miércoles, 20 de enero de 2016

Mande, patroncito

En el dormitorio aún queda el perfume a muerte de Ricardo. Todo sigue igual. Hasta la silueta del cuerpo en el costado derecho de la cama. Un poco de polvo en la cómoda, los retratos, el televisor. En el parqué la mancha del vómito con sangre. La empleada repasa todos los días el piso con lavandina y perfumina, pero el olor parece perpetuo. La ventana y las cortinas están cerradas. La persiana apenas abierta, con el espacio suficiente para que se filtre un hilo de luz y haga visible la suciedad del abandono. El aire es espeso. El rastro del lampazo indica el esfuerzo por borrar la presencia de Ricardo. El despojo que escupió por su boca al momento de morir.

Acomoda la cama. No cambia las sábanas, las tiende, borra con sus manos las marcas del cuerpo. Pone el acolchado bordó con ribetes dorados en los extremos. Cierra los ojos, se escapa una lágrima. No contiene el llanto, se acuesta. Lo hace de su lado de la cama. Le da la espalda a la silueta ahora enterrada en las telas. Gira, el llanto le nubla la visión, desarma con una mano la cama y se tira de boca a la figura de Ricardo.

“¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste, Ricardo?“. Se ahoga entre la sábana que recubre el colchón y sus lágrimas. Se incorpora en cuatro patas. Los mocos y las lágrimas ruedan, caen. Otra vez se tira de boca. Olfatea, huele, quiere retener los olores que despidió su amante antes de partir. Las manos ajadas, rasposas, se entreveran con la suavidad de la tela. Se traban en una caricia torpe. Contempla la escena. Busca respuestas, pistas, señales. Se levanta. Se seca las lágrimas, chupa los mocos de la nariz, tose, acomoda la ropa e imposta la voz.

- Graciela. ¡Graciela! ¿Podés venir, por favor?
Se escuchan pasos presurosos que repiquetean en la escalera y el parqué.
- Mande, patroncito. ¿Qué necesita?
- ¿Cuántas veces te pedí que limpiaras la pieza? Todavía está ese olor pestilente. ¿Lo sentís?
- Sí, patrón. Hice todo lo que usted mandó. Todas las mañanas vengo y paso un trapo bien cargado con desinfectante y lavandina. Lo hago dos veces y después seco. Y para el final, hecho ese perfume de ambiente que compró.
- Algo estás haciendo mal. Ricardo te daría un voleo en el culo si viera cómo estás limpiando. ¿Qué estabas haciendo?
- Estaba terminando de cocinar. Tarta de puerros, como me pidió.
- Bueno, seguí con eso. No sea cosa que también me dejes sin comida.

Los pasos aceleran, se disipan rápido entre el parqué y los cerámicos de la planta baja. Gustavo admira la pieza desde la puerta de entrada. La vista inquisitoria con la que despachó a la empleada cambia. Se vuelve triste, hundida en el recuerdo de la agonía, el dolor, la muerte. Vuelve a llorar, sonríe. Cierra la puerta con llave, calza los patines, baja con delicadeza apoyado en la baranda. El gesto es serio, recto, seco. Llega al primer descanso, acomoda el pelo. Las canas largas tapan las entradas. Ajusta el jean, sacude la camisa, cierra el chaleco, desciende hasta el living. Deja los patines al pie de la escalera, calza los mocasines de cuero marrón. Olfatea. Perdió el aroma a muerte del cuarto, recibe con un dejo de placer el olor a la tarta de puerros que viene de la cocina.

- Graciela. ¡Graciela! ¿Podés venir, por favor?
- Mande, patroncito. ¿Qué necesita?
- ¿A qué hora va a estar la comida?
- En media hora, recién puse la tarta en el horno. ¿Espera a alguien?
- No. ¿Cuándo espero a alguien, Graciela?
- No sé, patrón. Ayer lo vi hablar con esa gente en la puerta de la casa y pensé que por ahí los había invitado a comer.
- ¿Vos fumaste polvo para hornear o sos boluda gratis? Ricardo no permitiría jamás que deje entrar desconocidos a esta casa. Y menos a unos periodistas fisgones que se interesan por el chisme antes que por nuestras vidas. Ni se te ocurra abrirles en mi ausencia, ¿entendiste?
- Sí, patrón. Como usted mande.

Serio, de un ademán, le ordena a la empleada que deje el living. La cara cambia otra vez. Con tristeza camina hacia el comedor. Acaricia la silla de la cabecera de la mesa, hecha de roble, tapizada de una pana estilo animal print. “Este Ricardo”, suspira mientras repasa con sus gruesos dedos las manchas símil leopardo del asiento. Se acomoda con pesadez. Abre el vino y se sirve en la copa de cristal azul. Bebe de un trago. Ahora la llena. Toma una campanita de plata, la agita con fervor. Un sonido penetrante retumba en la soledad de la casa. Al instante, la empleada aparece con la comida.

- ¿Le sirvo, patrón?
- Sí. Dejá de preguntar boludeces y servime la comida. Una porción y el resto dejalo en la mesa. Cuidado con el vidrio, no lo rayes que a Ricardo le costó una fortuna.
Graciela sirve con delicadeza, miedo. Corta con un cuchillo de plata largo, filoso. No quiere mirar a Gustavo. Sabe que tiene los ojos clavados en lo que hace. Se inclina, la mirada se vuelve cortante al acercase a la cara del hombre. Termina, deja la tarta donde se le ordenó.

- ¿Algo más, patrón?
- ¿Y la guarnición? Pensabas que me ibas a llenar con una tarta de mierda. Todas las comidas se acompañan con algo: ensalada, papas fritas, puré. ¡Algo! ¿Te queda claro?
- Sí, patrón. Usted me dijo que estaba a dieta y por eso…
- ¿¡Y quién mierda te dijo que tenés que manejar lo que como!? ¡Eso lo hace un nutricionista al que le pago fortunas! Vos tenés que ocuparte de la casa. Limpiar, ordenar, pagar las cuentas. Y ¡cocinar! ¡Cocinar! ¿Entendiste? Yo te sugiero el menú y vos lo ejecutás. Pero siempre, siempre, siempre, con guarnición. ¿Te queda claro?
- Sí, patrón.

Graciela camina rápido rumbo a la cocina, aturdida por los gritos. Gustavo vuelve a cambiar el gesto. Deja el aspecto recto e infranqueable por la tristeza que ostenta en soledad. Un sorbo de vino, un pedazo de tarta, come. Mira por la ventana. El sol se deja meter a través de las cortinas. “Ricardo estaría orgulloso de ver cómo manejo las cosas en esta casa”. Termina una porción, sirve otra. Come con voracidad. Corta pedazos grandes, deja para el final el repulgue para servírselo con la mano. Toma. Se sirve una y otra copa hasta terminar la botella. Está lleno. Se recuesta sobre la silla, abre el chaleco, golpea la panza. Eructa. Tose. Prende un cigarrillo, chequea el celular.

Ve dos llamadas perdidas, un mensaje de texto, otro de whatsapp. Repasa las conversaciones con Ricardo. Algunas fotos del viaje a Buzios y otras de la última vez que hicieron el amor. Fuma, llora, ríe. Lo hace todo a la vez. La vista fija en el celular. “Te amo”. “Sos mi todo”. “Cuando llegue se lo decimos a mis viejos”. Lee de manera repetida. La pantalla se ilumina con un número de teléfono que no conoce. Atiende. Después del hola, deja un largo silencio. Escucha. Mira el piso, no se mueve. “Está bien. Si es en esas condiciones, acepto”. Corta. Apaga el cigarrillo, bebe el último sorbo de vino.

 - Graciela. ¡Graciela! ¿Podés venir, por favor?
- Mande, patroncito. ¿Qué necesita?
- Ya terminé, llevate todo esto. A las cinco van a venir unos periodistas a hacerme una entrevista. Es para la televisión. Limpiá el living y cociná unos scones para recibirlos. No, mejor no hagas nada. Prepará café, té y comprá unos sadwichs de miga en la panadería. No son de paladar muy fino.
- Como usted mande, patroncito.
- Ah, pará. Llamá a la mamá de Ricardo y contale. Se va a poner contenta de ver cómo hablamos de su hijo… Vieja hija de puta.
- ¿Seguro? ¿No mandará a la policía como la última vez?
- ¡Qué va a mandar esa vieja decrépita! Vos haceme caso, llamala y contale. Me chupa un huevo lo que haga. Dale, apurate. Me voy a preparar.

Gustavo pasa una hora en el baño arreglándose para la entrevista. Se baña, afeita, recorta los pelos de la nariz. Engomina su pelo blanco, grisáceo hacia la nuca, tapa las entradas. Indaga su cara en el espejo. Repasa gestos, respuestas, imposta la voz. Ha perdido la tristeza en la mirada. Ahora está llena de vanidad, de un ego que rebalsa la bata de baño bordada con sus iniciales en dorado. El vapor lo precede cuando se dirige al cuarto. Entra al vestidor de Ricardo. Elige un traje negro, de media estación. Corbata violeta oscura con ribetes negros en formas de rosas y espinas. Los gemelos de Ricardo. Camisa blanca. Cinturón de cuero de yacaré. Zapatos negros, acordonados. Rolex de oro blanco con engarces de diamantes, las iniciales RF en el reverso. Levanta el cuello, se perfuma con la misma fragancia de su amante: “One Millon”, de Paco Rabanne. Se pasa por el pelo, los brazos, las orejas, el pelo. Desfila por la pieza. Se mira. Vuelve a ensayar frases, gestos, respuestas. Finge un llanto discreto, otro más conmovedor. Levanta la vista, fija la mirada en el espejo. “My name is Bond, James Bond”.

