jueves, 2 de enero de 2014

Las Marianas

La mosca se posa en la sien y se espanta ante la gota de transpiración del pelo que cae en cascada rumbo al cachete. El zumbido lo despierta inquieto y el sol le da la bienvenida con la furia de febrero. Se incorpora en el asiento trasero y despega su remera mojada de la cuerina sintética. Mira por la ventanilla para encontrarse con el mismo paisaje: campo, alambrado y vacas. Por el retrovisor, la mirada de su padre devuelve una sonrisa. Su madre, atenta a la comunicación, rompe el silencio.
—Buen día, dormilón. Ya era hora. En un ratito llegamos.
Responde con una mueca de indiferencia y pega su cabeza contra la ventanilla que está mitad abierta. El viento cálido de la ruta le revuelve el pelo renegrido. Los mechones golpean el vidrio del lado de afuera con su cara transpira pegada al vidrio. Mira el camino con un dejo de resignación. Piensa: “Otra vez febrero, otra vez Navarro, otra vez Las Marianas”.
Las Marianas es un pueblo perdido de la provincia de Buenos Aires lindero a Navarro, donde fue fusilado Manuel Dorrego a manos de Lavalle. Se trata, además, del lugar natal de su madre y toda su familia. Irlandeses que llegaron al país en busca de una mejor vida y un mejor clima. Allí se instalaron y desplegaron sus costumbres: la buena cocina, nombrar a sus hijos en inglés y un glosario de enfermedades derivadas de alcoholismo.
—Vamos derecho al campo —indica su madre al padre, que asiente sin decir nada.
La resignación se transforma en tedio anticipado. No hay TV y la casa tiene ese olor a guardado que nunca se va por más que se ventile. Los tábanos son los amos y señores del parque, y por el amplio espacio del campo de 64 hectáreas el calor es el rey. No hay pileta, sólo un tanque australiano que sirve para riego, con piso de barro y un verdín permanente. El refresco lo proporciona una bomba cerca de la ligustrina que casi siempre está sitiada por avispas. La vida silvestre se completa con un par de caballos viejos y parcos para la montura, perros sucios, gallinas, gansos y todo tipo de ratas.
Estar ahí más de un día es un suplicio para él. La TV es su mejor amiga y sabe que no estará disponible en todo el fin de semana. El rifle de aire comprimido es para los grandes. Andar en tractor es suicida porque el sol pega duro y todavía le duele la espalda de las quemaduras en las vacaciones playeras. Tampoco hay chicos con los que pueda pasar el rato. Sus primos son porteños y odian el campo tanto como él. Sus hermanos son mayores y se juntan con los adultos. No le queda otra que ser una carga para sus papás, sus tíos y su abuela.
El auto entra en el camino de asfalto y recorre los pocos kilómetros que separan Las Marianas de Navarro; deja una estela larguísima de polvo. Por pedido de su madre sube la ventanilla y el calor se vuelve insoportable. El Renault 12 blanco acelera mientras desfilan a su paso plantaciones de maíz y girasol.
—Ahí viene el cruce, agarrate —grita su papá, emocionado.
Se afirma al asiento de atrás mientras pasan el cruce ferroviario a toda velocidad, haciendo vibrar el auto. Las risotadas de los tres cortan la monotonía que reaparece con la llegada a la tranquera.
—Ma, ¿puedo abrir? —interrumpe.
Su madre asiente con la cabeza y sale disparado hacia la enorme puerta de madera. Es lo único que lo entusiasma de visitar el campo. Mira el sendero y en el horizonte divisa la casona. El bocinazo lo saca del trance y de un salto sube para recorrer los pocos kilómetros hasta el destino final.
Del silencio de la tranquera al concierto de chicharras, palomas, chajás, vacas y gallinas. Otros saldrían disparados a jugar con los animales, a comer quinotos o cazar cuises, pero él no siente esa atracción. Escucha estos sonidos y extraña aquellos que le son familiares: bocinas, frenadas, motores, ciudad.  Su angustia se completa con el calor.
Los febreros se visita el campo, casi como tradición. No hay lugar donde se escape del calor. Ni en la galería, ni en el tanque australiano ni en la bomba. Quizás se alivia un rato, pero de inmediato llegan los bichos. Está todo el tiempo transpirado, incluso sentado. Añora el invierno y su ritmo de vida. El despertar de su padre a la mañana, el olor a pan tostado mezclado con café, el sabor de la chocolatada tibia que entra a la garganta, los scones hechos por mamá, el lemon pie de la abuela, los dibujitos de la tarde y la galletitería de la esquina atendida por el visco. Nada de eso existe en verano.
Al caminar por el pasto lo recibe un bicho colorado que lo pica y le saca ronchas en las piernas. Alérgico, se lamenta porque sabe que estará todo el fin de semana rascándose y maldiciendo el día que lo llevaron al campo. Su madre le pasará talco y agua con alcohol, pero la picazón seguirá hasta que se vuelva cáscara.
—¡Al final llegaron! —dice la abuela—. Vengan que hice manteca para el desayuno.
La comida. Ni la manteca, ni el queso, ni la leche ni el dulce de leche hechos en el campo son de su gusto. Le da un profundo asco ver su proceso de elaboración. Su abuela, nacida y criada en Las Marianas, ignora que él desprecia esto y le prepara chocolatadas con leche recién ordeñada. Un sorbo, una expresión de asco y a la pileta de la cocina. Come galleta dura con dulce de durazno y sale despedido de la cocina. Se entristece al saber que estará todo el fin de semana tomando té o mate cocido con tal de evitar la leche casera.
