jueves, 13 de diciembre de 2012

En el año del conejo


Revuelve el vaso con la mano izquierda. Dos vueltas a la derecha y dos a la izquierda para que el hielo enfríe el whisky. Toma el primer sorbo. Traga y saborea sin sacar la vista del fondo para repetir de inmediato la acción. Primero calor en el estómago y después ese golpe seco en la cabeza. Prende un habano, se sienta en el sillón de cuero verde y admira en penumbra la llegada de la noche. Se saca el anillo del dedo meñique con la boca y lo escupe en el whisky. Otras dos vueltas para cada lado y de nuevo el sorbo. Esta vez es un fondo blanco que se torna en un vórtice que succiona todo: líquido, hielo, anillo. Con la lengua rescata el objeto y lo pone con la boca en su mano derecha al momento que traga y disfruta del dulce dolor que le da tomar tan rápido.
Mientras fuma largas pitadas admira a trasluz el anillo. La esvástica engarzada en el medio brilla y le ilumina los ojos. Muerde el puro con las muelas mientras acaricia con los índices los ribetes rojos, negros y dorados. Un destello de luz verde y el posterior ruido lo sacan del trance. Inspecciona en silencio la habitación oscura, atestada de humo y olor a transpiración. Las aspas del ventilador giran y giran pero el aire que devuelven es más caliente que el de afuera. Mira por la persiana entreabierta lo que pasa en la calle. No hay un alma. Es 31 de diciembre y la gente está reunida esperando el nuevo milenio. Pero él no, está preocupado. Prende la luz del velador y se topa con un espejo que le devuelve una imagen rústica, desagradable. Calzoncillos blancos, medias de nylon negras, pantuflas, el habano en la boca, el anillo en la mano y la panza reluciente por el sudor.
“Es el año del conejo. No puedo creer que nadie se entere”, murmura mientras indaga una vez más la calle desierta. De golpe levanta la vista advertido por un ruido, sigue con la cabeza la trayectoria azul y desliza una sonrisa cuando la cañita voladora explota en lo alto de los edificios. Vuelve al sillón y prende el televisor. El zapping tampoco le entrega indicios precisos. Un recital de INXS, un canal en cuenta regresiva y varias películas sobre la Navidad, el Año Nuevo y Acción de Gracias. Entrega otra risa desganada y apaga. “Todos viven como si no pasara nada. Dios mío. Pobre de ellos”, murmura entre dientes. Estira  la mano y toma la revista que reposa en la mesita ratona. Es vieja, tiene casi un año pero a él lo marcó. Las hojas están arrugadas y algunas están por el uso. Pero el artículo que lo atrapó está intacto.
Durante el año chino, que es lunar, y comprende desde el 6 de febrero de 1999 hasta el 27 de enero del 2000, está dominado por el signo del Conejo con el elemento Tierra.
El elemento de tierra en este animal, el Conejo, lo hace más práctico y realista, alejándolo de las abstracciones y pérdida de tiempo. Sigue cuidándose de los demás pero no olvidando cuidar de sí mismo. La naturaleza particularmente amorosa que caracteriza al conejo, en combinación con la tierra lo vuelve más centrado y puede enfocar su atención en los detalles, hasta llegar incluso a ver solo los árboles en vez de ver el bosque.
La calidez característica del conejo y su natural elegancia, lo hacen más magnético en las relaciones interpersonales que otros animales con la tierra como elemento a desarrollar.  
Tira la revista contra la mesa y suspira de bronca. Chancletea con las pantuflas hasta llegar al baño. De un saque se  toma tres pastillas verdes. Las mastica y no se deja intimidar por el sabor a tiza que tienen. Abre la canilla del lavatorio y se prende para bajar la pasta que se le formó en la boca. Eructa con fuerza, abriendo bien la boca y emitiendo un feroz rugido. Se seca la boca con la muñeca y escupe en el lavatorio. Abre la mano derecha donde sostenía con fuerza el anillo y se lo vuelve a poner en el meñique. Otra vez al sillón verde. Otra vez la tele y otra vez nada. “Es al año del conejo y nadie se entera”, rechina. Vuelve a la ventana llamado por los cada vez más frecuentes fuegos artificiales y petardos. Mira el reloj y se percata que son las 12. “Feliz año nuevo”, grita con la ventana cerrada y la persiana a medio abrir. “Feliz año del conejo”, murmura con bronca.
