jueves, 3 de abril de 2014

Retrato familiar


El retrato flota en medio de la oscuridad. Un destello de luz ilumina el comedor. El estruendo mueves las paredes. Llueve. Así comenzó el día y sigue. Lucía se abraza a sus hermanos en el quinto escalón de la escalera que da al cuarto de los varones. Está empapada, tiene frío. Trata de contener a la abuela que llora en silencio. Otro relámpago. El retrato navega entre las sillas, la mesa, el mueble de los platos y todo aquello que pueda flotar. No se ve nada. Salvo esos flashes de luz.

La noche se apoderó del día y no se escucha nada, salvo el agua. No hay sirenas, no hay patrullas, nada. Lucía trata de no pensar. Mira a sus hermanos, a su abuela y piensa en su mamá que todavía no volvió. El celular se quedó sin batería después de perder la señal. El agua sube, lenta, silenciosa. Ya tapó la cocina, el living, el comedor, las piezas, y el auto. Un olor fétido la mantiene alerta. Mira sus pies manchados de alquitrán, las zapatillas amarronadas por el barro, la mierda. Se muerde la lengua para no llorar. Acurrucada en un rincón mira por la ventana.

No hay luz en toda la cuadra. Las calles son arroyos de agua. Las casas vecinas están tapadas. Se acuerda de la vieja Nelly que vive enfrente y el corazón se le hace una piedra. “¡Mamá!”, suspira sin querer pensar en lo malo. No lo puede evitar.

-          ¿Va a parar de llover alguna vez?
-          Basta, Gonzalo, no te quejes que la abuela no se siente bien.
-          ¿Y mamá dónde está?
-          No sé, hablé con ella hace rato y me quedé sin batería.
-          Por ahora acá estamos bien, pero si sigue lloviendo el agua nos va a tapar.
-          Siempre tan optimista este pendejo.
-          Basta, Mauricio, no se peleen. No me vuelvan loca. Traten de dormir.
-          Son las diez, tengo hambre antes que sueño.
-          Bueno, calláte entonces.
-          Sí, calláte pendejo.

La abuela está recostada en la cama. Dormita. Lucía se acerca y la consuela. Es la única que quedó seca de los cuatro. Los tres hermanos llegaron para socorrerla y la subieron a la pieza. Los esfuerzos por salvar algunos electrodomésticos se agotaron cuando se cortó la luz.

-          El perro. Tengo que buscar a Polo.
-          Dejálo, Mauricio, debe estar ahogado ya.
-          Calláte, pendejo, te voy a cagar a trompadas.
-          Gonzalo tiene razón. Quedáte acá.
-          Me importa un huevo lo que digan ustedes, lo voy a buscar igual.

Mauricio baja las escaleras con sigilo. Está oscuro. Se agarrra de la pared para no caerse. Mientras, llama a su mascota. “Polo, vení. Polo, Polo, Polo, venga. Vamos, venga”. Sin respuestas. Baja un par de escalones más. El agua le llega a la cintura. Mide 1,82. Sabe que de seguir bajando tendrá que nadar en esa podredumbre. Se toma un instante y continúa. Llega a planta baja, tapado hasta los hombros, con la cabeza en alto y un gesto de asco constante. Camina con esfuerzo, empuja contra la corriente que viene desde la calle. Se topa con muebles, sillas, libros que flotan. “Polo, Polo ¿dónde estás?”, grita entre dientes. El perro no aparece. La heladera tapa la entrada principal y no lo deja salir. Decide volver a la pieza. En el retorno encuentra el retrato, dado vuelta.

-          ¿Y el perro?
-          No aparece, está imposible abajo. Es un asco. Perdimos todo. No lo puedo creer.
-          ¿Qué decís nene?
-          La verdad, Gonzalo. No tenemos nada. La heladera está cruzada sobre la puerta, el auto hundido. La casa de la abuela debe estar peor.
-          Y mi pieza. No quiero pensar lo que debe ser mi pieza.
-          Sí, Lu. Tu pieza debe ser como el resto de la casa.
-          No llores Lu, tranquila.
-          Mirá lo que encontré. Flotaba dado vuelta.