—No te preocupes, mamá, es así. No le gusta nada. Es un caquita.
—Esta leche es mejor que la de sachet y esta manteca más sabrosa. ¿Cómo puede ser que no te guste? —completa su padre guiñándole un ojo.
A los días agobiantes se le suman noches eternas. Los colchones de pluma de gallina son incómodos y los ruidos constantes lo aterran. Piezas amplias que se comunican por numerosas puertas. Cada dos habitaciones hay un baño, casi tan grande como los ambientes anteriores. La tabla rota del inodoro le pellizca la cola y el bidet le queda grande. No hay ducha. El agua se calienta en ollas y se sirve en regadera; la fría es de la bomba y es como un hielo. Apenas entra una rendija de luz se despierta, cansado de dormir mal y tener pesadillas.
Mientras su abuela mata gallinas, su madre lava verdura en la bomba, su tío anda en el tractor y su padre limpia las herramientas del taller, él decide investigar la casa. Abre puertas y más puertas para llegar siempre a la cocina. Una sola está cerrada con llave y eso lo intriga. Ensaya un interrogatorio pero su madre le contesta con una generalidad:
—No hay nada ahí, se guardan cosas viejas nada más.
En el comedor los retratos lo intimidan. Fotos en blanco y negro de personas muy jóvenes, la mayoría, muertas. De grande, entenderá que el cáncer es la enfermedad común de la familia materna aunque una consecuencia de adicciones  mortales como el cigarrillo o el alcohol. Un bigotón con los ojos chicos y una elegancia ajena al resto, le llaman la atención. Toma el pesado portarretrato de bronce y le pregunta entusiasmado a su mamá.
—Ese es mi abuelo, el irlandés. William se  llamaba. Él fue quien inició la tradición acá en Argentina. Murió antes de los cincuenta por cáncer de colon. Un borracho divino, según contaba mi papá. Desayunaba brandy y en plena noche se despachaba con una copita de licor de huevo.
Cuando su madre contaba la historia él pensaba en los parientes que no había conocido: el abuelo John, el tío Mike, la tía Maggie, y apenas a la tía Mole. Muertos a edad temprana. Todos borrachos.
La investigación ya no le parece divertida. El mecano oxidado se lo llevó su primo y el rifle de aire comprimido lo tiene su tío para espantar teros. Todavía lo intriga la puerta cerrada con llave. Piensa qué puede esconder mientras gira y gira colgado de la columna de la galería. Entiende que lo mejor será ir y preguntarle a su padre.
El taller, o galpón, como lo llama su tío, es una habitación que servía de baño para los peones en el apogeo de la producción. Ahora es un depósito de viejas miserias y chucherías inservibles, ideales para su papá: “arreglatutti”. Abre la puerta con cautela y lo observa en cuero, con las manos llenas de grasa, tratando de reparar el motor de la bomba.
—Si esta mierda anduviera no tendríamos que bombear a mano el agua. Pero no hay caso, no encuentro qué tiene roto.
Indaga el galpón. No entra ni un alfiler de la mugre y las porquerías que hay. Motos, bicicletas y hasta un auto yacen sin vida en ese lugar caluroso, con olor a grasa y mierda de gallina. Ve un machete y lo toma sin pedir permiso. Mientras juega a ser el “Zorro”, le pregunta sutilmente a su padre que hay en la habitación cerrada.
—Mugre, que va a haber. Algunos muebles viejos y las cosas de tu abuelo John. Nada que le interese a un chico como vos.
Recuerda que la pieza da al patio y puede espiar por la ventana para desterrar el misterio. Besa a su papá y escapa. Agitado llega al patio y ve a su abuela  en el tendedero colgando sábanas. Pero ella no lo observa. Sigiloso, se acerca a la ventana y se asoma tapando su cara con las manos para ver mejor.  La abuela nota su presencia.
—¿Qué usted hace ahí?, ¿qué espía?
No sabe qué decir, está paralizado por la vergüenza. Un tibio “nada” le sale cuando el reto se hace más grande.
—¡Vaya a jugar con los perros! ¡Ahí no hay nada que le interesa a usted! ¡Vamos, su ruta!
Cuando pregunta si esa es la pieza del abuelo John, los ojos de la anciana se llenan de lágrimas y la voz se ahoga de bronca.
—¡Qué le importa a usted! ¡Raje de acá! ¡Le voy a decir a su madre que se anda metiendo donde no debe! ¡Fuera, vamos!
Pega el mentón al pecho y camina hacia la planta de duraznos. Arranca uno, lo lustra con la remera y come. Es lo único que le gusta de allí: los duraznos. Son dulces como en ningún lugar y crecen a montones. En febrero están mejor que nunca, bien maduros y sabrosos. Mastica y piensa. Se imagina historias tenebrosas alrededor de la pieza. Ríe, desenfunda el machete y vuelve a su mundo de aventuras. Más tarde su madre lo retará por espiar y su tío le prohibirá usar la herramienta como espada. La noche volverá a ser larga y el domingo, infinito hasta que el cálido sol de la ruta lo adormezca y despierte en su departamento de ciudad.