Metió la mano en el bolsillo del vaquero, sacó el
paquete de chicles y se apuró para meterse uno en la boca antes que terminara
la canción. Pero el tac del walkman llegó antes y tuvo que comenzar a rebobinar
mientras le daba las primeras mordidas a la pequeña tableta de goma sabor menta
fuerte. No se cansaba de escuchar una y otra vez las mismas canciones. Era su
mejor manera de aprender, no solo las letras sino también las melodías. Pero la
práctica no era lo suyo, su placer estaba en el mero disfrute de escuchar.
Con el volumen al máximo caminaba las cinco cuadras
que separaban su casa de la parada del micro. Era rutinario, tenía bien marcado
el tiempo, los pasos y la frecuencia de los colectivos que lo llevarían a la
escuela. Hasta veía las mismas caras que cumplían una rutina similar. El paso
nunca se alteraba, sin importar el apuro. La música era lo que marcabael ritmo.
Esa mañana había estado con dudas en cuanto a lo que quería escuchar. Siempre
llevaba en la mochila dos o tres cassettes con diferentes discos. Los de 90
minutos eran más pesados pero entraban dos discos y los prefería en lugar de
los de 60. Lástima que se consumieran tantas pilas rebobinando, pero para eso
estaba la salvadora bic azul sin capuchón ni cartucho. Siempre tenía claro qué
escuchar desde la noche anterior, pero ese día no tenía idea. Tomó varios y
pensó en decidirse en el camino.
Out of our heads
fue lo primero que encontró su mano. Un disco de los Rolling Stones que se
había comprado años antes y que amaba porque era una verdadera rareza. Los
Stones eran su banda de cabecera, no tanto por elección sino más bien por
herencia. Hermano menor de cuatro, creció rodeado de lenguas, discos y posters
de la banda. Ya más grande casi que no tuvo elección. Antes de poner el
cassette se fijó si estaba desde cero. Respiró al ver la cinta transparente y
lo introdujo en el tosco walkman amarillo que le había robado a su hermano. El
tamaño era lo peor que tenía, aunque lo elegía por el sonido. Igual extrañaba
el negro que le habían regalado un par de cumpleaños atrás y que sucumbió en
medio de la euforia del viaje a Bariloche.
Ya en el micro, se ubicó en el mismo asiento de
todos los días. El anteúltimo de la fila de individuales. Le gustaba porque no
estaba demasiado adelante, lo que lo obligaba a ceder el lugar a una vieja o
embarazada, ni cerca de la puerta trasera, donde el permanente abrir y cerrar
lo congelaba en invierno y lo fastidiaba en verano. El cassette de los Stones
ya iba por la mitad del primer lado cuando sacó de su mochila el libro que le
había encargado la profesora de literatura. Leer definitivamente no era su
primera opción, pero no le quedaba otra si quería aprobar la materia y estudiar
Periodismo al año siguiente. Pese al disgusto de tener que hacerlo, disfrutaba
de eso. “El extranjero” le parecía fascinante y en parte se identificaba con el
protagonista. Pero leía lento y muchas veces se perdía con alguna parte de una
canción favorita.
Después de 50 minutos llegó al colegio y se apuró
para comer un chicle antes que terminara el cassette. Pero nunca tenía éxito y
el tac lo anticipaba siempre. Todos sus compañeros fumaban compulsivamente. Él
tuvo ese mismo impulso a los 13 años pero lo abandonó porque no le gustaba. Remplazó
esa necesidad de saciar ansiedades por el chicle. Comía todo el día y en todo
lugar. Siempre el mismo gusto: menta fuerte. “El de paquete negro” solía
decirle a los kiosqueros cuando no entendían su pedido. Aquella mañana salió
antes de lo esperado, como casi todas. El faltazo de la de Geopolítica les vino
perfecto para estar dos horas antes en la calle. Mientras sus compañeros
planeaban a dónde ir, él sólo tenía en mente un lugar: Musimundo. Esa casa de
discos era su lugar en el mundo. No iba muy seguido porque le daba rabia y
tristeza no tener la plata suficiente para comprarse todo lo que quería, pero
si tenía un lugar libre pasaba para ver, al menos, las novedades o escuchar
algo de lo que se compraría con ahorros o pediría de regalo de cumpleaños.