Lucía se seca las lágrimas con la manga del buzo sucio y entrecierra los ojos para ver mejor. La madera está ablandada, mojada, pero la foto intacta. Ella en el centro, radiante con su sonrisa perlada, los cachetes ruborizados, el pelo recogido con detalles de flores rococó y el vestido blanco. A la derecha, Mamá, con su vestido azul francia y la mirada nerviosa. A la izquierda, Gonzalo y Mauricio. Ambos con camisa blanca y corbata azul. Arriba, en el medio, Papá. Los mismos cachetes ruborizados, disimulados por una barba tupida entre castaña y colorada. Ojos pequeños, color canela, y una sonrisa tímida. Traje azul oscuro, camisa blanca, corbata celeste. Lucía llora. Aprieta el retrato con las dos manos y mira fijo la escena familiar. Gonzalo se acerca y la consuela. Mauricio observa por la ventana para no ver el llanto de su hermana.

-          No tendría que haber traído esa foto.
-          ¿Cómo que no? Menos mal que la trajiste. Si la perdemos, Mamá nos mata.
-          No es por eso. Mirá como te pusiste.
-          Es la emoción. Nada grave, no te preocupes.
-          ¿Sigue lloviendo?
-          Sí, no para.
-          ¿Dónde estará Mamá?
-          Seguro que se quedó en lo del tío y como no hay celulares, no nos pudo avisar.
-          O por ahí se ahogó como Polo.
-          Calláte, pendejo. ¿Cómo vas a decir eso? Ni Polo ni Mamá se ahogaron. Cortála.
-          Se pueden callar. Es increíble que ustedes se preocupen más por pelear que por ver cómo salimos de esta.
-          ¿Y a dónde vamos a ir?
-          A pedir ayuda.
-          Está lloviendo, Lucía, no podemos ir a ningún lado.
-          Además, mirá la calle. Es un río. Y no podemos dejar a la abuela sola.
-          Bueno, entonces cállense y no se peleen más.

Ya no llueve. Silencio. Se escucha el lento respirar de la abuela recostada en la cama de Mauricio. Acurrucada en la ventana, Lucía se fija en la calle. Abraza el retrato y acaricia la foto. Llora, vuelve a mirar la cara de Papá, su rostro, las lágrimas ruedan por los cachetes ruborizados. Lo aprieta contra su pecho y mira al cielo. Los hermanos duermen en la otra cama. No hay noticias de Mamá. Una lancha de los bomberos pasa iluminando las casas. Nadie sale. Cansada, se recuesta contra la pared. Duerme.

-          Lu, despertate. Dale, Lu… ¡Lucía!
-          Pará nene, ya te escuché. ¿Qué pasa?
-          Están llamando los bomberos abajo, ¿qué  les digo?
-          Dejá, voy yo. Quedate con la abuela. ¿Y Mauricio?
-          Salió a buscar a Polo y todavía no volvió.
-          ¡Qué pibe éste! No se puede quedar quieto un minuto. No te muevas de acá. Ya vengo.

Lucía baja las escaleras. Dejó de llover hace rato y el agua bajó un poco. En puntas de pie, con algo de temor y mucho asco, camina hasta la puerta. La heladera está a un costado, flota pero no obstruye la salida. El auto sí. Con cuidado, se acerca hasta la calle luego de sortear el vehículo hundido.

-          ¿Todo bien, señora?
-          Sí, oficial.
-          ¿Necesitan algo?
-          Agua. Estamos con mi abuela.
-          No tenemos, señora. ¿Quiere que la traslademos a algún lado?
-          No. Ya está. Esperemos que no vuelva a llover. Además no vino mi mamá y no queremos irnos.
-          Bueno. En un rato volvemos.

Vuelve lento. Trata de no pensar en lo que hay abajo y roza sus pies. Cierra los ojos. Evita oler. Una mezcla de cloaca con petróleo vuelve el aire espeso, difícil de respirar. Sube las escaleras y se acurruca en el mismo lugar de toda la noche. Abraza el retrato y se recuesta contra la pared.

-          ¿Qué te dijo el bombero?
-          Nada. Si queríamos ser evacuados. Le dije que no.
-          ¿Cómo que no? ¿Qué vamos a hacer acá?
-          Esperar, Gonzalo. Eso vamos a hacer. No llueve. Mauricio y Mamá andan por ahí. No nos podemos ir. Además, sabés lo que nos va a costar a nosotros llevar a la abuela hasta el gomón. ¿Sigue dormida?
-          Sí. Parece mentira. Nosotros acá y ella durmiendo como un angelito.
-          Está así porque yo le di la pastilla. Sino, hubiera sido peor.