Con elegancia bajas las escaleras al momento que suena el timbre. Se detiene en el descanso.
- Graciela. ¡Graciela! ¿Podés venir, por favor?
- Mande, patroncito. ¿Qué necesita?
- Atendé. ¿No escuchaste el timbre?

La empleada abre la puerta y con un gesto introduce a los periodistas en el living. Son dos. Una muchacha de aspecto discreto y un camarógrafo desarreglado. Gustavo baja y saluda a ambos con la mano.
- Bienvenidos. Acompáñenme. Por acá, por favor.
Conduce a los invitados hasta los sillones mientras él ocupa una silla grande, de cedro, forrada de pana y tallada en las terminaciones. Desabrocha el saco, acomoda la corbata, mira la hora y con una sonrisa se dirige a los entrevistadores.
- Cuando quieran. Ah no, esperen.
- Graciela. Por favor, ¿puede venir?
-  Mande, patroncito. ¿Qué necesita?
- Ay, Grace. Te dije más de una vez que ahorres esas formalidades conmigo, casi que somos familia. Preguntale a nuestros invitados qué se van a servir.
Con los ojos en compota, la empleada se dirige a los periodistas.
- ¿Qué se ofrecen?
- Una café, gracias.
- A mi traeme un agua tónica o un pomelo. Estoy con acidez.
- ¡Cómo no!, enseguida. ¿Y para usted, Gustavo?
- Un café apenas cortado con crema sin batir, por favor. Muchas gracias, Grace.

Al rato, Graciela luce en una bandeja de plata el café, el cortado con crema sin batir, la gaseosa de pomelo y un plato de sandwichs de miga. Sirve en la mesa ratona, se retira en silencio. La periodista saca de su bolso un bloc de notas y una lapicera. El camarógrafo se sirve un triple de jamón y queso mientras abre la lata. Gustavo prueba el café, vuelve a su posición original, risa artificial.

- Ahora sí, cuando quieran.
- Bueno. Mientras mi compañero termina de comer, le comento de qué va la entrevista. Igual, algo ya hablamos por teléfono. La idea es que nos cuente los últimos días de Ricardo, hasta el trágico desenlace en el accidente de tránsito. Es un programa serio, nos interesó siempre la vida de los protagonistas por sus obras y no por sus escándalos. Y usted bien sabe que Ricardo se ha destacado  por su pasión, su determinación de artista para encarar cada obra. Su muerte repentina nos sorprendió, nos conmovió. Y como usted ha sido su asistente incondicional, nos interesa el enfoque personal.
- Muchas gracias por la seriedad con la que tratan el tema. La partida de Ricardo ha sido tan repentina como dolorosa. No he querido hablar hasta el momento porque no he podido. Mucho menos ante los chismes y el amarillismo de sus colegas. Usted me ha conmovido con la seriedad que trató el asunto, por eso está aquí. Responderé a todas sus preguntas sin condicionamientos. Así que cuando quieran, pueden comenzar.
- Muy bien. ¿Estás listo, gordo?
- Sí, dale. Arrancá.
- Gustavo F…

Escucha con atención mientras imagina la respuesta. Mantiene la sonrisa ficticia. Menea la cabeza en gesto de aprobación. Con una mano sostiene su mentón, en señal de atención. Con la otra acaricia la llave del dormitorio donde aún queda el perfume a muerte de Ricardo.

jueves, 25 de junio de 2015

De carey marrón

Cerró la puerta de la verja, levantó la pollera con la mano derecha y emprendió la marcha. Cuatro calles abajo hasta llegar a lo de Emily, profesora de pintura en porcelana que había muerto horas atrás. Los zapatos de cuero marrón apenas se veían por debajo de la falda azul con volados que bailaban al andar. La camisa de seda blanca con puntillas tenía las marcas de la lluvia que había comenzado desde temprano. La mañanita de hilo turquesa recubría el pelo recogido en forma de tupé para disimular las canas.

- Janice, ¿a dónde vas? – escuchó justo antes de cruzar el zaguán rumbo a la calle.
- A la droguería, madre. Tengo que comprar su medicina para el catarro, ¿no recuerda?

La lluvia dejó de caer justo antes de llegar a la vieja casona. Unos tibios rayos de sol ayudaron a secar la humedad de la ropa. De un pequeño bolso de mano sacó un par de guantes de tul blanco. Los agitó y los colocó con cuidado en sus manos. Acomodó la mañanita sobre los hombros, sacudió las gotas de la pollera, la blusa, se dirigió a la casa. Saludó con un ademán a dos oficiales de policía además de otros hombres que se agolpaban en el jardín frontal. No era como lo recordaba. Estaba descuidado, con los pastos crecidos y las plantas secas. Miró de reojo esa flora abandonada y subió con sigilo los tres escalones de madera del porche.

El olor detuvo su marcha. Con los ojos cerrados, y conteniendo la respiración, sacó un pañuelo empapado en colonia y se tapó la boca. Con el dedo meñique de la  mano derecha empujó la puerta entreabierta. Recogió la pollera, empezó a caminar en puntas de pie. Buscó un lugar que le fuera familiar. Le costó reconocer el vestíbulo. Los muebles estaban tapados por telas, mantas. La alfombra persa que decoraba el piso había desaparecido, los vidrios de las ventanas se encontraban opacados por la mugre.

Una madera floja del piso de parqué le hizo perder el equilibrio. Para no caerse, apoyó sus manos sobre la baranda de la escalera que salía hacia arriba, por el vestíbulo. Se incorporó, arrugó la nariz y con dos dedos se sacó los guantes de tul, ahora llenos de suciedad. El pañuelo también sufrió en el tropezón, por eso tuvo que usar su mañanita para recubrir la nariz y la boca.

Enojada y a paso firme, hizo sonar el viejo piso de madera con sus tacos anchos. Recorrió el pasillo rumbo a la sala que seguía tan oscura como la recordaba. Allí se topó con más policías que tomaban notas, recorrían el lugar. Le hicieron la venia, ella respondió con la cabeza. A la derecha de la sala estaba la puerta que comunicaba con el estudio. Allí dictaba Emily las clases luego de la muerte del señor Grierson. Se detuvo en el centro de la habitación y buscó con los ojos entrecerrados. La encontró.

Sacó otro pañuelo de la cartera. Éste era de tela gruesa y con algunos agujeros. Envolvió el picaporte y giró. El rechinar de la puerta no llamó la atención de los agentes. En un movimiento se introdujo en el estudio devenido en taller. Salvo por la mugre y algunos muebles viejos, estaba como la recordaba. El atril, el mueble con las pinturas, el escritorio con patas de marfil, la cómoda con tapa de mármol.

Presurosa comenzó a recorrerlo. Abrió un mueble con dificultad. Comprobó que estaba vacío, lo cerró de un golpe. Sin detenerse en el olor o la mugre, cruzó la habitación hacia el escritorio. Los dos cajones estaban cerrados. Hizo fuerza pero no pudo abrirlos. Buscó una llave, sin éxito. Con dos pasos en diagonal llegó a la cómoda. Inspeccionó cada uno de los cinco cajones. Primero se topó con papeles, cartas, documentos. En el segundo, algunas fotos, cuadros pequeños. A continuación, frascos de pinturas vacíos. El número cuatro con telas, frascos, pocillos de porcelana rotos. Al final, en el quinto, los pinceles.

Al verlos se iluminó la cara. El gesto inicial fue de alegría pero luego seriedad. Revolvió con velocidad. Había muchos. No sabía cuántos, pero más de cien. Todos usados, gastados por el abandono. De a puñados los fue tomando con las dos manos, sacándolos del cajón. Uno por uno los inspeccionó. Verdes, rojos, de cerdas finas, gruesas, más gordos o más angostos, de madera o marfil trabajado. Todos fueron cayendo al piso. Desesperada, indagó con ferocidad. Más pinceles rodaron por el suelo polvoriento, gastado de parqué.

Agitada, se arrodilló sin levantarse la pollera y apoyó las dos manos en los extremos del cajón abierto. Agachó la cabeza, miró. No había pinceles en la oscuridad del fondo. Secó la transpiración de la frente con la manga de la blusa, giró la cabeza. Se levantó lento. Sacudió el polvo de la falda, golpeó sus manos para limpiarlas y empezó a cerrar el mueble. Un suave ruido despertó su atención. El objeto marrón le devolvió la luz a su rostro al rodar por el cajón. Lo tomó, sonrió.

Se trataba de un pincel pequeño con arabescos de flores y ramas tallados en la superficie de carey marrón oscuro. Lo sopló, le pasó los dedos, lo frotó por su camisa. Buscó una entrada más iluminada para observarlo con detenimiento. Se acercó a la ventana y puso el objeto a contraluz. Las rosas se entrelazaban desde el centro y hacia los costados al girarlo. Mientras lo hacía, una sonrisa infantil dibujaba su rostro. El ruido de la puerta la alertó. Guardó rápido el pincel en la cartera, acomodó como pudo su tupé.