Y allí fue. Cruzó Plaza Moreno, tomó 51 y se separó
del grupo en 8 y 50. Sus amigos entraron a tapar arterias en Mc Donalds pero él
siguió por 8 hasta 47. Saludó al florero de la esquina, cruzó y tomó por 47
hasta mitad de cuadra. Dejó la mochila en un locker y se zambulló en su paraíso
terrenal. Desde los 8 años estudiaba inglés por obligación de su madre. En un
comienzo lo detestaba pero cuando entendió lo que decía aquello que él
escuchaba desde chico, todo cambió. La vida tuvo otro sentido, se ampliaron las
perspectivas, se sintió grande. Por eso siempre encaraba a la parte de “Rock
Internacional”. Y allí fue. Primero lo primero, la herencia. Se fijó si había
algún disco nuevo de los Rolling Stones. Tenía casi todos, le faltaban algunos
de la década del ´80 que no eran prioritarios por recomendación de su hermano,
el experto. Cansado de escuchar siempre lo mismo decidió cambiar. Se fue a la
letra D y allí se topó con la mirada penetrante de un muchacho castaño con
rasgos bien delineados. Le llamó la atención que estuviera sin remera mientras
el resto de lo que parecía ser la banda estuviera vestida. Tomó el compact, lo
inspeccionó de cerca y se sintió aún más atraído. Levantó la mirada y leyó en
letras amarillas: The Doors. El diseño fue la gota que rebalsó su curiosidad. Inspeccionó
su billetera y constató con decepción que no llegaba ni a 10 pesos de los 20
que valía. Con dolor lo dejó en la batea y salió del local.
Yendo a la parada del micro levantó la cabeza para
cruzar avenida 7 y miró el sol que se asomaba por el edificio del Banco
Provincia. “Laura”, pensó. Y sin mirar el semáforo salió corriendo al banco
para pedirle un enorme favor a su hermana mayor. Subió a toda velocidad las
escaleras de mármol, empujó bien fuerte la puerta giratoria sin medir las
consecuencias y las topper de lona comenzaron a resbalar en su corrida por el
piso lustroso del hall de entrada. Un policía lo detuvo y le llamó la atención.
- Me quiere explicar a
dónde va tan apurado.
- Disculpe, es que tengo
que ubicar a mi hermana – respondió jadeante.
- Está bien. Pero camine
y no corra. Esto es un banco, no un salón de juegos.
- Sí, gracias oficial –
respondió casi sin poder hablar por la agitación.
Caminó lento por exigencia de la autoridad pero su
corazón estaba tan acelerado como antes. Miró el gran reloj que estaba en una
de las esquinas para ver si estaba cerca o lejos del almuerzo, pero maldijo no
saber la hora en agujas y ser un flojo hijo de la generación digital. Se acercó
al mostrador de mármol que circundaba todo el salón y comenzó a cogotear para
ver si estaba su hermana. La encontró en una de las cajas explicándole con suma
paciencia a una señora entrada en canas cómo debía hacer un depósito. Esperó su
turno y cuando la señora se fue la cara de Laura se iluminó.
- Hola bebé. ¿Qué hacés
acá? – preguntó en tono tierno que evidenciaba los 20 años de diferencia que
había entre ambos.
- Que hacés, Lau. ¿Tenés
ganas de hacerme ahora el regalo de mi cumple?
- ¿Ehh? Faltan dos meses
para tu cumpleaños. ¿Qué pasó? ¿En qué quilombo te metiste? No me digas que le
debés plata a alguna minita porque te juro que te mato.
- No, nada que ver. Vi un
disco que me volvió loco y no tengo guita. Te venía a manguear a vos así me lo
llevo ahora para casa.
- Ahhh era eso. Menos
mal. Mirá que estás en una edad peligrosa y cualquier pendeja te puede arruinar
la vida. ¿Te cuidás no? Soy muy joven para ser tía todavía.