Gonzalo se acuesta. Lucía cierra los ojos en busca del sueño perdido y se apoya contra la pared.
El sol la despierta. No entiende dónde está. Mira por la ventana y ve que el agua sigue bajando. Otra vez el olor. Deja el retrato y baja. No hay señales de Mauricio ni de Mamá. “¿Dónde se metieron estos dos?”. El agua llega por los tobillos. Animada, sube y despierta a su hermano.

-          Gonzalo, vení. Ayudáme a mover las cosas.
-          ¿Qué? ¿Estás loca, vos?
-          No, dale vení. Empecemos a ordenar y limpiar.
-          Bueno.

Los hermanos miran la escena. La heladera apoyada en un rincón, con las puertas abiertas. Un televisor boca abajo se choca con el equipo de música. Lucía suspira, se arremanga el buzo y empieza. Los objetos se le resbalan de las manos. Están engrasados y embarrados. Respira hondo para no vomitar. Apoya el microonda en la mesada y le indica a su hermano que haga lo mismo con el equipo de música y la tele. Despejan la cocina. Llevan los electrodomésticos al patio, menos la heladera que sigue pesada y difícil de mover por el agua. Se acuerda de su pieza, la de Mamá y la de la abuela. Camina rápido, con esfuerzo por el peso del agua.

Entra a su cuarto y rompe en llanto, pero silencioso. No quedó nada. O sí, pero todo está destruido, mojado, arruinado. La ropa flota por la habitación. El ropero deformado, hinchado. La cama, corrida de lugar. Libros, papeles, discos, apuntes, cartas, fotos, se bambalean al ritmo del oleaje que produce su andar. Las cortinas están manchadas, mitad blancas, mitad negras. Sale. Recorre la casa y encuentra escenas similares.

Mauricio se asoma por la reja de la entrada y llama a su hermana.
-          ¿Dónde estabas, nene?
-          Fui a buscar a Polo, pero no hubo caso. Y de paso me fui a lo del tío a ver si estaba Mamá.
-          ¿Y? ¿Estaba ahí?
-          Sí, le dije que se quedara. Vine caminando porque es imposible andar en auto. No sabés lo que es la ciudad, Lu. Un desastre.
-          Con mirar nuestra casa me alcanza.
-          En una hora viene el tío a buscar a la abuela. ¿Y Gonzalo?
-          Está tratando de ordenar un poco la pieza de Mamá. Perdimos todo Mauricio, todo.
-          No llores, Lu. Ya está. Al menos estamos bien.
-          ¿Y a quién le importa estar bien? Dejáme de joder.
-          ¿Qué pasa acá? Me cagan a pedos a mí y ahora se pelean ustedes.
-          Vení, pendejo, acompañáme a lo del tío así lo guiamos para que venga a buscar a la abuela.
-          ¿Y Mamá?
-          Está con ellos.
-          Vayan, yo me quedo con la abuela. Voy a despertarla y prepararla para darle la noticia.

Sube lento las escaleras. Cierra los ojos. Se acerca a la cama y acaricia el pelo de la abuela. Le da un beso en la frente y la mueve despacito para despertarla. Mira la pieza. Busca el retrato. Lo abraza. Besa el rostro de su papá y vuelve a con su abuela. La señora se incorpora, adormecida. Mira a Lucía, al retrato y sonríe. “Qué lindo la pasamos en tus 15, Lu”. Lucía se ríe, llora, abraza a su abuela, al retrato.  

jueves, 27 de marzo de 2014

Polvo volátil

El pincel delineador pasa suave por el filo del párpado. Primero hacia afuera y después para adentro, así fija el color negro con una línea fina casi imperceptible. Repite la acción en el otro ojo. Toma el rímel, resalta las pestañas con un tono oscuro, entre violáceo y gris metalizado. Se moja con saliva el dedo índice y corrige un detalle. Toma el mentón, eleva unos milímetros el rostro y se aleja para adquirir perspectiva. Repasa otra vez las pestañas, ahora con el arqueador para darles la forma definitiva.

Revuelve el estuche hasta dar con el corrector. Se empapa el índice y deja tres manchitas en ambas ojeras. Esparce repiqueteando con sus dedos cerca de los ojos hasta los pómulos. Toma el mentón, baja unos milímetros el rostro y se corre hacia la derecha. Después a la izquierda, evitando hacer sombra sobre su obra. Junta los labios, se rasca una mejilla con el pincel y suspira. Vuelve al estuche.

