribía con fluidez en las servilletas. Una manuscrita casi perfecta, bella, artística. No parecía alguien escribiendo, sino un artista pintando sobre un lienzo diminuto. Después de cinco minutos y cinco servilletas de papel, el parroquiano se dirigió al muchacho.
- Ya está. Tomá pibe. Leélo y decime si te gusta. No es lo mejor que he escrito, pero seguro te va a servir. – dijo el calvo estirando la mano con las servilletas y un gesto de grandilocuencia, de generosidad intelectual.
- Gracias ¿pero qué es esto? – se intrigó el muchacho.
- Dale, no te hagas el gil pibe. Sé que me reconociste y en premio a eso te regalo parte de mi obra. No suelo hacerlo. Apenas firmo autógrafos porque me parece derrochar mi firma. Pero con vos estoy haciendo una excepción. Es un buen material para empezar una novela. Una buena novela. Y te lo doy gratis, no te pido un solo centavo de las regalías o el derecho de autor. Dale, leelo y andá a laburarlo.
Con la boca abierta y los ojos inflados por la sorpresa, Víctor leyó de corrido las cinco servilletas. Se detuvo sobre las iniciales al final del papel: “O.S”. Levantó la mirada y se encontró con la risa sobradora del parroquiano, un poco más colorado que antes y luciendo una dentadura manchada por la pipa humeante que paseaba de lado a lado en su boca.
- ¿Y? ¿te gusta? Eso que no tuve mucho tiempo y tampoco estoy en mi estudio. Pero dale pibe, decime algo.
- Es brillante. Una historia atrapante en unas pocas líneas. Pero no creo que yo pueda superar esto. Se lo agradezco – respondió nervioso Víctor.
- Te repito, no suelo hacer esto. Pero como fuiste muy respetuoso, tomálo como un regalo, una primera oportunidad para entrar en este negocio – insistió el calvo.
- No entiendo mucho a lo que se refiere, pero gracias otra vez – dijo Víctor al momento que se levantaba de la mesa. – Disculpe, me tengo que ir. Ha sido un gusto charlar con usted y espero que pueda encontrar un rival digno en el ajedrez.
El parroquiano se quedó con la boca abierta mirando al muchacho y tratando de explicarle algo. Víctor no le dio tiempo de reacción. Pagó la cuenta en la caja, guardó las servilletas en el  bolsillo, abrió la puerta corrediza con fuerza y salió. El aire frío lo devolvió a la realidad del afuera. Después de un par de bocanadas recuperó el aliento y en el camino a su casa repitió en voz baja lo mismo: “O.S”.