El retrato flota en medio de la oscuridad. Un destello de
luz ilumina el comedor. El estruendo mueves las paredes. Llueve. Así comenzó el
día y sigue. Lucía se abraza a sus hermanos en el quinto escalón de la escalera
que da al cuarto de los varones. Está empapada, tiene frío. Trata de contener a
la abuela que llora en silencio. Otro relámpago. El retrato navega entre las
sillas, la mesa, el mueble de los platos y todo aquello que pueda flotar. No se
ve nada. Salvo esos flashes de luz.
La noche se apoderó del día y no se escucha nada, salvo el
agua. No hay sirenas, no hay patrullas, nada. Lucía trata de no pensar. Mira a
sus hermanos, a su abuela y piensa en su mamá que todavía no volvió. El celular
se quedó sin batería después de perder la señal. El agua sube, lenta,
silenciosa. Ya tapó la cocina, el living, el comedor, las piezas, y el auto. Un
olor fétido la mantiene alerta. Mira sus pies manchados de alquitrán, las
zapatillas amarronadas por el barro, la mierda. Se muerde la lengua para no
llorar. Acurrucada en un rincón mira por la ventana.
No hay luz en toda la cuadra. Las calles son arroyos de
agua. Las casas vecinas están tapadas. Se acuerda de la vieja Nelly que vive
enfrente y el corazón se le hace una piedra. “¡Mamá!”, suspira sin querer
pensar en lo malo. No lo puede evitar.
-
¿Va a parar de llover alguna vez?
-
Basta, Gonzalo, no te quejes que la abuela no se
siente bien.
-
¿Y mamá dónde está?
-
No sé, hablé con ella hace rato y me quedé sin
batería.
-
Por ahora acá estamos bien, pero si sigue
lloviendo el agua nos va a tapar.
-
Siempre tan optimista este pendejo.
-
Basta, Mauricio, no se peleen. No me vuelvan
loca. Traten de dormir.
-
Son las diez, tengo hambre antes que sueño.
-
Bueno, calláte entonces.
-
Sí, calláte pendejo.
La abuela está recostada en la cama. Dormita. Lucía se
acerca y la consuela. Es la única que quedó seca de los cuatro. Los tres
hermanos llegaron para socorrerla y la subieron a la pieza. Los esfuerzos por
salvar algunos electrodomésticos se agotaron cuando se cortó la luz.
-
El perro. Tengo que buscar a Polo.
-
Dejálo, Mauricio, debe estar ahogado ya.
-
Calláte, pendejo, te voy a cagar a trompadas.
-
Gonzalo tiene razón. Quedáte acá.
-
Me importa un huevo lo que digan ustedes, lo voy
a buscar igual.
Mauricio baja las escaleras con sigilo. Está oscuro. Se
agarrra de la pared para no caerse. Mientras, llama a su mascota. “Polo, vení.
Polo, Polo, Polo, venga. Vamos, venga”. Sin respuestas. Baja un par de
escalones más. El agua le llega a la cintura. Mide 1,82. Sabe que de seguir
bajando tendrá que nadar en esa podredumbre. Se toma un instante y continúa. Llega
a planta baja, tapado hasta los hombros, con la cabeza en alto y un gesto de
asco constante. Camina con esfuerzo, empuja contra la corriente que viene desde
la calle. Se topa con muebles, sillas, libros que flotan. “Polo, Polo ¿dónde
estás?”, grita entre dientes. El perro no aparece. La heladera tapa la entrada
principal y no lo deja salir. Decide volver a la pieza. En el retorno encuentra
el retrato, dado vuelta.
-
¿Y el perro?
-
No aparece, está imposible abajo. Es un
asco. Perdimos todo. No lo puedo creer.
-
¿Qué decís nene?
-
La verdad, Gonzalo. No tenemos nada. La heladera
está cruzada sobre la puerta, el auto hundido. La casa de la abuela debe estar
peor.
-
Y mi pieza. No quiero pensar lo que debe ser mi
pieza.
-
Sí, Lu. Tu pieza debe ser como el resto de la
casa.
-
No llores Lu, tranquila.
-
Mirá lo que encontré. Flotaba dado vuelta.