Saca el rubor y lo aplica con sutileza. Apenas carga las cerdas del pincel, repasa con suavidad por ambos cachetes. Se aleja, da un paso a la derecha, uno al centro, otro a la izquierda. Corrige la luz. Asiente con la cabeza y mira la hora. “Va a sonar el despertador”, piensa. La chicharra de la alarma no la sorprende. Apaga el reloj, se dirige a la cocina y prepara el desayuno.

—Buen día, mami, ¿cómo estás?
—…
—Te hago el té con leche. ¿Quéres tostadas de pan blanco o negro?
—…
—Ya sé que siempre comés negro, pero por ahí querías cambiar un poco. Compré una mermelada de arándanos que te va a encantar.
—…
—No seas así, mami. Sabés que los arándanos se parecen a los frutos silvestres. Cambiá un poco ese humor.

El silbido de la pava marca el comienzo de la preparación. Cinco cucharadas de té en hebras, un chorrito de agua fría y después de unos segundos el agua hirviendo. Dos minutos en reposo y listo para servirse en la tetera blanca de porcelana con finos arabescos azules. El resto del juego está en la mesa. Las tazas, el jarrito con leche tibia, los platos y las cucharas de plata herencia de la abuela.
Llena hasta la mitad la taza. El té humeante, negro, empaña los cachetes de la madre. Un chorro largo de leche tibia tiñe el recipiente de un color más claro. Ahora se aboca a su taza. Sirve casi hasta el tope y la decora con dos gotitas de limón. Unta las tostadas con la mermelada de arándanos. Dos en el plato de enfrente, otras dos para ella.

—Y, mami, ¿está rico el té?
—…
—Es importado. Me lo trajo una clienta de Inglaterra en señal de agradecimiento. ¿Viste que es un poco más dulce que el nuestro? Lo dejé un rato más en reposo porque sé que te gusta bien negro. Igual no entiendo porqué le ponés leche, pero bueno.
—…
—¿Miraste las noticias? ¿Querés que ponga a Mauro un rato? Los noticieros de la mañana son muy aburridos, pero el de él me hace acordar a nuestras épocas. ¡Cómo nos divertíamos!
—…
—Es verdad, terminó siendo nuestra ruina pero no digas que no la pasábamos bien. Todos los días emperifolladas como dos reinas, sentadas en esos sillones caros, hablando y opinando de todo. En fin…
—…
—¿Terminaste? ¿No vas a tomar más? Serás tozuda, no tocaste las tostadas con mermelada de arándanos. Está bien, mañana compro la de frutos rojos y listo. ¿Contenta?
—…
—Bueno, te dejo así me pongo a trabajar.

Levanta la mesa, deja todo en la bacha de la cocina. Entra al baño, se lava la cara. Recoge su largo y oscuro pelo en una cola de caballo bien tirante. Se lava los dientes, las manos, se ata la bata de satén blanco que recubre el déshabillé rosa con encajes blancos en el pecho. Chancletea hasta encajar en sus pies en las pantuflas y vuelve al trabajo.

Prende la luz y acerca la silla con rueditas. Revuelve el estuche hasta dar con los pintalabios. No se decide. Rojo, morado, marrón o violeta. “Tiene que ser discreto”. Se decide por uno rosa, con un leve tono fucsia. Con el delineador dibuja primero la parte superior y luego la inferior. Lo hace despacio. “La boca es la zona más sensible”. Después rellena lo que queda con el rouge y retoca con un cotonete empapado en alcohol. De un empujón con las piernas se aleja para admirar lo hecho hasta ahí. “Creo que ya está”.

El aromatizador de ambiente larga la estela de aire perfumado. Aires de montaña con reminiscencias cítricas y madera. Así se lee en el aerosol. Una gota de sudor nace en la frente, baja por la mejilla dejando una huella entre turquesa y verdosa. “La puta madre. Este calor de mierda me arruina todo”. Se huele la axila derecha, seca los bigotes de transpiración y prende el aire acondicionado. Primero en 20, después en 19, por último en 18 grados. “Y ahora cómo carajo soluciono esto”, magulla entre dientes.

Prende el reflector de luz negra. Apaga las luces y repasa con detalle las imperfecciones. Las corrige con el pincel del rubor. Un par de trazos leves, las cerdas acarician la cara. Corrigen de a poco las manchas y el surco dejado por la gota de sudor. Acerca su rostro a la obra. Cierra los ojos y abre las fosas nasales. Olfatea con detenimiento. Frunce la nariz, contiene el estornudo, se frota. Piensa. “Polvo volátil. Eso. Así lo soluciono”.