- Señorita, ¿está perdida?
- No, para nada agente. Quería recordar este lugar por última vez. Gracias.

Retocó su peinado desde la nuca al tiempo que se despedía del policía. Colocó la mañanita en sus hombros, enfiló rumbo a la calle. Una vez afuera apuró el paso para llegar pronto a su casa. Miró para atrás por última vez a falta de una cuadra. Sacó de la cartera el pincel y lo apretó fuerte con las dos manos. Lo besó en la punta pese a la dureza de las cerdas. Entró deprisa:

- Madre, ¡lo conseguí!
- Qué bueno hija, me hacía falta la medicina para la tos.

Janice no contestó. Entró en su cuarto y del primer cajón de la cómoda tomó el alhajero. Sacó el pincel de la cartera, lo acomodó, prolijo, al lado de otros pinceles de carey marrón muy parecidos a éste, pero con otros diseños. Cerró la cajita y respiró aliviada. Tomó el cepillo, se acomodó el tupé y volvió a la calle.

- Janice, ¿a dónde vas? – escuchó justo antes de cruzar el zaguán.
- A la droguería, madre. Tengo que comprar su medicina para el catarro, ¿no recuerda?

jueves, 21 de mayo de 2015

¿Y se consigue fácil?

Ramón revuelve con rapidez, repasando por enésima vez la biblioteca. De atrás para adelante y viceversa. Mira la hora: 17.50. Se acomoda el pelo y sigue la búsqueda. Rezonga, admira los estantes llenos de libros mientras se rasca la barba y frunce el ceño. Suena el timbre, se dirige a la puerta.
- ¿Quién es?
- Ignacio.
El saludo es breve, seco.
- Sentate si querés, yo sigo buscando un libro.
Ignacio asiente en silencio. Ocupa su lugar, el mismo de cada lunes: en el centro de la cama que oficia de sofá, al lado de Ramón. Viste igual que la semana anterior y que la anterior. Remera blanca, joggin negro, zapatillas del mismo color y la mochila marrón apoyada en la falda. Mira alrededor la pieza vacía mientras escucha los movimientos de Ramón en su cuarto.
Está todo listo. Dos mesitas ratonas son el centro de la sala armada para el encuentro. El sofá-cama contra la pared, sillas y sillones que completan los lugares para el resto de los integrantes del taller. En las mesas, dos termos, un mate y sendas canastas con bizcochitos de grasa. En una salados, en la otra agridulces. Vuelve a sonar el timbre y Ramón sale de la pieza rumbo a la puerta. No pregunta nada, abre.
- Buenas tardes. ¿Cómo estás?
- Hola Silvia, pasá. Tomá asiento que en un rato estoy con ustedes.

Silvia saluda a Ignacio con la amabilidad de siempre. No hablan. Escuchan atentos a Ramón que sigue en la pieza.
- ¿Necesitás ayuda, Ramón?
- No, gracias Silvia. En un rato estoy.

Por arriba de los anteojos mira a Ignacio y le hace un gesto de complicidad. El joven responde con las cejas hacia arriba. Silvia se saca la campera marrón y toma de la bolsa su libreta negra, atada con una banda elástica de goma.
- No hay caso, no lo encuentro.
- ¿Qué estás buscando? – pregunta Ignacio.
- Un libro que me regalaron hace un tiempo. Una edición de “El extranjero” de tapas duras con ribetes dorados en las letras. Lo tenía acá en la mesa la semana pasada pero desde hace unos días no lo encuentro.
- Ya aparecerá – interviene Silvia en tono de consuelo.
- Ojalá. Después del taller seguiré buscando…
- ¿De qué trata el libro? – interrumpe Ignacio.
- Es la historia de un argelino que recibe la noticia de la muerte de su madre con absoluta indiferencia.
- Un clásico de la literatura francesa del siglo XX – acota Silvia.
- Totalmente. Camus es uno de los grandes escritores del siglo pasado – completa Ramón.
- ¿Y se consigue fácil? – replica el joven.
- Sí, no es un libro difícil. Lo complicado de conseguir es esta edición, porque no se hicieron muchas. Además fue un regalo de cumpleaños y me jode un poco más haberla perdido.
- Quizás alguien te la robó – acota Silvia.
- No creo. No la saqué de acá y nunca me ha pasado en todos estos años que doy talleres.

El timbre vuelve a sonar. Sebastián se acerca a Ramón y se percata del gesto preocupado. Al mismo tiempo llegan Mara y Nuncia. Los tres entran y ocupan sus lugares habituales. Saludan a Ignacio y Silvia. Ramón mira la hora: 18.05. Otra vez timbre. Lucio entra y se ubica. Antes de cerrar, se escucha otra voz que pide no quedar afuera. Es María Ana. Con ella, ya están todos.
- Perdí un libro muy valioso, por eso ando medio preocupado – cuenta Ramón
- ¿Cuál? – irrumpe Sebastián.
- “El extranjero”, de Albert Camus.
- ¡No te puedo creer! ¿Alguna edición de colección? – agrega María Ana.
- Sí, una de tapa dura con ribetes dorados en las letras.
- Tranquilo Ramón, seguro aparece cuando menos lo esperes – aporta Mara con tono suave.
- Espero que así sea.
- Sí, seguro – completa Nuncia.
Un breve silencio indica el fin de la charla sobre el libro. Lucio prepara el mate para comenzar la ronda. Arreglan cuestiones de calendario, próximas lecturas, consignas para escribir. Ignacio permanece en silencio. Atento a la conversación de los demás estira la mano y se sirve el primer bizcochito de grasa. Mastica rápido. Algunas migas le caen en la barba castaña y ruedan hasta la panza. Levanta la mochila y se limpia. A su izquierda, Sebastián lo observa. Se cruza una mirada con María Ana que está al lado. Ambos miran a Mara que está enfrente, concentrada en la acción de Ignacio pero desde otra perspectiva.
Lucio ceba mate. El primero para Ramón que apenas lo toma de las cosas que tiene que decir. El segundo, para Ignacio. El joven chupa con intensidad, hasta hacer ese ruido típico cuando no hay más liquido. El taller sigue. Comienzan a tratar el tema del día. Ignacio permanece en silencio, asiente con la cabeza y come. Estira el brazo y se mete tres bizcochos dulces en la mano. Duran poco allí. Van hacia la boca, mastica y otra vez las migas sobre el regazo. La discusión sobre J. D. Salinger sube de tono.
- Es un pedófilo. A mi no me joden – acusa Sebastián entre las risas de sus compañeros.
- No sé si tanto. Hay un juego raro con la niñez – atempera Ramón.
- A mi me hizo acordar a “Lolita” – interviene Silvia.
- ¿La peli o el libro? – aporta Lucio.
- El libro de Nabokov. La película vi la primera y no me gustó.
- Es un peliculón, Silvia. En especial la escena donde ella juega en el parque mientras él la mira por debajo de la falda. ¡Qué bufarra! – agrega Sebastián.
Los ojos de Ignacio se agrandan al escuchar a su compañero. Se saca con la lengua los restos de bizcochos pegados en los dientes, traga apurado y pregunta.
- ¿Es muy vieja esa película?
- Hay dos versiones. Una de la década del ´60 y otra de los ´90. Es mejor la primera – responde Ramón.
- ¿Y se consigue fácil?
- En algún videoclub tiene que estar, la vas a encontrar – completa.

Salinger sigue en el ojo de la tormenta. Sebastián lo ataca, algunos lo defienden y otros lo tratan con indiferencia. Ignacio lo ignora. O eso parece. Su vista está puesta en el techo y en los bizcochitos. Mira con un dejo de enojo cada vez que alguien estira la mano hacia las canastas. Se acabaron los salados, ahora va por los agridulces. Están más lejos y eso representa un esfuerzo. Con disimulo se sienta en el borde de la cama, asiente con la cabeza, esboza un “ajá” y se lanza. Recoge tres, cuatro, los que pueda. Vuelve a su posición original, con la espalda apoyada contra la pared. Mastica, se caen las migas sobre la barba, la panza, el regazo. La mochila vuelve a su falda. No la suelta. La sostiene con las dos manos y cuando abandona su postura la mantiene firme entre las piernas.
Vuelve a tomar mate. Chupa una, dos, tres veces. El ruido y de vuelta a Lucio. Se saca la pasta de entre los dientes, traga. Asiente. Se hamaca de atrás para adelante. Vuelve a abrir grande los ojos cuando escucha:
- Dejame de joder con Salinger. Me quedo mil veces con Bukowski. Putañero, drogadicto. Escribía como vivía, no era pedófilo como este – dice Sebastián.
- “Mujeres” es muy bueno, de lo mejor que he leído de él – acota Ramón.
- ¿Dé que trata? – indaga Ignacio
- Es la historia de un tipo que se la pasa de mujer en mujer hasta que encuentra al amor de su vida. Todo contado en tono muy crudo, sexual, casi pornográfico – le indica Mara.
- ¿Y se consigue fácil? – remata Ignacio con los ojos en órbita.
- Sí, en cualquier librería lo encontrás – cierra Ramón.

