jueves, 3 de abril de 2014

Retrato familiar


El retrato flota en medio de la oscuridad. Un destello de luz ilumina el comedor. El estruendo mueves las paredes. Llueve. Así comenzó el día y sigue. Lucía se abraza a sus hermanos en el quinto escalón de la escalera que da al cuarto de los varones. Está empapada, tiene frío. Trata de contener a la abuela que llora en silencio. Otro relámpago. El retrato navega entre las sillas, la mesa, el mueble de los platos y todo aquello que pueda flotar. No se ve nada. Salvo esos flashes de luz.

La noche se apoderó del día y no se escucha nada, salvo el agua. No hay sirenas, no hay patrullas, nada. Lucía trata de no pensar. Mira a sus hermanos, a su abuela y piensa en su mamá que todavía no volvió. El celular se quedó sin batería después de perder la señal. El agua sube, lenta, silenciosa. Ya tapó la cocina, el living, el comedor, las piezas, y el auto. Un olor fétido la mantiene alerta. Mira sus pies manchados de alquitrán, las zapatillas amarronadas por el barro, la mierda. Se muerde la lengua para no llorar. Acurrucada en un rincón mira por la ventana.

No hay luz en toda la cuadra. Las calles son arroyos de agua. Las casas vecinas están tapadas. Se acuerda de la vieja Nelly que vive enfrente y el corazón se le hace una piedra. “¡Mamá!”, suspira sin querer pensar en lo malo. No lo puede evitar.

-          ¿Va a parar de llover alguna vez?
-          Basta, Gonzalo, no te quejes que la abuela no se siente bien.
-          ¿Y mamá dónde está?
-          No sé, hablé con ella hace rato y me quedé sin batería.
-          Por ahora acá estamos bien, pero si sigue lloviendo el agua nos va a tapar.
-          Siempre tan optimista este pendejo.
-          Basta, Mauricio, no se peleen. No me vuelvan loca. Traten de dormir.
-          Son las diez, tengo hambre antes que sueño.
-          Bueno, calláte entonces.
-          Sí, calláte pendejo.

La abuela está recostada en la cama. Dormita. Lucía se acerca y la consuela. Es la única que quedó seca de los cuatro. Los tres hermanos llegaron para socorrerla y la subieron a la pieza. Los esfuerzos por salvar algunos electrodomésticos se agotaron cuando se cortó la luz.

-          El perro. Tengo que buscar a Polo.
-          Dejálo, Mauricio, debe estar ahogado ya.
-          Calláte, pendejo, te voy a cagar a trompadas.
-          Gonzalo tiene razón. Quedáte acá.
-          Me importa un huevo lo que digan ustedes, lo voy a buscar igual.

Mauricio baja las escaleras con sigilo. Está oscuro. Se agarrra de la pared para no caerse. Mientras, llama a su mascota. “Polo, vení. Polo, Polo, Polo, venga. Vamos, venga”. Sin respuestas. Baja un par de escalones más. El agua le llega a la cintura. Mide 1,82. Sabe que de seguir bajando tendrá que nadar en esa podredumbre. Se toma un instante y continúa. Llega a planta baja, tapado hasta los hombros, con la cabeza en alto y un gesto de asco constante. Camina con esfuerzo, empuja contra la corriente que viene desde la calle. Se topa con muebles, sillas, libros que flotan. “Polo, Polo ¿dónde estás?”, grita entre dientes. El perro no aparece. La heladera tapa la entrada principal y no lo deja salir. Decide volver a la pieza. En el retorno encuentra el retrato, dado vuelta.

-          ¿Y el perro?
-          No aparece, está imposible abajo. Es un asco. Perdimos todo. No lo puedo creer.
-          ¿Qué decís nene?
-          La verdad, Gonzalo. No tenemos nada. La heladera está cruzada sobre la puerta, el auto hundido. La casa de la abuela debe estar peor.
-          Y mi pieza. No quiero pensar lo que debe ser mi pieza.
-          Sí, Lu. Tu pieza debe ser como el resto de la casa.
-          No llores Lu, tranquila.
-          Mirá lo que encontré. Flotaba dado vuelta.