Revuelve el estuche de los cosméticos y saca el frasco transparente con un polvo color piel. Apoya un pincel de brocha gorda. Con suavidad lo esparce por todo el rostro. De arriba hacia abajo, de izquierda a derecha. Con un algodón apenas humedecido corrige las imperfecciones. Acerca la cara, huele, sopla. “Listo, ahora sí. Voy a dejar el aire en 16 así el calor no me rompe más las estructuras”.

—¿Todo bien mami? ¿Qué estás haciendo? ¿Querés que apague la tele y ponga la radio?
—…
—Bueno, ta bien. Te dejo la tele pero bajá el volumen porque estoy terminado un trabajo que entrego en menos de media hora y no me quiero desconcentrar.
—…
—Y bueno, mami, ¿qué querés que haga? Esto nos da de comer. Todo lo que nos dejó estar de aquel lado del aparato se esfumó con tu enfermedad. Ahora ya estás bien pero hay que pagar deudas. A mí me gusta.
—…
—El olor lo sentís vos. Los vecinos no se quejan. Además siempre mantengo limpio y ventilado.

El timbre la altera. “Mierda. No me digas que es el empleado”. Mira la hora. 11.50. “Justo hoy se le dio por ser puntual a este pendejo”. Con un tono de voz amable atiende el portero eléctrico. Aprieta con fuerza los dos botones que abren la puerta del zaguán. Chancletea apurada. Se cierra la bata, acomoda su pelo, espera firme de frente a la puerta. Casi al momento que suena el timbre, abre.

El joven saluda con vergüenza. Viste un traje negro, camisa blanca y zapatos gastados al tono. Peinado a la gomina, perfumado con colonia, sonríe cuando es invitado a pasar. Casi no levanta la mirada del piso y permanece con las manos entrelazadas al frente, a la altura del vientre.

—¿Querés tomar algo? ¿Café, té?
—No, señora, se lo agradezco. Hagamos rápido el trámite así el patrón no me reta.
—Despreocupate. Vení, acompañame al estudio que te entrego todo.
El joven asiente y sigue los pasos de ella con cautela. A medida que se acerca a la habitación siente el vaho que lo envuelve. Contiene la respiración pero al instante tapa su boca y nariz con la mano. En el camino pasan por la cocina y divisa una figura estática, impávida, sentada frente a un televisor con el volumen alto. El olor lo mantiene ocupado y el apuro por irse lo inquieta.

—Acá está. ¿Querés que te ayude a cerrar el cajón?
—No, gracias señora.
—Bueno, como quieras. Lo único que te pido es que tengas cuidado cuando bajás con el carrito por si se corre el maquillaje. No quiero que se arruine mi obra maestra.
—No se preocupe, señora. ¿Me firma acá?
—Listo. Y tomá, por la molestia de venir hasta acá.

El muchacho acepta el billete de 100 pesos con pudor. Lo guarda en el bolsillo del saco y comienza a arrastrar el carrito donde posa el ataúd. Es pesado, le cuesta moverlo. Otra vez pasa por la cocina. Esta vez más lento por el peso del carro. Se sorprende por ver la escena repetida: la figura estática, el televisor, el volumen altísimo. Ahora observa. Una y otra vez. Detiene la marcha. Su vista está fija en la escena de la cocina. La anciana rubia, pétrea, sobre la silla. Maquillada con colores fuertes, llamativos. Lleva un camisón de seda negro largo. El rostro duro, los ojos perdidos. El olor que viene de allí es aún más fuerte que el de la habitación anterior. Entre asustado y curioso, recorre despacio la distancia entre el pasillo y la anciana. A unos dos metros, se transforma.

Un grito de terror supera al volumen del televisor. El joven corre hacia el cajón, busca la salida. Ella trata de persuadirlo, de contenerlo con gestos y más billetes de 100 pesos que asoman por ramilletes en la mano derecha. El muchacho grita: “No, no, no”. Empuja con fuerza el carro, abre la puerta y toma el ascensor.

—¿Me querés explicar qué le hiciste a ese pobre chico que salió aterrado?
—…
—¿Acaso le contaste de nuestro pasado o de quiénes éramos diez años atrás?
—…
—Dejáme de joder, mamá. Estoy impecable. Este déshabillé lo estrené el día que me casé con Poli y está perfecto. No se asustó por mí, se espantó por vos.
—…
—Como quieras, voy a ordenar el estudio y me voy al gimnasio. Seguí con la tele.