Ignacio saca del jogging el celular. Mira la hora: 19.40. Estira el cuello para espiar la calle por la ventana. Agarra fuerte con las dos manos la mochila. No la suelta nunca. A su alrededor el taller sigue su curso. El análisis de la obra de Salinger entra en el epílogo. Ramón propone un par de cuentos del mismo autor y una consigna de escritura para los talleristas. El joven mira fijo los movimientos de Ramón y vuelve a sacar su celular. 19.50. Estira el cuello. Como no llega a ver, se levanta sin soltar la mochila pegada a su falda. Se sienta. Toma tres bizcochitos y come. Mastica, traga, las migas sobre la barba, la panza, el regazo. La mochila, siempre bajo control.

Para cerrar el taller Ramón le recuerda a sus integrantes los cuentos a leer y la consigna de escritura. Ignacio vuelve a mirar la hora en su celular: 20.01. Un auto se detiene justo en la puerta. Permanece estacionado, con las luces prendidas y el motor en marcha. Está inquieto. En medio de la charla se levanta y mira por la ventana. Sus compañeros lo observan en un silencio incómodo.

- ¿Estás apurado? ¿Te tenés que ir? – le señala Ramón con un tono de molestia.
- No, para nada – atina a responder Ignacio sin despegar la vista de la ventana.

El auto sigue estacionado, con las luces prendidas y en marcha. Adentro, la charla sigue. Ignacio vuelve a asomarse por la ventana y ve ahora las balizas prendidas. Se sienta rápido, con los ojos bien abiertos. Transpira. Mueve las piernas, acaricia la mochila mientras mastica los últimos dos bizcochos que quedaban en la canasta. Suena una bocina. Se levanta exaltado.

- ¿Es para vos? ¿Te vinieron a buscar? – cuestiona Ramón, enojado.
- Sí – atina a decir Ignacio mientras se para frente a la puerta.

Ramón abre y el joven sale rápido rumbo al auto gris. Un hombre calvo, con anteojos y el gesto serio espera al volante. Ignacio abre la puerta y antes de cerrar, el conductor arranca. Sigue con la vista a Ramón que saluda al resto de los integrantes del taller en la vereda. Permanece así hasta que los pierde. Se incorpora al frente y abre la mochila.

- Acá está, Papi – el regalo que te prometí.
- ¿Qué es eso hijo?
- “El extranjero” de Albert Camus. Una edición limitada de tapa dura con ribetes dorados en las letras.
- Pero hijo, no te hubieras puesto en gasto. Esto te debe haber salido una fortuna.
- No, Pa. Ramón me lo recomendó la semana pasada y acá está. Ahora es tuyo. Feliz cumpleaños, que lo disfrutes.

Sobre la falda del conductor reposa el libro. Varias cuadras atrás, Ramón y los suyos debaten la actitud de Ignacio, su hambre voraz, la falta de atención y lo poco que aporta al taller.

jueves, 7 de mayo de 2015

Cinco vueltas


Respira hondo y el aire frío le inunda los pulmones. Percibe el aroma a eucalipto y pasto recién cortado de cada mañana. Se calza los auriculares, ajusta su cronómetro en cero, vuelve a respirar y echa a andar. Son cinco vueltas, una hora o quizás un poco más.
Entra con buen ritmo al parque cerrado donde lo espera el circuito. El frío matinal se siente en las manos, que no las cubre con guantes porque transpira de más y se siente incómodo. Afuera el silencio domina la escena. No hay bocinazos, frenadas ni ruidos de la rutina diaria. Pero se hunde en su MP3 y hace que lo silencioso se torne ruidoso. La misma radio y el mismo programa que casi siempre pasa la misma música. Su respiración es metódica: aspira por la nariz y exhala por la boca con un ritmo determinado para no ahogarse ni fatigar los músculos.
A los pocos metros de comenzar lo espera la primera de las tres lomadas. Es la más complicada y por eso elige subirla primero, para que lo demás resulte menos complejo. Con la mirada saluda a dos mujeres que caminan en dirección opuesta paseando siempre a un bebé tapado de ropa en su cochecito. Corre contra de las agujas del reloj, al revés de lo que suele hacer la mayoría.
Superada la lomada, baja veloz y se mete en lo que él mismo denomina la zona oscura. Se trata de una recta baja, lindante al lago que recibe sombra a esa hora de la mañana. La recubre una leve neblina lo que hace sentir el frío más crudo. Está en pendiente y en su horizonte se divisa la segunda lomada. Es más chica, pero el cansancio acumulado la vuelve más compleja.
Desciende la segunda loma y entra en la parte más soleada del circuito. Saluda a un cuidador que emponchado en un polar verde apenas levanta la mano y mueve los ojos en señal de buena educación. Ruedan por su cara las primeras gotas de transpiración y el frío empieza a sentirme menos. A excepción de las manos, que siguen congeladas y entumecidas. La radio da las noticias. “Cuando estás apurado, no corras que es peor”, dice el locutor. Una mueca de ironía se desprende de su rostro al caer en la cuenta que escucha un programa que postula lo contrario que él hace.
Cuando el conductor habla, él pasa por el estacionamiento donde se reúne un grupo de corredores. Ve cómo se mueven las bocas y las manos y deduce que lo saludan, pero ignora esas señales. Está compenetrado en respirar: aspira por la nariz, exhala por la boca. Ahora es la música que lo atrapa cuando pasa por la ciudad en miniatura que ha servido de set de filmación para videoclips, series y alguna que otra película.
Esquiva dos perros y entra en la arboleda. Le resulta curioso que siempre en esa parte se encuentre solo. Es la antesala de la tercera lomada, la última antes de completar la vuelta. La cancha de fútbol se ve en el fondo y le da la pauta que está cerca. No se siente cansado, aunque los músculos se sienten algo duros por el frío. Evita mirar el cronómetro para no sentirse presionado. “Espero marcar buen tiempo, sino voy a tener que aflojar con la cerveza”, piensa mientras sube con esfuerzo.
Se deja llevar por la inercia y baja al trote frenado. Las pintadas amarillas en el asfalto marcan el final y el comienzo de las segundo vuelta. Cruza la línea y mira el cronómetro: 11.45. “Bien, 15 segundos abajo. A mantener este ritmo”, piensa cuando encara la recta en la segunda vuelta rumbo a la primera lomada.
Ya no le presta atención a la música, al programa de radio, a los jubilados que caminan en dirección opuesta o a las chicas que pasan cerca suyo en calzas. Los recuerdos lo invaden. Sin querer mira las canchas de tenis del club y se entristece. Cierra los ojos con fuerza para que esas imágenes desaparezcan. Trata de apagar la voz que lo atormenta desde hace meses. “Tenemos que hablar. Ya no te amo más. Me quiero separar”, escucha por un rincón de su mente. Se le cierra el pecho. No está en la zona oscura, sino que se encuentra en la cama, en la pieza, con la luz de la luna iluminando la escena que no quiere recordar. Sacude la cabeza de izquierda a derecha, seca las gotas de transpiración con el puño derecho de la remera, escupe y vuelve a escuchar la música.
Entra en la recta final para la segunda vuelta. Se apresura. No quiere chequear el reloj pero presiente que está atrasado. No se deja llevar por la inercia sino que baja con fuerza para ganarle unos segundos al cronómetro. Gira la muñeca izquierda y de reojo puede ver: 23.47. Respira con un dejo de alivio y afloja el ritmo para no cansarse de más. Todavía quedan tres vueltas. “Si sigo así entro debajo de la hora y bato mi récord”, piensa mientras saluda a los corredores que elongan en el patio de juegos, ubicado a la izquierda de la calle principal.
“¡Manga de putos! Seguro son amigos del boludo éste. Ella debe estar con él ahora. Se deben estar cagando de risa. ¡Qué hija de puta! ¡Pendeja de mierda! Era necesario cagarme con el profesor del gimnasio. ¡Forra!”. El pensamiento lo abstrae una vez más. Se van la música, los sonidos y también la visión. Pierde el sentido de la ubicación y no distingue si es la segunda o tercera. Si es la última lomada o la primera o si le falta mucho o poco. Mira el reloj y se da cuenta que se acerca la cuarta vuelta. No entiende.
Cruza la línea amarilla y chequea el tiempo: 36.12. “La puta madre. Me atrasé”. Acelera el trote para recuperar lo que considera perdido. La respiración se vuelve casi tan intensa como la carrera. Se agita, tiene calor aunque las manos siguen congeladas. Escupe, respira, vuelve a escupir. Grita. Emite sonidos guturales e insultos que nadie escucha. Él tampoco los oye. Sus oídos están ocupados en una canción, algo de Los Redondos o La Renga, no logra captar. Llora, pero no sabe si es de rabia o dolor. Vuelve a gritar. No baja el ritmo. Escupe. Pasa veloz por la zona oscura. Mira a los chicos de la escuela que juegan en el patio pegado a la palmera y sonríe.
Dos ciclistas que lo superan a toda velocidad lo asustan. Siente unas voces irreconocibles y un frío que le corre la espalda. Se da vuelta para terminar con la sospecha de persecución. Dos cuarentones con calzas brillosas y de colores flúos lo pasan en sus bicicletas que valen casi tanto como su auto. “¡Pijicortos! No entiendo por qué mierda no salen a la calle en vez de romper las pelotas por acá”. Se pierden cuando bajan la lomada. Apresura el paso. Agacha la cabeza y hace fuerza para llegar a tiempo. Vuelve a bajar con velocidad: 47.05. “¡Bien carajo! Vamos que llego antes de la hora”, se dice.
En la última vuelta se nota relajado. Hasta se le dibuja una sonrisa. Escucha el informe de deportes que da el periodista y se indigna. “No se puede ser tan burro, loco. El técnico de Quilmes es De Felippe pelotudo, no Caruso Lombardi”, grita sin poder escucharse. Se ríe. Es una carcajada que de golpe se transforma en llanto. Otra vez el pecho cerrado. Las lágrimas se secan rápido y deja de pensar. Escucha música. Se calma. Enfoca la vista en el camino y se da cuenta que le falta poco. Última lomada. “Dale, metele garra que es lo último. Vamos, Juan. Garra”. Baja rápido, cansado, agitado, sin aire. Cruza la línea amarilla, mira el cronómetro y lo detiene: 58.12. “Seeee”, grita mientras se saca los auriculares y unas señoras lo miran con un dejo de alegría.
Se agacha y agarra sus rodillas con las dos manos. Busca aire. Escupe. Respira por la boca casi, agitado. Camina rumbo a la canilla de agua. Los auriculares cuelgan del pecho y bailan al ritmo del andar. El agua está helada. Bebe mucho, se enjuaga la boca y vuelve a tomar. Cierra la canilla. Camina rumbo a la salida. Mira el circuito. Respira hondo. El sol le pega en la cara y el aire frío le inunda los pulmones. Escucha a los pájaros, el viento. Sube al auto, se va.