El ruido de la calle lo aturde. Vuelve a prender el habano y llena el vaso con whisky. Mira la botella casi vacía. Preocupado abre el armario que está debajo de la tele y se da cuenta que no tiene más. “¿Dónde mierda consigo a esta hora?”, dice en voz alta mientras se queda colgado en un punto de fuga. Chista, patea las pantuflas y va a la pieza. Se cambia con desgano, con bronca. Camisa manga corta, bermudas azules y mocasines marrones de gamuza con las mismas medias negras de nylon. Se peina con la mano, guarda la billetera en el bolsillo trasero y sale. En el pasillo escucha el silencio del edificio. No hay nadie. Todos se fueron a la quinta de algún familiar o a un restaurante para pasar fin de año. Llama al ascensor que con el ruido habitual corta la monotonía creada por la penumbra y la ausencia de sonido. Baja y en el hall encuentra infraganti al portero tomando un vaso de sidra. Ensaya un esforzado saludo de felicidades y gana la calle.
Camina y camina en búsqueda de un kiosco que venda alcohol, pero especialmente el whisky que tanto le gusta. Johnny Walker etiqueta azul 12 años añejado. Difícil de conseguir, imposible en uno de los pocos días donde casi todo está cerrado. Igual no claudica en su búsqueda. Sigue de peregrinación hasta que toma conciencia que está muy lejos de su casa y tampoco hay taxis en la calle. Sí hay gente, que en vez de tranquilizarlo lo altera. “Es el año del conejo y yo sin whisky. No lo puedo creer”, grita en medio de la vereda y frente al quinto local cerrado que encuentra.  Su búsqueda cambia de rumbo. Ahora no quiere comprar el whisky, sino simplemente tomarlo en algún lado. Va por bares.
Se dirige al centro y encuentra a todos abiertos. Pero en ellos una multitud que lo desencaja. Transpira por el calor y por los nervios. Evita el contacto, el roce y hasta el cruce con cualquier persona. En una misma cuadra amaga con entrar a dos bares pero se espanta por el ruido, el olor o las personas. Llega al final de la calle y cansado de caminar ingresa en el que le parece el más adecuado. Apurado, se dirige a la barra y le pide un trago con dos medidas de Johnny Walker etiqueta azul 12 años añejado sin hielo. El mozo lo mira extrañado, pero igual cumple con el pedido. De dos sorbos se toma la bebida, paga y sale apresurado del bar.
El calor del whisky y del ambiente lo convierten en un mar de sudor. Camina rápido rumbo a su departamento. Está lejos y desesperado. Esquiva gente y autos con tal de llegar rápido. “Es el año del conejo y todos siguen como si nada fuera a pasar”, murmura constantemente  mientras acelera cada vez más el paso. Cansado de no llegar decide correr. Lo hace con torpeza porque la panza no lo deja mover bien. Como tampoco sabe respirar, jadea y le dan arcadas porque se ahoga con facilidad. Igual no se detiene. Continúa su agónico trote hasta llegar a su edificio. No hay nadie, ni el portero. La luz del hall está apagada y apenas lo ilumina la luz de la calle. Los ruidos siguen. Petardos, fuegos artificiales, música, sirenas, frenadas, gritos. Cierra la puerta y lo recibe el silencio. Lo que antes lo aturdía ahora es un bálsamo que lo relaja. Sube los siete pisos en el ascensor hasta llegar a su departamento.