Entra al cuarto y elige la ropa. Calza negra, musculosa roja, zapatillas grises. Se cambia con calma. Suena el timbre. Apura el paso y atiende. Se sorprende. Aprieta con fuerza los dos botones del portero eléctrico. Se arregla el pelo y espera frente a la puerta del departamento. Antes que suene el timbre, abre.
Dos oficiales de policía la saludan.
—¿Señora Fernanda Villar?
—Sí, soy yo.
—Tenemos una denuncia por malos olores y queremos saber si podemos inspeccionar su inmueble.
—¿Una denuncia por mal olor? Si mantengo todo impecable, ¿en qué cabeza cabe?
—Ya es el quinto llamado que recibimos de los vecinos. ¿Podemos pasar?
—Sí, pasen.
—…
—Es la Policía, mamá. La yegua del 5° o el cornudo del 8° o cualquiera se quejó por malos olores. Pero ya se van.
—¿Con quién habla, señora?
—Con mi mamá que está en la cocina.
El oficial la aparta con el brazo y se dirige a la cocina. Desde el pasillo percibe el olor nauseabundo, se lleva un pañuelo a la boca. Al llegar, se espanta. Da unos pasos hacia atrás, a los tumbos, mientras manotea el handy.
—Guzmán, llamá a Policía Científica y a la morgue. Tenemos un cadáver en avanzado estado de descomposición.
—Pero ¿que está diciendo? ¿Perdió el sentido acaso?
—Señora, nos va a tener que acompañar. Esta mujer está muerta y tenemos que determinar las causas.
—¿Cómo que muerta? Mamá, explicale al señor que el olor es por tu enfermedad.
—…
—Mamá, te lo pido por favor. Explicales a estos policías que no estoy loca.
—…
—Mamá, no te rías y decí algo. Toda la vida cuidándote y ¿me pagás así?
—…

Uno de los agentes la toma del brazo y la lleva hacia la puerta. Fernanda se resiste. Hace fuerza para que no la lleven. El oficial pide la ayuda de su compañero y entre los dos la arrastran afuera del departamento. Sigue gritando.
—¡Mamá! Di la vida por vos y ¿así me pagás? Olvidate de las vacaciones en Punta del Este. Cuando le cuente a Poli lo que hiciste se te corta el chorro.

Los gritos se disipan en el pasillo y bajan por el ascensor. En el departamento, el televisor sigue a todo volumen. El cadáver de la madre, pétreo, con el maquillaje corrido por la humedad que en—tró al dejar la puerta abierta.