Lucía se seca las lágrimas con la manga del buzo sucio y
entrecierra los ojos para ver mejor. La madera está ablandada, mojada, pero la
foto intacta. Ella en el centro, radiante con su sonrisa perlada, los cachetes
ruborizados, el pelo recogido con detalles de flores rococó y el vestido
blanco. A la derecha, Mamá, con su vestido azul francia y la mirada nerviosa. A
la izquierda, Gonzalo y Mauricio. Ambos con camisa blanca y corbata azul.
Arriba, en el medio, Papá. Los mismos cachetes ruborizados, disimulados por una
barba tupida entre castaña y colorada. Ojos pequeños, color canela, y una
sonrisa tímida. Traje azul oscuro, camisa blanca, corbata celeste. Lucía llora.
Aprieta el retrato con las dos manos y mira fijo la escena familiar. Gonzalo se
acerca y la consuela. Mauricio observa por la ventana para no ver el llanto de
su hermana.
-
No tendría que haber traído esa foto.
-
¿Cómo que no? Menos mal que la trajiste. Si la
perdemos, Mamá nos mata.
-
No es por eso. Mirá como te pusiste.
-
Es la emoción. Nada grave, no te preocupes.
-
¿Sigue lloviendo?
-
Sí, no para.
-
¿Dónde estará Mamá?
-
Seguro que se quedó en lo del tío y como no hay
celulares, no nos pudo avisar.
-
O por ahí se ahogó como Polo.
-
Calláte, pendejo. ¿Cómo vas a decir eso? Ni Polo
ni Mamá se ahogaron. Cortála.
-
Se pueden callar. Es increíble que ustedes se
preocupen más por pelear que por ver cómo salimos de esta.
-
¿Y a dónde vamos a ir?
-
A pedir ayuda.
-
Está lloviendo, Lucía, no podemos ir a ningún
lado.
-
Además, mirá la calle. Es un río. Y no podemos
dejar a la abuela sola.
-
Bueno, entonces cállense y no se peleen más.
Ya no llueve. Silencio. Se escucha el lento respirar de la
abuela recostada en la cama de Mauricio. Acurrucada en la ventana, Lucía se
fija en la calle. Abraza el retrato y acaricia la foto. Llora, vuelve a mirar
la cara de Papá, su rostro, las lágrimas ruedan por los cachetes ruborizados. Lo
aprieta contra su pecho y mira al cielo. Los hermanos duermen en la otra cama.
No hay noticias de Mamá. Una lancha de los bomberos pasa iluminando las casas.
Nadie sale. Cansada, se recuesta contra la pared. Duerme.
-
Lu, despertate. Dale, Lu… ¡Lucía!
-
Pará nene, ya te escuché. ¿Qué pasa?
-
Están llamando los bomberos abajo, ¿qué les digo?
-
Dejá, voy yo. Quedate con la abuela. ¿Y
Mauricio?
-
Salió a buscar a Polo y todavía no volvió.
-
¡Qué pibe éste! No se puede quedar quieto un
minuto. No te muevas de acá. Ya vengo.
Lucía baja las escaleras. Dejó de llover hace rato y el agua
bajó un poco. En puntas de pie, con algo de temor y mucho asco, camina hasta la
puerta. La heladera está a un costado, flota pero no obstruye la salida. El
auto sí. Con cuidado, se acerca hasta la calle luego de sortear el vehículo
hundido.
-
¿Todo bien, señora?
-
Sí, oficial.
-
¿Necesitan algo?
-
Agua. Estamos con mi abuela.
-
No tenemos, señora. ¿Quiere que la traslademos a
algún lado?
-
No. Ya está. Esperemos que no vuelva a llover.
Además no vino mi mamá y no queremos irnos.
-
Bueno. En un rato volvemos.
Vuelve lento. Trata de no pensar en lo que hay abajo y roza
sus pies. Cierra los ojos. Evita oler. Una mezcla de cloaca con petróleo vuelve
el aire espeso, difícil de respirar. Sube las escaleras y se acurruca en el
mismo lugar de toda la noche. Abraza el retrato y se recuesta contra la pared.