Abre la puerta y encuentra el mismo panorama que dejó al salir. La botella de whisky abierta, las pantuflas desparramadas, el ventilador andando, la tele apagada y la persiana entre abierta. Suspira aliviado. Se dirige a la heladera y saca hielo del congelador. Pone tres cubitos en el vaso y lo llena casi al tope con lo último de whisky que hay en la botella. Se sienta en el sillón de cuerdo verde y prende el habano que descansa sobre el cenicero. Alterna un trago con una pitada, así hasta terminar el vaso e inundar de humo la habitación. Besa el anillo con la esvástica engarzada y suspira: “Es el año del conejo. No puedo creer que todavía nadie se dé cuenta”.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Soy el rey lagartija, puedo hacer lo que quiera


Metió la mano en el bolsillo del vaquero, sacó el paquete de chicles y se apuró para meterse uno en la boca antes que terminara la canción. Pero el tac del walkman llegó antes y tuvo que comenzar a rebobinar mientras le daba las primeras mordidas a la pequeña tableta de goma sabor menta fuerte. No se cansaba de escuchar una y otra vez las mismas canciones. Era su mejor manera de aprender, no solo las letras sino también las melodías. Pero la práctica no era lo suyo, su placer estaba en el mero disfrute de escuchar.
Con el volumen al máximo caminaba las cinco cuadras que separaban su casa de la parada del micro. Era rutinario, tenía bien marcado el tiempo, los pasos y la frecuencia de los colectivos que lo llevarían a la escuela. Hasta veía las mismas caras que cumplían una rutina similar. El paso nunca se alteraba, sin importar el apuro. La música era lo que marcabael ritmo. Esa mañana había estado con dudas en cuanto a lo que quería escuchar. Siempre llevaba en la mochila dos o tres cassettes con diferentes discos. Los de 90 minutos eran más pesados pero entraban dos discos y los prefería en lugar de los de 60. Lástima que se consumieran tantas pilas rebobinando, pero para eso estaba la salvadora bic azul sin capuchón ni cartucho. Siempre tenía claro qué escuchar desde la noche anterior, pero ese día no tenía idea. Tomó varios y pensó en decidirse en el camino.
Out of our heads fue lo primero que encontró su mano. Un disco de los Rolling Stones que se había comprado años antes y que amaba porque era una verdadera rareza. Los Stones eran su banda de cabecera, no tanto por elección sino más bien por herencia. Hermano menor de cuatro, creció rodeado de lenguas, discos y posters de la banda. Ya más grande casi que no tuvo elección. Antes de poner el cassette se fijó si estaba desde cero. Respiró al ver la cinta transparente y lo introdujo en el tosco walkman amarillo que le había robado a su hermano. El tamaño era lo peor que tenía, aunque lo elegía por el sonido. Igual extrañaba el negro que le habían regalado un par de cumpleaños atrás y que sucumbió en medio de la euforia del viaje a Bariloche.
Ya en el micro, se ubicó en el mismo asiento de todos los días. El anteúltimo de la fila de individuales. Le gustaba porque no estaba demasiado adelante, lo que lo obligaba a ceder el lugar a una vieja o embarazada, ni cerca de la puerta trasera, donde el permanente abrir y cerrar lo congelaba en invierno y lo fastidiaba en verano. El cassette de los Stones ya iba por la mitad del primer lado cuando sacó de su mochila el libro que le había encargado la profesora de literatura. Leer definitivamente no era su primera opción, pero no le quedaba otra si quería aprobar la materia y estudiar Periodismo al año siguiente. Pese al disgusto de tener que hacerlo, disfrutaba de eso. “El extranjero” le parecía fascinante y en parte se identificaba con el protagonista. Pero leía lento y muchas veces se perdía con alguna parte de una canción favorita.
Después de 50 minutos llegó al colegio y se apuró para comer un chicle antes que terminara el cassette. Pero nunca tenía éxito y el tac lo anticipaba siempre. Todos sus compañeros fumaban compulsivamente. Él tuvo ese mismo impulso a los 13 años pero lo abandonó porque no le gustaba. Remplazó esa necesidad de saciar ansiedades por el chicle. Comía todo el día y en todo lugar. Siempre el mismo gusto: menta fuerte. “El de paquete negro” solía decirle a los kiosqueros cuando no entendían su pedido. Aquella mañana salió antes de lo esperado, como casi todas. El faltazo de la de Geopolítica les vino perfecto para estar dos horas antes en la calle. Mientras sus compañeros planeaban a dónde ir, él sólo tenía en mente un lugar: Musimundo. Esa casa de discos era su lugar en el mundo. No iba muy seguido porque le daba rabia y tristeza no tener la plata suficiente para comprarse todo lo que quería, pero si tenía un lugar libre pasaba para ver, al menos, las novedades o escuchar algo de lo que se compraría con ahorros o pediría de regalo de cumpleaños.