- ¡Ay Lau sí! ¿Me vas a
prestar la plata?
- Sí obvio corazón.
¿Cuánto necesitás?
- Me faltan 15 pesos.
- Bueno tomá 20. Quedate
con el vuelto por si necesitás para otra cosa.
- ¡Gracias Lau! Sos la
mejor del mundo. Acabás de hacer feliz a tu hermano menor.
- Sí, sí. Más vale que
cuando vaya para tu cumple me hagas escuchar el disco, porque si me llego a
enterar que fue para alguna chiquita te cuelgo de las pelotas.
- Jaja. Despreocupáte, eso
no va a pasar.
Se apoyó en el mostrador y de un salto se estiró
para darle un beso a su hermana. Bajó y aceleró el paso para ir a comprar el disco. Disminuyó la marcha al pasar al lado del policía al
que saludó con un impostado “Buenas tardes”. Empujó con fuerza la puerta
giratoria y se eyectó como una bala al disquería. Lo compró con una sonrisa
indisimulable y se fue corriendo a tomar el primer micro rumbo a su casa. Esta
vez no se puso los walkman. Ni bien se sentó sacó de la bolsa el CD y empezó a
indagarlo. Miró la lista de canciones, leyó los créditos y se preocupó por
encontrar el nombre de ese muchacho que lo había hipnotizado con la mirada. Vocals:
JimMorrison se leía en el dorso inferior izquierdo del cuadernillo. Después de
leer las letras sin siquiera imaginar cómo podían sonar, le dio una segunda
lectura para tratar de entender el contenido. En esa tarea consumió los 40
minutos que tardó el micro hasta su parada.
Ansioso, corrió las dos cuadras a su casa casi sin
respirar. Llegó, tiró la mochila en la entrada de la escalera y se abalanzó
sobre el equipo de música. Estaba solo, lo que le parecía un guiño de la
providencia ya que podría poner el volumen bien alto y no tener que discutir
con su madre o sus hermanos. Mientras esperaba el comienzo del disco abrió la
heladera para preparar su almuerzo. El riff de batería lo encantó. A medida que
se acercaba a la mesa el resto de los instrumentos lo fueron rodeando: primero
el hammond, después la guitarra y por último él. Una voz gruesa, algo rasgada
que de inmediato adquiría un color más oscuro y alto. Enloqueció. Largó los
platos sobre la mesa, subió el volumen a un nivel insano y arrancó el librito.
“Break on through” era esa canción que lo había desencajado y que le mostraba
otro mundo. Porque no era solamente otra música, sino que se trataba de algo
completamente nuevo. Mientras el disco sonaba tan fuerte como al principio,
suspendió su almuerzo para grabarlo de inmediato en un cassette. Indagó sus
cajones, dio vuelta toda su cassettera y encontró uno perdido de años atrás que
ya no tenía sentido. “A regrabarlo” pensó. Y allí fue.
Durante dos meses, The Doors fue su cassette. De ida
y vuelta en el micro. De noche en el auto prestado del hermano. Era su mejor
amigo, su compañía perfecta. Fue un rito de iniciación, el descubrimiento de
otras expresiones. Un punto de partida. Completó la discografía en el término
de ese año y al entrar a la Facultad de Periodismo se acercó a autores que,
casi sin querer hablaban un poco de lo que decía su ídolo Jim Morrison. Las
puertas de la percepción se abrieron por completo. Morrison fue el puntapié
inicial. Llegarían después muchos más. The Beatles, Pink Floyd, AC-DC, Iron Maiden,
entre otros.Y, por supuesto, sus entrañables Rolling Stones. Rescataría la esencia
familiar con el tango de Julio Sosa y
la revolución de Astor Piazzolla. Descubriría a Patricio Rey y sus Redonditos
de Ricota gracias a sus amigos de la secundaria. Y el cine, que hasta ese año
él creía que no había nada más allá de la trilogía de “La Guerra de las
Galaxias”. Todo era nuevo. Todo tenía sonido. Todo era música. Incluso esa
literatura obligatoria que ya no tenía tan mal sabor.