-
¿Qué te dijo el bombero?
-
Nada. Si queríamos ser evacuados. Le dije que
no.
-
¿Cómo que no? ¿Qué vamos a hacer acá?
-
Esperar, Gonzalo. Eso vamos a hacer. No llueve. Mauricio
y Mamá andan por ahí. No nos podemos ir. Además, sabés lo que nos va a costar a
nosotros llevar a la abuela hasta el gomón. ¿Sigue dormida?
-
Sí. Parece mentira. Nosotros acá y ella
durmiendo como un angelito.
-
Está así porque yo le di la pastilla. Sino,
hubiera sido peor.
Gonzalo se acuesta. Lucía cierra los ojos en busca del sueño
perdido y se apoya contra la pared.
El sol la despierta. No entiende dónde está. Mira por la
ventana y ve que el agua sigue bajando. Otra vez el olor. Deja el retrato y
baja. No hay señales de Mauricio ni de Mamá. “¿Dónde se metieron estos dos?”.
El agua llega por los tobillos. Animada, sube y despierta a su hermano.
-
Gonzalo, vení. Ayudáme a mover las cosas.
-
¿Qué? ¿Estás loca, vos?
-
No, dale vení. Empecemos a ordenar y limpiar.
-
Bueno.
Los hermanos miran la escena. La heladera apoyada en un
rincón, con las puertas abiertas. Un televisor boca abajo se choca con el
equipo de música. Lucía suspira, se arremanga el buzo y empieza. Los objetos se
le resbalan de las manos. Están engrasados y embarrados. Respira hondo para no vomitar.
Apoya el microonda en la mesada y le indica a su hermano que haga lo mismo con
el equipo de música y la tele. Despejan la cocina. Llevan los electrodomésticos
al patio, menos la heladera que sigue pesada y difícil de mover por el agua. Se
acuerda de su pieza, la de Mamá y la de la abuela. Camina rápido, con esfuerzo
por el peso del agua.
Entra a su cuarto y rompe en llanto, pero silencioso. No
quedó nada. O sí, pero todo está destruido, mojado, arruinado. La ropa flota
por la habitación. El ropero deformado, hinchado. La cama, corrida de lugar.
Libros, papeles, discos, apuntes, cartas, fotos, se bambalean al ritmo del
oleaje que produce su andar. Las cortinas están manchadas, mitad blancas, mitad
negras. Sale. Recorre la casa y encuentra escenas similares.
Mauricio se asoma por la reja de la entrada y llama a su
hermana.
-
¿Dónde estabas, nene?
-
Fui a buscar a Polo, pero no hubo caso. Y de
paso me fui a lo del tío a ver si estaba Mamá.
-
¿Y? ¿Estaba ahí?
-
Sí, le dije que se quedara. Vine caminando
porque es imposible andar en auto. No sabés lo que es la ciudad, Lu. Un
desastre.
-
Con mirar nuestra casa me alcanza.
-
En una hora viene el tío a buscar a la abuela.
¿Y Gonzalo?
-
Está tratando de ordenar un poco la pieza de
Mamá. Perdimos todo Mauricio, todo.
-
No llores, Lu. Ya está. Al menos estamos bien.
-
¿Y a quién le importa estar bien? Dejáme de
joder.
-
¿Qué pasa acá? Me cagan a pedos a mí y ahora se
pelean ustedes.
-
Vení, pendejo, acompañáme a lo del tío así lo
guiamos para que venga a buscar a la abuela.
-
¿Y Mamá?
-
Está con ellos.
-
Vayan, yo me quedo con la abuela. Voy a
despertarla y prepararla para darle la noticia.
Sube lento las escaleras. Cierra los ojos. Se acerca a la
cama y acaricia el pelo de la abuela. Le da un beso en la frente y la mueve
despacito para despertarla. Mira la pieza. Busca el retrato. Lo abraza. Besa el
rostro de su papá y vuelve a con su abuela. La señora se incorpora, adormecida.
Mira a Lucía, al retrato y sonríe. “Qué lindo la pasamos en tus 15, Lu”. Lucía
se ríe, llora, abraza a su abuela, al retrato.