jueves, 3 de abril de 2014

Retrato familiar


El retrato flota en medio de la oscuridad. Un destello de luz ilumina el comedor. El estruendo mueves las paredes. Llueve. Así comenzó el día y sigue. Lucía se abraza a sus hermanos en el quinto escalón de la escalera que da al cuarto de los varones. Está empapada, tiene frío. Trata de contener a la abuela que llora en silencio. Otro relámpago. El retrato navega entre las sillas, la mesa, el mueble de los platos y todo aquello que pueda flotar. No se ve nada. Salvo esos flashes de luz.

La noche se apoderó del día y no se escucha nada, salvo el agua. No hay sirenas, no hay patrullas, nada. Lucía trata de no pensar. Mira a sus hermanos, a su abuela y piensa en su mamá que todavía no volvió. El celular se quedó sin batería después de perder la señal. El agua sube, lenta, silenciosa. Ya tapó la cocina, el living, el comedor, las piezas, y el auto. Un olor fétido la mantiene alerta. Mira sus pies manchados de alquitrán, las zapatillas amarronadas por el barro, la mierda. Se muerde la lengua para no llorar. Acurrucada en un rincón mira por la ventana.

No hay luz en toda la cuadra. Las calles son arroyos de agua. Las casas vecinas están tapadas. Se acuerda de la vieja Nelly que vive enfrente y el corazón se le hace una piedra. “¡Mamá!”, suspira sin querer pensar en lo malo. No lo puede evitar.

-          ¿Va a parar de llover alguna vez?
-          Basta, Gonzalo, no te quejes que la abuela no se siente bien.
-          ¿Y mamá dónde está?
-          No sé, hablé con ella hace rato y me quedé sin batería.
-          Por ahora acá estamos bien, pero si sigue lloviendo el agua nos va a tapar.
-          Siempre tan optimista este pendejo.
-          Basta, Mauricio, no se peleen. No me vuelvan loca. Traten de dormir.
-          Son las diez, tengo hambre antes que sueño.
-          Bueno, calláte entonces.
-          Sí, calláte pendejo.

La abuela está recostada en la cama. Dormita. Lucía se acerca y la consuela. Es la única que quedó seca de los cuatro. Los tres hermanos llegaron para socorrerla y la subieron a la pieza. Los esfuerzos por salvar algunos electrodomésticos se agotaron cuando se cortó la luz.

-          El perro. Tengo que buscar a Polo.
-          Dejálo, Mauricio, debe estar ahogado ya.
-          Calláte, pendejo, te voy a cagar a trompadas.
-          Gonzalo tiene razón. Quedáte acá.
-          Me importa un huevo lo que digan ustedes, lo voy a buscar igual.

Mauricio baja las escaleras con sigilo. Está oscuro. Se agarrra de la pared para no caerse. Mientras, llama a su mascota. “Polo, vení. Polo, Polo, Polo, venga. Vamos, venga”. Sin respuestas. Baja un par de escalones más. El agua le llega a la cintura. Mide 1,82. Sabe que de seguir bajando tendrá que nadar en esa podredumbre. Se toma un instante y continúa. Llega a planta baja, tapado hasta los hombros, con la cabeza en alto y un gesto de asco constante. Camina con esfuerzo, empuja contra la corriente que viene desde la calle. Se topa con muebles, sillas, libros que flotan. “Polo, Polo ¿dónde estás?”, grita entre dientes. El perro no aparece. La heladera tapa la entrada principal y no lo deja salir. Decide volver a la pieza. En el retorno encuentra el retrato, dado vuelta.

-          ¿Y el perro?
-          No aparece, está imposible abajo. Es un asco. Perdimos todo. No lo puedo creer.
-          ¿Qué decís nene?
-          La verdad, Gonzalo. No tenemos nada. La heladera está cruzada sobre la puerta, el auto hundido. La casa de la abuela debe estar peor.
-          Y mi pieza. No quiero pensar lo que debe ser mi pieza.
-          Sí, Lu. Tu pieza debe ser como el resto de la casa.
-          No llores Lu, tranquila.
-          Mirá lo que encontré. Flotaba dado vuelta.

Lucía se seca las lágrimas con la manga del buzo sucio y entrecierra los ojos para ver mejor. La madera está ablandada, mojada, pero la foto intacta. Ella en el centro, radiante con su sonrisa perlada, los cachetes ruborizados, el pelo recogido con detalles de flores rococó y el vestido blanco. A la derecha, Mamá, con su vestido azul francia y la mirada nerviosa. A la izquierda, Gonzalo y Mauricio. Ambos con camisa blanca y corbata azul. Arriba, en el medio, Papá. Los mismos cachetes ruborizados, disimulados por una barba tupida entre castaña y colorada. Ojos pequeños, color canela, y una sonrisa tímida. Traje azul oscuro, camisa blanca, corbata celeste. Lucía llora. Aprieta el retrato con las dos manos y mira fijo la escena familiar. Gonzalo se acerca y la consuela. Mauricio observa por la ventana para no ver el llanto de su hermana.

-          No tendría que haber traído esa foto.
-          ¿Cómo que no? Menos mal que la trajiste. Si la perdemos, Mamá nos mata.
-          No es por eso. Mirá como te pusiste.
-          Es la emoción. Nada grave, no te preocupes.
-          ¿Sigue lloviendo?
-          Sí, no para.
-          ¿Dónde estará Mamá?
-          Seguro que se quedó en lo del tío y como no hay celulares, no nos pudo avisar.
-          O por ahí se ahogó como Polo.
-          Calláte, pendejo. ¿Cómo vas a decir eso? Ni Polo ni Mamá se ahogaron. Cortála.
-          Se pueden callar. Es increíble que ustedes se preocupen más por pelear que por ver cómo salimos de esta.
-          ¿Y a dónde vamos a ir?
-          A pedir ayuda.
-          Está lloviendo, Lucía, no podemos ir a ningún lado.
-          Además, mirá la calle. Es un río. Y no podemos dejar a la abuela sola.
-          Bueno, entonces cállense y no se peleen más.

Ya no llueve. Silencio. Se escucha el lento respirar de la abuela recostada en la cama de Mauricio. Acurrucada en la ventana, Lucía se fija en la calle. Abraza el retrato y acaricia la foto. Llora, vuelve a mirar la cara de Papá, su rostro, las lágrimas ruedan por los cachetes ruborizados. Lo aprieta contra su pecho y mira al cielo. Los hermanos duermen en la otra cama. No hay noticias de Mamá. Una lancha de los bomberos pasa iluminando las casas. Nadie sale. Cansada, se recuesta contra la pared. Duerme.

-          Lu, despertate. Dale, Lu… ¡Lucía!
-          Pará nene, ya te escuché. ¿Qué pasa?
-          Están llamando los bomberos abajo, ¿qué  les digo?
-          Dejá, voy yo. Quedate con la abuela. ¿Y Mauricio?
-          Salió a buscar a Polo y todavía no volvió.
-          ¡Qué pibe éste! No se puede quedar quieto un minuto. No te muevas de acá. Ya vengo.

Lucía baja las escaleras. Dejó de llover hace rato y el agua bajó un poco. En puntas de pie, con algo de temor y mucho asco, camina hasta la puerta. La heladera está a un costado, flota pero no obstruye la salida. El auto sí. Con cuidado, se acerca hasta la calle luego de sortear el vehículo hundido.