jueves, 2 de enero de 2014

Las Marianas

La mosca se posa en la sien y se espanta ante la gota de transpiración del pelo que cae en cascada rumbo al cachete. El zumbido lo despierta inquieto y el sol le da la bienvenida con la furia de febrero. Se incorpora en el asiento trasero y despega su remera mojada de la cuerina sintética. Mira por la ventanilla para encontrarse con el mismo paisaje: campo, alambrado y vacas. Por el retrovisor, la mirada de su padre devuelve una sonrisa. Su madre, atenta a la comunicación, rompe el silencio.
—Buen día, dormilón. Ya era hora. En un ratito llegamos.
Responde con una mueca de indiferencia y pega su cabeza contra la ventanilla que está mitad abierta. El viento cálido de la ruta le revuelve el pelo renegrido. Los mechones golpean el vidrio del lado de afuera con su cara transpira pegada al vidrio. Mira el camino con un dejo de resignación. Piensa: “Otra vez febrero, otra vez Navarro, otra vez Las Marianas”.
Las Marianas es un pueblo perdido de la provincia de Buenos Aires lindero a Navarro, donde fue fusilado Manuel Dorrego a manos de Lavalle. Se trata, además, del lugar natal de su madre y toda su familia. Irlandeses que llegaron al país en busca de una mejor vida y un mejor clima. Allí se instalaron y desplegaron sus costumbres: la buena cocina, nombrar a sus hijos en inglés y un glosario de enfermedades derivadas de alcoholismo.
—Vamos derecho al campo —indica su madre al padre, que asiente sin decir nada.
La resignación se transforma en tedio anticipado. No hay TV y la casa tiene ese olor a guardado que nunca se va por más que se ventile. Los tábanos son los amos y señores del parque, y por el amplio espacio del campo de 64 hectáreas el calor es el rey. No hay pileta, sólo un tanque australiano que sirve para riego, con piso de barro y un verdín permanente. El refresco lo proporciona una bomba cerca de la ligustrina que casi siempre está sitiada por avispas. La vida silvestre se completa con un par de caballos viejos y parcos para la montura, perros sucios, gallinas, gansos y todo tipo de ratas.
Estar ahí más de un día es un suplicio para él. La TV es su mejor amiga y sabe que no estará disponible en todo el fin de semana. El rifle de aire comprimido es para los grandes. Andar en tractor es suicida porque el sol pega duro y todavía le duele la espalda de las quemaduras en las vacaciones playeras. Tampoco hay chicos con los que pueda pasar el rato. Sus primos son porteños y odian el campo tanto como él. Sus hermanos son mayores y se juntan con los adultos. No le queda otra que ser una carga para sus papás, sus tíos y su abuela.
El auto entra en el camino de asfalto y recorre los pocos kilómetros que separan Las Marianas de Navarro; deja una estela larguísima de polvo. Por pedido de su madre sube la ventanilla y el calor se vuelve insoportable. El Renault 12 blanco acelera mientras desfilan a su paso plantaciones de maíz y girasol.
—Ahí viene el cruce, agarrate —grita su papá, emocionado.
Se afirma al asiento de atrás mientras pasan el cruce ferroviario a toda velocidad, haciendo vibrar el auto. Las risotadas de los tres cortan la monotonía que reaparece con la llegada a la tranquera.
—Ma, ¿puedo abrir? —interrumpe.
Su madre asiente con la cabeza y sale disparado hacia la enorme puerta de madera. Es lo único que lo entusiasma de visitar el campo. Mira el sendero y en el horizonte divisa la casona. El bocinazo lo saca del trance y de un salto sube para recorrer los pocos kilómetros hasta el destino final.
Del silencio de la tranquera al concierto de chicharras, palomas, chajás, vacas y gallinas. Otros saldrían disparados a jugar con los animales, a comer quinotos o cazar cuises, pero él no siente esa atracción. Escucha estos sonidos y extraña aquellos que le son familiares: bocinas, frenadas, motores, ciudad.  Su angustia se completa con el calor.
Los febreros se visita el campo, casi como tradición. No hay lugar donde se escape del calor. Ni en la galería, ni en el tanque australiano ni en la bomba. Quizás se alivia un rato, pero de inmediato llegan los bichos. Está todo el tiempo transpirado, incluso sentado. Añora el invierno y su ritmo de vida. El despertar de su padre a la mañana, el olor a pan tostado mezclado con café, el sabor de la chocolatada tibia que entra a la garganta, los scones hechos por mamá, el lemon pie de la abuela, los dibujitos de la tarde y la galletitería de la esquina atendida por el visco. Nada de eso existe en verano.
Al caminar por el pasto lo recibe un bicho colorado que lo pica y le saca ronchas en las piernas. Alérgico, se lamenta porque sabe que estará todo el fin de semana rascándose y maldiciendo el día que lo llevaron al campo. Su madre le pasará talco y agua con alcohol, pero la picazón seguirá hasta que se vuelva cáscara.
—¡Al final llegaron! —dice la abuela—. Vengan que hice manteca para el desayuno.