Lucía se seca las lágrimas con la manga del buzo sucio y entrecierra los ojos para ver mejor. La madera está ablandada, mojada, pero la foto intacta. Ella en el centro, radiante con su sonrisa perlada, los cachetes ruborizados, el pelo recogido con detalles de flores rococó y el vestido blanco. A la derecha, Mamá, con su vestido azul francia y la mirada nerviosa. A la izquierda, Gonzalo y Mauricio. Ambos con camisa blanca y corbata azul. Arriba, en el medio, Papá. Los mismos cachetes ruborizados, disimulados por una barba tupida entre castaña y colorada. Ojos pequeños, color canela, y una sonrisa tímida. Traje azul oscuro, camisa blanca, corbata celeste. Lucía llora. Aprieta el retrato con las dos manos y mira fijo la escena familiar. Gonzalo se acerca y la consuela. Mauricio observa por la ventana para no ver el llanto de su hermana.

-          No tendría que haber traído esa foto.
-          ¿Cómo que no? Menos mal que la trajiste. Si la perdemos, Mamá nos mata.
-          No es por eso. Mirá como te pusiste.
-          Es la emoción. Nada grave, no te preocupes.
-          ¿Sigue lloviendo?
-          Sí, no para.
-          ¿Dónde estará Mamá?
-          Seguro que se quedó en lo del tío y como no hay celulares, no nos pudo avisar.
-          O por ahí se ahogó como Polo.
-          Calláte, pendejo. ¿Cómo vas a decir eso? Ni Polo ni Mamá se ahogaron. Cortála.
-          Se pueden callar. Es increíble que ustedes se preocupen más por pelear que por ver cómo salimos de esta.
-          ¿Y a dónde vamos a ir?
-          A pedir ayuda.
-          Está lloviendo, Lucía, no podemos ir a ningún lado.
-          Además, mirá la calle. Es un río. Y no podemos dejar a la abuela sola.
-          Bueno, entonces cállense y no se peleen más.

Ya no llueve. Silencio. Se escucha el lento respirar de la abuela recostada en la cama de Mauricio. Acurrucada en la ventana, Lucía se fija en la calle. Abraza el retrato y acaricia la foto. Llora, vuelve a mirar la cara de Papá, su rostro, las lágrimas ruedan por los cachetes ruborizados. Lo aprieta contra su pecho y mira al cielo. Los hermanos duermen en la otra cama. No hay noticias de Mamá. Una lancha de los bomberos pasa iluminando las casas. Nadie sale. Cansada, se recuesta contra la pared. Duerme.

-          Lu, despertate. Dale, Lu… ¡Lucía!
-          Pará nene, ya te escuché. ¿Qué pasa?
-          Están llamando los bomberos abajo, ¿qué  les digo?
-          Dejá, voy yo. Quedate con la abuela. ¿Y Mauricio?
-          Salió a buscar a Polo y todavía no volvió.
-          ¡Qué pibe éste! No se puede quedar quieto un minuto. No te muevas de acá. Ya vengo.

Lucía baja las escaleras. Dejó de llover hace rato y el agua bajó un poco. En puntas de pie, con algo de temor y mucho asco, camina hasta la puerta. La heladera está a un costado, flota pero no obstruye la salida. El auto sí. Con cuidado, se acerca hasta la calle luego de sortear el vehículo hundido.

-          ¿Todo bien, señora?
-          Sí, oficial.
-          ¿Necesitan algo?
-          Agua. Estamos con mi abuela.
-          No tenemos, señora. ¿Quiere que la traslademos a algún lado?
-          No. Ya está. Esperemos que no vuelva a llover. Además no vino mi mamá y no queremos irnos.
-          Bueno. En un rato volvemos.

Vuelve lento. Trata de no pensar en lo que hay abajo y roza sus pies. Cierra los ojos. Evita oler. Una mezcla de cloaca con petróleo vuelve el aire espeso, difícil de respirar. Sube las escaleras y se acurruca en el mismo lugar de toda la noche. Abraza el retrato y se recuesta contra la pared.