-          ¿Todo bien, señora?
-          Sí, oficial.
-          ¿Necesitan algo?
-          Agua. Estamos con mi abuela.
-          No tenemos, señora. ¿Quiere que la traslademos a algún lado?
-          No. Ya está. Esperemos que no vuelva a llover. Además no vino mi mamá y no queremos irnos.
-          Bueno. En un rato volvemos.

Vuelve lento. Trata de no pensar en lo que hay abajo y roza sus pies. Cierra los ojos. Evita oler. Una mezcla de cloaca con petróleo vuelve el aire espeso, difícil de respirar. Sube las escaleras y se acurruca en el mismo lugar de toda la noche. Abraza el retrato y se recuesta contra la pared.

-          ¿Qué te dijo el bombero?
-          Nada. Si queríamos ser evacuados. Le dije que no.
-          ¿Cómo que no? ¿Qué vamos a hacer acá?
-          Esperar, Gonzalo. Eso vamos a hacer. No llueve. Mauricio y Mamá andan por ahí. No nos podemos ir. Además, sabés lo que nos va a costar a nosotros llevar a la abuela hasta el gomón. ¿Sigue dormida?
-          Sí. Parece mentira. Nosotros acá y ella durmiendo como un angelito.
-          Está así porque yo le di la pastilla. Sino, hubiera sido peor.

Gonzalo se acuesta. Lucía cierra los ojos en busca del sueño perdido y se apoya contra la pared.
El sol la despierta. No entiende dónde está. Mira por la ventana y ve que el agua sigue bajando. Otra vez el olor. Deja el retrato y baja. No hay señales de Mauricio ni de Mamá. “¿Dónde se metieron estos dos?”. El agua llega por los tobillos. Animada, sube y despierta a su hermano.

-          Gonzalo, vení. Ayudáme a mover las cosas.
-          ¿Qué? ¿Estás loca, vos?
-          No, dale vení. Empecemos a ordenar y limpiar.
-          Bueno.

Los hermanos miran la escena. La heladera apoyada en un rincón, con las puertas abiertas. Un televisor boca abajo se choca con el equipo de música. Lucía suspira, se arremanga el buzo y empieza. Los objetos se le resbalan de las manos. Están engrasados y embarrados. Respira hondo para no vomitar. Apoya el microonda en la mesada y le indica a su hermano que haga lo mismo con el equipo de música y la tele. Despejan la cocina. Llevan los electrodomésticos al patio, menos la heladera que sigue pesada y difícil de mover por el agua. Se acuerda de su pieza, la de Mamá y la de la abuela. Camina rápido, con esfuerzo por el peso del agua.

Entra a su cuarto y rompe en llanto, pero silencioso. No quedó nada. O sí, pero todo está destruido, mojado, arruinado. La ropa flota por la habitación. El ropero deformado, hinchado. La cama, corrida de lugar. Libros, papeles, discos, apuntes, cartas, fotos, se bambalean al ritmo del oleaje que produce su andar. Las cortinas están manchadas, mitad blancas, mitad negras. Sale. Recorre la casa y encuentra escenas similares.

Mauricio se asoma por la reja de la entrada y llama a su hermana.
-          ¿Dónde estabas, nene?
-          Fui a buscar a Polo, pero no hubo caso. Y de paso me fui a lo del tío a ver si estaba Mamá.
-          ¿Y? ¿Estaba ahí?
-          Sí, le dije que se quedara. Vine caminando porque es imposible andar en auto. No sabés lo que es la ciudad, Lu. Un desastre.
-          Con mirar nuestra casa me alcanza.
-          En una hora viene el tío a buscar a la abuela. ¿Y Gonzalo?
-          Está tratando de ordenar un poco la pieza de Mamá. Perdimos todo Mauricio, todo.
-          No llores, Lu. Ya está. Al menos estamos bien.
-          ¿Y a quién le importa estar bien? Dejáme de joder.
-          ¿Qué pasa acá? Me cagan a pedos a mí y ahora se pelean ustedes.
-          Vení, pendejo, acompañáme a lo del tío así lo guiamos para que venga a buscar a la abuela.
-          ¿Y Mamá?
-          Está con ellos.
-          Vayan, yo me quedo con la abuela. Voy a despertarla y prepararla para darle la noticia.

Sube lento las escaleras. Cierra los ojos. Se acerca a la cama y acaricia el pelo de la abuela. Le da un beso en la frente y la mueve despacito para despertarla. Mira la pieza. Busca el retrato. Lo abraza. Besa el rostro de su papá y vuelve a con su abuela. La señora se incorpora, adormecida. Mira a Lucía, al retrato y sonríe. “Qué lindo la pasamos en tus 15, Lu”. Lucía se ríe, llora, abraza a su abuela, al retrato.  

jueves, 27 de marzo de 2014

Polvo volátil

El pincel delineador pasa suave por el filo del párpado. Primero hacia afuera y después para adentro, así fija el color negro con una línea fina casi imperceptible. Repite la acción en el otro ojo. Toma el rímel, resalta las pestañas con un tono oscuro, entre violáceo y gris metalizado. Se moja con saliva el dedo índice y corrige un detalle. Toma el mentón, eleva unos milímetros el rostro y se aleja para adquirir perspectiva. Repasa otra vez las pestañas, ahora con el arqueador para darles la forma definitiva.

Revuelve el estuche hasta dar con el corrector. Se empapa el índice y deja tres manchitas en ambas ojeras. Esparce repiqueteando con sus dedos cerca de los ojos hasta los pómulos. Toma el mentón, baja unos milímetros el rostro y se corre hacia la derecha. Después a la izquierda, evitando hacer sombra sobre su obra. Junta los labios, se rasca una mejilla con el pincel y suspira. Vuelve al estuche.

Saca el rubor y lo aplica con sutileza. Apenas carga las cerdas del pincel, repasa con suavidad por ambos cachetes. Se aleja, da un paso a la derecha, uno al centro, otro a la izquierda. Corrige la luz. Asiente con la cabeza y mira la hora. “Va a sonar el despertador”, piensa. La chicharra de la alarma no la sorprende. Apaga el reloj, se dirige a la cocina y prepara el desayuno.

—Buen día, mami, ¿cómo estás?
—…
—Te hago el té con leche. ¿Quéres tostadas de pan blanco o negro?
—…
—Ya sé que siempre comés negro, pero por ahí querías cambiar un poco. Compré una mermelada de arándanos que te va a encantar.
—…
—No seas así, mami. Sabés que los arándanos se parecen a los frutos silvestres. Cambiá un poco ese humor.

El silbido de la pava marca el comienzo de la preparación. Cinco cucharadas de té en hebras, un chorrito de agua fría y después de unos segundos el agua hirviendo. Dos minutos en reposo y listo para servirse en la tetera blanca de porcelana con finos arabescos azules. El resto del juego está en la mesa. Las tazas, el jarrito con leche tibia, los platos y las cucharas de plata herencia de la abuela.
Llena hasta la mitad la taza. El té humeante, negro, empaña los cachetes de la madre. Un chorro largo de leche tibia tiñe el recipiente de un color más claro. Ahora se aboca a su taza. Sirve casi hasta el tope y la decora con dos gotitas de limón. Unta las tostadas con la mermelada de arándanos. Dos en el plato de enfrente, otras dos para ella.

—Y, mami, ¿está rico el té?
—…
—Es importado. Me lo trajo una clienta de Inglaterra en señal de agradecimiento. ¿Viste que es un poco más dulce que el nuestro? Lo dejé un rato más en reposo porque sé que te gusta bien negro. Igual no entiendo porqué le ponés leche, pero bueno.
—…
—¿Miraste las noticias? ¿Querés que ponga a Mauro un rato? Los noticieros de la mañana son muy aburridos, pero el de él me hace acordar a nuestras épocas. ¡Cómo nos divertíamos!
—…
—Es verdad, terminó siendo nuestra ruina pero no digas que no la pasábamos bien. Todos los días emperifolladas como dos reinas, sentadas en esos sillones caros, hablando y opinando de todo. En fin…
—…
—¿Terminaste? ¿No vas a tomar más? Serás tozuda, no tocaste las tostadas con mermelada de arándanos. Está bien, mañana compro la de frutos rojos y listo. ¿Contenta?
—…
—Bueno, te dejo así me pongo a trabajar.

Levanta la mesa, deja todo en la bacha de la cocina. Entra al baño, se lava la cara. Recoge su largo y oscuro pelo en una cola de caballo bien tirante. Se lava los dientes, las manos, se ata la bata de satén blanco que recubre el déshabillé rosa con encajes blancos en el pecho. Chancletea hasta encajar en sus pies en las pantuflas y vuelve al trabajo.

Prende la luz y acerca la silla con rueditas. Revuelve el estuche hasta dar con los pintalabios. No se decide. Rojo, morado, marrón o violeta. “Tiene que ser discreto”. Se decide por uno rosa, con un leve tono fucsia. Con el delineador dibuja primero la parte superior y luego la inferior. Lo hace despacio. “La boca es la zona más sensible”. Después rellena lo que queda con el rouge y retoca con un cotonete empapado en alcohol. De un empujón con las piernas se aleja para admirar lo hecho hasta ahí. “Creo que ya está”.