La comida. Ni la manteca, ni el queso, ni la leche ni el dulce de leche hechos en el campo son de su gusto. Le da un profundo asco ver su proceso de elaboración. Su abuela, nacida y criada en Las Marianas, ignora que él desprecia esto y le prepara chocolatadas con leche recién ordeñada. Un sorbo, una expresión de asco y a la pileta de la cocina. Come galleta dura con dulce de durazno y sale despedido de la cocina. Se entristece al saber que estará todo el fin de semana tomando té o mate cocido con tal de evitar la leche casera.
—No te preocupes, mamá, es así. No le gusta nada. Es un caquita.
—Esta leche es mejor que la de sachet y esta manteca más sabrosa. ¿Cómo puede ser que no te guste? —completa su padre guiñándole un ojo.
A los días agobiantes se le suman noches eternas. Los colchones de pluma de gallina son incómodos y los ruidos constantes lo aterran. Piezas amplias que se comunican por numerosas puertas. Cada dos habitaciones hay un baño, casi tan grande como los ambientes anteriores. La tabla rota del inodoro le pellizca la cola y el bidet le queda grande. No hay ducha. El agua se calienta en ollas y se sirve en regadera; la fría es de la bomba y es como un hielo. Apenas entra una rendija de luz se despierta, cansado de dormir mal y tener pesadillas.
Mientras su abuela mata gallinas, su madre lava verdura en la bomba, su tío anda en el tractor y su padre limpia las herramientas del taller, él decide investigar la casa. Abre puertas y más puertas para llegar siempre a la cocina. Una sola está cerrada con llave y eso lo intriga. Ensaya un interrogatorio pero su madre le contesta con una generalidad:
—No hay nada ahí, se guardan cosas viejas nada más.
En el comedor los retratos lo intimidan. Fotos en blanco y negro de personas muy jóvenes, la mayoría, muertas. De grande, entenderá que el cáncer es la enfermedad común de la familia materna aunque una consecuencia de adicciones  mortales como el cigarrillo o el alcohol. Un bigotón con los ojos chicos y una elegancia ajena al resto, le llaman la atención. Toma el pesado portarretrato de bronce y le pregunta entusiasmado a su mamá.
—Ese es mi abuelo, el irlandés. William se  llamaba. Él fue quien inició la tradición acá en Argentina. Murió antes de los cincuenta por cáncer de colon. Un borracho divino, según contaba mi papá. Desayunaba brandy y en plena noche se despachaba con una copita de licor de huevo.
Cuando su madre contaba la historia él pensaba en los parientes que no había conocido: el abuelo John, el tío Mike, la tía Maggie, y apenas a la tía Mole. Muertos a edad temprana. Todos borrachos.
La investigación ya no le parece divertida. El mecano oxidado se lo llevó su primo y el rifle de aire comprimido lo tiene su tío para espantar teros. Todavía lo intriga la puerta cerrada con llave. Piensa qué puede esconder mientras gira y gira colgado de la columna de la galería. Entiende que lo mejor será ir y preguntarle a su padre.
El taller, o galpón, como lo llama su tío, es una habitación que servía de baño para los peones en el apogeo de la producción. Ahora es un depósito de viejas miserias y chucherías inservibles, ideales para su papá: “arreglatutti”. Abre la puerta con cautela y lo observa en cuero, con las manos llenas de grasa, tratando de reparar el motor de la bomba.
—Si esta mierda anduviera no tendríamos que bombear a mano el agua. Pero no hay caso, no encuentro qué tiene roto.
Indaga el galpón. No entra ni un alfiler de la mugre y las porquerías que hay. Motos, bicicletas y hasta un auto yacen sin vida en ese lugar caluroso, con olor a grasa y mierda de gallina. Ve un machete y lo toma sin pedir permiso. Mientras juega a ser el “Zorro”, le pregunta sutilmente a su padre que hay en la habitación cerrada.
—Mugre, que va a haber. Algunos muebles viejos y las cosas de tu abuelo John. Nada que le interese a un chico como vos.
Recuerda que la pieza da al patio y puede espiar por la ventana para desterrar el misterio. Besa a su papá y escapa. Agitado llega al patio y ve a su abuela  en el tendedero colgando sábanas. Pero ella no lo observa. Sigiloso, se acerca a la ventana y se asoma tapando su cara con las manos para ver mejor.  La abuela nota su presencia.
—¿Qué usted hace ahí?, ¿qué espía?
No sabe qué decir, está paralizado por la vergüenza. Un tibio “nada” le sale cuando el reto se hace más grande.
—¡Vaya a jugar con los perros! ¡Ahí no hay nada que le interesa a usted! ¡Vamos, su ruta!
Cuando pregunta si esa es la pieza del abuelo John, los ojos de la anciana se llenan de lágrimas y la voz se ahoga de bronca.
—¡Qué le importa a usted! ¡Raje de acá! ¡Le voy a decir a su madre que se anda metiendo donde no debe! ¡Fuera, vamos!
Pega el mentón al pecho y camina hacia la planta de duraznos. Arranca uno, lo lustra con la remera y come. Es lo único que le gusta de allí: los duraznos. Son dulces como en ningún lugar y crecen a montones. En febrero están mejor que nunca, bien maduros y sabrosos. Mastica y piensa. Se imagina historias tenebrosas alrededor de la pieza. Ríe, desenfunda el machete y vuelve a su mundo de aventuras. Más tarde su madre lo retará por espiar y su tío le prohibirá usar la herramienta como espada. La noche volverá a ser larga y el domingo, infinito hasta que el cálido sol de la ruta lo adormezca y despierte en su departamento de ciudad.