-          ¿Qué te dijo el bombero?
-          Nada. Si queríamos ser evacuados. Le dije que no.
-          ¿Cómo que no? ¿Qué vamos a hacer acá?
-          Esperar, Gonzalo. Eso vamos a hacer. No llueve. Mauricio y Mamá andan por ahí. No nos podemos ir. Además, sabés lo que nos va a costar a nosotros llevar a la abuela hasta el gomón. ¿Sigue dormida?
-          Sí. Parece mentira. Nosotros acá y ella durmiendo como un angelito.
-          Está así porque yo le di la pastilla. Sino, hubiera sido peor.

Gonzalo se acuesta. Lucía cierra los ojos en busca del sueño perdido y se apoya contra la pared.
El sol la despierta. No entiende dónde está. Mira por la ventana y ve que el agua sigue bajando. Otra vez el olor. Deja el retrato y baja. No hay señales de Mauricio ni de Mamá. “¿Dónde se metieron estos dos?”. El agua llega por los tobillos. Animada, sube y despierta a su hermano.

-          Gonzalo, vení. Ayudáme a mover las cosas.
-          ¿Qué? ¿Estás loca, vos?
-          No, dale vení. Empecemos a ordenar y limpiar.
-          Bueno.

Los hermanos miran la escena. La heladera apoyada en un rincón, con las puertas abiertas. Un televisor boca abajo se choca con el equipo de música. Lucía suspira, se arremanga el buzo y empieza. Los objetos se le resbalan de las manos. Están engrasados y embarrados. Respira hondo para no vomitar. Apoya el microonda en la mesada y le indica a su hermano que haga lo mismo con el equipo de música y la tele. Despejan la cocina. Llevan los electrodomésticos al patio, menos la heladera que sigue pesada y difícil de mover por el agua. Se acuerda de su pieza, la de Mamá y la de la abuela. Camina rápido, con esfuerzo por el peso del agua.

Entra a su cuarto y rompe en llanto, pero silencioso. No quedó nada. O sí, pero todo está destruido, mojado, arruinado. La ropa flota por la habitación. El ropero deformado, hinchado. La cama, corrida de lugar. Libros, papeles, discos, apuntes, cartas, fotos, se bambalean al ritmo del oleaje que produce su andar. Las cortinas están manchadas, mitad blancas, mitad negras. Sale. Recorre la casa y encuentra escenas similares.

Mauricio se asoma por la reja de la entrada y llama a su hermana.
-          ¿Dónde estabas, nene?
-          Fui a buscar a Polo, pero no hubo caso. Y de paso me fui a lo del tío a ver si estaba Mamá.
-          ¿Y? ¿Estaba ahí?
-          Sí, le dije que se quedara. Vine caminando porque es imposible andar en auto. No sabés lo que es la ciudad, Lu. Un desastre.
-          Con mirar nuestra casa me alcanza.
-          En una hora viene el tío a buscar a la abuela. ¿Y Gonzalo?
-          Está tratando de ordenar un poco la pieza de Mamá. Perdimos todo Mauricio, todo.
-          No llores, Lu. Ya está. Al menos estamos bien.
-          ¿Y a quién le importa estar bien? Dejáme de joder.
-          ¿Qué pasa acá? Me cagan a pedos a mí y ahora se pelean ustedes.
-          Vení, pendejo, acompañáme a lo del tío así lo guiamos para que venga a buscar a la abuela.
-          ¿Y Mamá?
-          Está con ellos.
-          Vayan, yo me quedo con la abuela. Voy a despertarla y prepararla para darle la noticia.

Sube lento las escaleras. Cierra los ojos. Se acerca a la cama y acaricia el pelo de la abuela. Le da un beso en la frente y la mueve despacito para despertarla. Mira la pieza. Busca el retrato. Lo abraza. Besa el rostro de su papá y vuelve a con su abuela. La señora se incorpora, adormecida. Mira a Lucía, al retrato y sonríe. “Qué lindo la pasamos en tus 15, Lu”. Lucía se ríe, llora, abraza a su abuela, al retrato.