El aromatizador de ambiente larga la estela de aire perfumado. Aires de montaña con reminiscencias cítricas y madera. Así se lee en el aerosol. Una gota de sudor nace en la frente, baja por la mejilla dejando una huella entre turquesa y verdosa. “La puta madre. Este calor de mierda me arruina todo”. Se huele la axila derecha, seca los bigotes de transpiración y prende el aire acondicionado. Primero en 20, después en 19, por último en 18 grados. “Y ahora cómo carajo soluciono esto”, magulla entre dientes.

Prende el reflector de luz negra. Apaga las luces y repasa con detalle las imperfecciones. Las corrige con el pincel del rubor. Un par de trazos leves, las cerdas acarician la cara. Corrigen de a poco las manchas y el surco dejado por la gota de sudor. Acerca su rostro a la obra. Cierra los ojos y abre las fosas nasales. Olfatea con detenimiento. Frunce la nariz, contiene el estornudo, se frota. Piensa. “Polvo volátil. Eso. Así lo soluciono”.

Revuelve el estuche de los cosméticos y saca el frasco transparente con un polvo color piel. Apoya un pincel de brocha gorda. Con suavidad lo esparce por todo el rostro. De arriba hacia abajo, de izquierda a derecha. Con un algodón apenas humedecido corrige las imperfecciones. Acerca la cara, huele, sopla. “Listo, ahora sí. Voy a dejar el aire en 16 así el calor no me rompe más las estructuras”.

—¿Todo bien mami? ¿Qué estás haciendo? ¿Querés que apague la tele y ponga la radio?
—…
—Bueno, ta bien. Te dejo la tele pero bajá el volumen porque estoy terminado un trabajo que entrego en menos de media hora y no me quiero desconcentrar.
—…
—Y bueno, mami, ¿qué querés que haga? Esto nos da de comer. Todo lo que nos dejó estar de aquel lado del aparato se esfumó con tu enfermedad. Ahora ya estás bien pero hay que pagar deudas. A mí me gusta.
—…
—El olor lo sentís vos. Los vecinos no se quejan. Además siempre mantengo limpio y ventilado.

El timbre la altera. “Mierda. No me digas que es el empleado”. Mira la hora. 11.50. “Justo hoy se le dio por ser puntual a este pendejo”. Con un tono de voz amable atiende el portero eléctrico. Aprieta con fuerza los dos botones que abren la puerta del zaguán. Chancletea apurada. Se cierra la bata, acomoda su pelo, espera firme de frente a la puerta. Casi al momento que suena el timbre, abre.

El joven saluda con vergüenza. Viste un traje negro, camisa blanca y zapatos gastados al tono. Peinado a la gomina, perfumado con colonia, sonríe cuando es invitado a pasar. Casi no levanta la mirada del piso y permanece con las manos entrelazadas al frente, a la altura del vientre.

—¿Querés tomar algo? ¿Café, té?
—No, señora, se lo agradezco. Hagamos rápido el trámite así el patrón no me reta.
—Despreocupate. Vení, acompañame al estudio que te entrego todo.
El joven asiente y sigue los pasos de ella con cautela. A medida que se acerca a la habitación siente el vaho que lo envuelve. Contiene la respiración pero al instante tapa su boca y nariz con la mano. En el camino pasan por la cocina y divisa una figura estática, impávida, sentada frente a un televisor con el volumen alto. El olor lo mantiene ocupado y el apuro por irse lo inquieta.

—Acá está. ¿Querés que te ayude a cerrar el cajón?
—No, gracias señora.
—Bueno, como quieras. Lo único que te pido es que tengas cuidado cuando bajás con el carrito por si se corre el maquillaje. No quiero que se arruine mi obra maestra.
—No se preocupe, señora. ¿Me firma acá?
—Listo. Y tomá, por la molestia de venir hasta acá.

El muchacho acepta el billete de 100 pesos con pudor. Lo guarda en el bolsillo del saco y comienza a arrastrar el carrito donde posa el ataúd. Es pesado, le cuesta moverlo. Otra vez pasa por la cocina. Esta vez más lento por el peso del carro. Se sorprende por ver la escena repetida: la figura estática, el televisor, el volumen altísimo. Ahora observa. Una y otra vez. Detiene la marcha. Su vista está fija en la escena de la cocina. La anciana rubia, pétrea, sobre la silla. Maquillada con colores fuertes, llamativos. Lleva un camisón de seda negro largo. El rostro duro, los ojos perdidos. El olor que viene de allí es aún más fuerte que el de la habitación anterior. Entre asustado y curioso, recorre despacio la distancia entre el pasillo y la anciana. A unos dos metros, se transforma.

Un grito de terror supera al volumen del televisor. El joven corre hacia el cajón, busca la salida. Ella trata de persuadirlo, de contenerlo con gestos y más billetes de 100 pesos que asoman por ramilletes en la mano derecha. El muchacho grita: “No, no, no”. Empuja con fuerza el carro, abre la puerta y toma el ascensor.

—¿Me querés explicar qué le hiciste a ese pobre chico que salió aterrado?
—…
—¿Acaso le contaste de nuestro pasado o de quiénes éramos diez años atrás?
—…
—Dejáme de joder, mamá. Estoy impecable. Este déshabillé lo estrené el día que me casé con Poli y está perfecto. No se asustó por mí, se espantó por vos.
—…
—Como quieras, voy a ordenar el estudio y me voy al gimnasio. Seguí con la tele.

Entra al cuarto y elige la ropa. Calza negra, musculosa roja, zapatillas grises. Se cambia con calma. Suena el timbre. Apura el paso y atiende. Se sorprende. Aprieta con fuerza los dos botones del portero eléctrico. Se arregla el pelo y espera frente a la puerta del departamento. Antes que suene el timbre, abre.
Dos oficiales de policía la saludan.
—¿Señora Fernanda Villar?
—Sí, soy yo.
—Tenemos una denuncia por malos olores y queremos saber si podemos inspeccionar su inmueble.
—¿Una denuncia por mal olor? Si mantengo todo impecable, ¿en qué cabeza cabe?
—Ya es el quinto llamado que recibimos de los vecinos. ¿Podemos pasar?
—Sí, pasen.
—…
—Es la Policía, mamá. La yegua del 5° o el cornudo del 8° o cualquiera se quejó por malos olores. Pero ya se van.
—¿Con quién habla, señora?
—Con mi mamá que está en la cocina.
El oficial la aparta con el brazo y se dirige a la cocina. Desde el pasillo percibe el olor nauseabundo, se lleva un pañuelo a la boca. Al llegar, se espanta. Da unos pasos hacia atrás, a los tumbos, mientras manotea el handy.
—Guzmán, llamá a Policía Científica y a la morgue. Tenemos un cadáver en avanzado estado de descomposición.
—Pero ¿que está diciendo? ¿Perdió el sentido acaso?
—Señora, nos va a tener que acompañar. Esta mujer está muerta y tenemos que determinar las causas.
—¿Cómo que muerta? Mamá, explicale al señor que el olor es por tu enfermedad.
—…
—Mamá, te lo pido por favor. Explicales a estos policías que no estoy loca.
—…
—Mamá, no te rías y decí algo. Toda la vida cuidándote y ¿me pagás así?
—…

Uno de los agentes la toma del brazo y la lleva hacia la puerta. Fernanda se resiste. Hace fuerza para que no la lleven. El oficial pide la ayuda de su compañero y entre los dos la arrastran afuera del departamento. Sigue gritando.
—¡Mamá! Di la vida por vos y ¿así me pagás? Olvidate de las vacaciones en Punta del Este. Cuando le cuente a Poli lo que hiciste se te corta el chorro.

Los gritos se disipan en el pasillo y bajan por el ascensor. En el departamento, el televisor sigue a todo volumen. El cadáver de la madre, pétreo, con el maquillaje corrido por la humedad que en—tró al dejar la puerta abierta.

jueves, 2 de enero de 2014

Las Marianas

La mosca se posa en la sien y se espanta ante la gota de transpiración del pelo que cae en cascada rumbo al cachete. El zumbido lo despierta inquieto y el sol le da la bienvenida con la furia de febrero. Se incorpora en el asiento trasero y despega su remera mojada de la cuerina sintética. Mira por la ventanilla para encontrarse con el mismo paisaje: campo, alambrado y vacas. Por el retrovisor, la mirada de su padre devuelve una sonrisa. Su madre, atenta a la comunicación, rompe el silencio.
—Buen día, dormilón. Ya era hora. En un ratito llegamos.
Responde con una mueca de indiferencia y pega su cabeza contra la ventanilla que está mitad abierta. El viento cálido de la ruta le revuelve el pelo renegrido. Los mechones golpean el vidrio del lado de afuera con su cara transpira pegada al vidrio. Mira el camino con un dejo de resignación. Piensa: “Otra vez febrero, otra vez Navarro, otra vez Las Marianas”.
Las Marianas es un pueblo perdido de la provincia de Buenos Aires lindero a Navarro, donde fue fusilado Manuel Dorrego a manos de Lavalle. Se trata, además, del lugar natal de su madre y toda su familia. Irlandeses que llegaron al país en busca de una mejor vida y un mejor clima. Allí se instalaron y desplegaron sus costumbres: la buena cocina, nombrar a sus hijos en inglés y un glosario de enfermedades derivadas de alcoholismo.
—Vamos derecho al campo —indica su madre al padre, que asiente sin decir nada.
La resignación se transforma en tedio anticipado. No hay TV y la casa tiene ese olor a guardado que nunca se va por más que se ventile. Los tábanos son los amos y señores del parque, y por el amplio espacio del campo de 64 hectáreas el calor es el rey. No hay pileta, sólo un tanque australiano que sirve para riego, con piso de barro y un verdín permanente. El refresco lo proporciona una bomba cerca de la ligustrina que casi siempre está sitiada por avispas. La vida silvestre se completa con un par de caballos viejos y parcos para la montura, perros sucios, gallinas, gansos y todo tipo de ratas.
Estar ahí más de un día es un suplicio para él. La TV es su mejor amiga y sabe que no estará disponible en todo el fin de semana. El rifle de aire comprimido es para los grandes. Andar en tractor es suicida porque el sol pega duro y todavía le duele la espalda de las quemaduras en las vacaciones playeras. Tampoco hay chicos con los que pueda pasar el rato. Sus primos son porteños y odian el campo tanto como él. Sus hermanos son mayores y se juntan con los adultos. No le queda otra que ser una carga para sus papás, sus tíos y su abuela.
El auto entra en el camino de asfalto y recorre los pocos kilómetros que separan Las Marianas de Navarro; deja una estela larguísima de polvo. Por pedido de su madre sube la ventanilla y el calor se vuelve insoportable. El Renault 12 blanco acelera mientras desfilan a su paso plantaciones de maíz y girasol.
—Ahí viene el cruce, agarrate —grita su papá, emocionado.
Se afirma al asiento de atrás mientras pasan el cruce ferroviario a toda velocidad, haciendo vibrar el auto. Las risotadas de los tres cortan la monotonía que reaparece con la llegada a la tranquera.
—Ma, ¿puedo abrir? —interrumpe.
Su madre asiente con la cabeza y sale disparado hacia la enorme puerta de madera. Es lo único que lo entusiasma de visitar el campo. Mira el sendero y en el horizonte divisa la casona. El bocinazo lo saca del trance y de un salto sube para recorrer los pocos kilómetros hasta el destino final.
Del silencio de la tranquera al concierto de chicharras, palomas, chajás, vacas y gallinas. Otros saldrían disparados a jugar con los animales, a comer quinotos o cazar cuises, pero él no siente esa atracción. Escucha estos sonidos y extraña aquellos que le son familiares: bocinas, frenadas, motores, ciudad.  Su angustia se completa con el calor.
Los febreros se visita el campo, casi como tradición. No hay lugar donde se escape del calor. Ni en la galería, ni en el tanque australiano ni en la bomba. Quizás se alivia un rato, pero de inmediato llegan los bichos. Está todo el tiempo transpirado, incluso sentado. Añora el invierno y su ritmo de vida. El despertar de su padre a la mañana, el olor a pan tostado mezclado con café, el sabor de la chocolatada tibia que entra a la garganta, los scones hechos por mamá, el lemon pie de la abuela, los dibujitos de la tarde y la galletitería de la esquina atendida por el visco. Nada de eso existe en verano.
Al caminar por el pasto lo recibe un bicho colorado que lo pica y le saca ronchas en las piernas. Alérgico, se lamenta porque sabe que estará todo el fin de semana rascándose y maldiciendo el día que lo llevaron al campo. Su madre le pasará talco y agua con alcohol, pero la picazón seguirá hasta que se vuelva cáscara.
—¡Al final llegaron! —dice la abuela—. Vengan que hice manteca para el desayuno.
La comida. Ni la manteca, ni el queso, ni la leche ni el dulce de leche hechos en el campo son de su gusto. Le da un profundo asco ver su proceso de elaboración. Su abuela, nacida y criada en Las Marianas, ignora que él desprecia esto y le prepara chocolatadas con leche recién ordeñada. Un sorbo, una expresión de asco y a la pileta de la cocina. Come galleta dura con dulce de durazno y sale despedido de la cocina. Se entristece al saber que estará todo el fin de semana tomando té o mate cocido con tal de evitar la leche casera.
—No te preocupes, mamá, es así. No le gusta nada. Es un caquita.
—Esta leche es mejor que la de sachet y esta manteca más sabrosa. ¿Cómo puede ser que no te guste? —completa su padre guiñándole un ojo.
A los días agobiantes se le suman noches eternas. Los colchones de pluma de gallina son incómodos y los ruidos constantes lo aterran. Piezas amplias que se comunican por numerosas puertas. Cada dos habitaciones hay un baño, casi tan grande como los ambientes anteriores. La tabla rota del inodoro le pellizca la cola y el bidet le queda grande. No hay ducha. El agua se calienta en ollas y se sirve en regadera; la fría es de la bomba y es como un hielo. Apenas entra una rendija de luz se despierta, cansado de dormir mal y tener pesadillas.
Mientras su abuela mata gallinas, su madre lava verdura en la bomba, su tío anda en el tractor y su padre limpia las herramientas del taller, él decide investigar la casa. Abre puertas y más puertas para llegar siempre a la cocina. Una sola está cerrada con llave y eso lo intriga. Ensaya un interrogatorio pero su madre le contesta con una generalidad:
—No hay nada ahí, se guardan cosas viejas nada más.
En el comedor los retratos lo intimidan. Fotos en blanco y negro de personas muy jóvenes, la mayoría, muertas. De grande, entenderá que el cáncer es la enfermedad común de la familia materna aunque una consecuencia de adicciones  mortales como el cigarrillo o el alcohol. Un bigotón con los ojos chicos y una elegancia ajena al resto, le llaman la atención. Toma el pesado portarretrato de bronce y le pregunta entusiasmado a su mamá.
—Ese es mi abuelo, el irlandés. William se  llamaba. Él fue quien inició la tradición acá en Argentina. Murió antes de los cincuenta por cáncer de colon. Un borracho divino, según contaba mi papá. Desayunaba brandy y en plena noche se despachaba con una copita de licor de huevo.
Cuando su madre contaba la historia él pensaba en los parientes que no había conocido: el abuelo John, el tío Mike, la tía Maggie, y apenas a la tía Mole. Muertos a edad temprana. Todos borrachos.
La investigación ya no le parece divertida. El mecano oxidado se lo llevó su primo y el rifle de aire comprimido lo tiene su tío para espantar teros. Todavía lo intriga la puerta cerrada con llave. Piensa qué puede esconder mientras gira y gira colgado de la columna de la galería. Entiende que lo mejor será ir y preguntarle a su padre.
El taller, o galpón, como lo llama su tío, es una habitación que servía de baño para los peones en el apogeo de la producción. Ahora es un depósito de viejas miserias y chucherías inservibles, ideales para su papá: “arreglatutti”. Abre la puerta con cautela y lo observa en cuero, con las manos llenas de grasa, tratando de reparar el motor de la bomba.
—Si esta mierda anduviera no tendríamos que bombear a mano el agua. Pero no hay caso, no encuentro qué tiene roto.
Indaga el galpón. No entra ni un alfiler de la mugre y las porquerías que hay. Motos, bicicletas y hasta un auto yacen sin vida en ese lugar caluroso, con olor a grasa y mierda de gallina. Ve un machete y lo toma sin pedir permiso. Mientras juega a ser el “Zorro”, le pregunta sutilmente a su padre que hay en la habitación cerrada.
—Mugre, que va a haber. Algunos muebles viejos y las cosas de tu abuelo John. Nada que le interese a un chico como vos.
Recuerda que la pieza da al patio y puede espiar por la ventana para desterrar el misterio. Besa a su papá y escapa. Agitado llega al patio y ve a su abuela  en el tendedero colgando sábanas. Pero ella no lo observa. Sigiloso, se acerca a la ventana y se asoma tapando su cara con las manos para ver mejor.  La abuela nota su presencia.
—¿Qué usted hace ahí?, ¿qué espía?
No sabe qué decir, está paralizado por la vergüenza. Un tibio “nada” le sale cuando el reto se hace más grande.
—¡Vaya a jugar con los perros! ¡Ahí no hay nada que le interesa a usted! ¡Vamos, su ruta!
Cuando pregunta si esa es la pieza del abuelo John, los ojos de la anciana se llenan de lágrimas y la voz se ahoga de bronca.
—¡Qué le importa a usted! ¡Raje de acá! ¡Le voy a decir a su madre que se anda metiendo donde no debe! ¡Fuera, vamos!
Pega el mentón al pecho y camina hacia la planta de duraznos. Arranca uno, lo lustra con la remera y come. Es lo único que le gusta de allí: los duraznos. Son dulces como en ningún lugar y crecen a montones. En febrero están mejor que nunca, bien maduros y sabrosos. Mastica y piensa. Se imagina historias tenebrosas alrededor de la pieza. Ríe, desenfunda el machete y vuelve a su mundo de aventuras. Más tarde su madre lo retará por espiar y su tío le prohibirá usar la herramienta como espada. La noche volverá a ser larga y el domingo, infinito hasta que el cálido sol de la ruta lo adormezca y despierte en su departamento de ciudad.