Y allí fue. Cruzó Plaza Moreno, tomó 51 y se separó del grupo en 8 y 50. Sus amigos entraron a tapar arterias en Mc Donalds pero él siguió por 8 hasta 47. Saludó al florero de la esquina, cruzó y tomó por 47 hasta mitad de cuadra. Dejó la mochila en un locker y se zambulló en su paraíso terrenal. Desde los 8 años estudiaba inglés por obligación de su madre. En un comienzo lo detestaba pero cuando entendió lo que decía aquello que él escuchaba desde chico, todo cambió. La vida tuvo otro sentido, se ampliaron las perspectivas, se sintió grande. Por eso siempre encaraba a la parte de “Rock Internacional”. Y allí fue. Primero lo primero, la herencia. Se fijó si había algún disco nuevo de los Rolling Stones. Tenía casi todos, le faltaban algunos de la década del ´80 que no eran prioritarios por recomendación de su hermano, el experto. Cansado de escuchar siempre lo mismo decidió cambiar. Se fue a la letra D y allí se topó con la mirada penetrante de un muchacho castaño con rasgos bien delineados. Le llamó la atención que estuviera sin remera mientras el resto de lo que parecía ser la banda estuviera vestida. Tomó el compact, lo inspeccionó de cerca y se sintió aún más atraído. Levantó la mirada y leyó en letras amarillas: The Doors. El diseño fue la gota que rebalsó su curiosidad. Inspeccionó su billetera y constató con decepción que no llegaba ni a 10 pesos de los 20 que valía. Con dolor lo dejó en la batea y salió del local.
Yendo a la parada del micro levantó la cabeza para cruzar avenida 7 y miró el sol que se asomaba por el edificio del Banco Provincia. “Laura”, pensó. Y sin mirar el semáforo salió corriendo al banco para pedirle un enorme favor a su hermana mayor. Subió a toda velocidad las escaleras de mármol, empujó bien fuerte la puerta giratoria sin medir las consecuencias y las topper de lona comenzaron a resbalar en su corrida por el piso lustroso del hall de entrada. Un policía lo detuvo y le llamó la atención.
-         Me quiere explicar a dónde va tan apurado.
-          Disculpe, es que tengo que ubicar a mi hermana – respondió jadeante.
-          Está bien. Pero camine y no corra. Esto es un banco, no un salón de juegos.
-          Sí, gracias oficial – respondió casi sin poder hablar por la agitación.
Caminó lento por exigencia de la autoridad pero su corazón estaba tan acelerado como antes. Miró el gran reloj que estaba en una de las esquinas para ver si estaba cerca o lejos del almuerzo, pero maldijo no saber la hora en agujas y ser un flojo hijo de la generación digital. Se acercó al mostrador de mármol que circundaba todo el salón y comenzó a cogotear para ver si estaba su hermana. La encontró en una de las cajas explicándole con suma paciencia a una señora entrada en canas cómo debía hacer un depósito. Esperó su turno y cuando la señora se fue la cara de Laura se iluminó.
-         Hola bebé. ¿Qué hacés acá? – preguntó en tono tierno que evidenciaba los 20 años de diferencia que había entre ambos.
-         Que hacés, Lau. ¿Tenés ganas de hacerme ahora el regalo de mi cumple?
-        ¿Ehh? Faltan dos meses para tu cumpleaños. ¿Qué pasó? ¿En qué quilombo te metiste? No me digas que le debés plata a alguna minita porque te juro que te mato.
-       No, nada que ver. Vi un disco que me volvió loco y no tengo guita. Te venía a manguear a vos así me lo llevo ahora para casa.
-      Ahhh era eso. Menos mal. Mirá que estás en una edad peligrosa y cualquier pendeja te puede arruinar la vida. ¿Te cuidás no? Soy muy joven para ser tía todavía.
-          ¡Ay Lau sí! ¿Me vas a prestar la plata?
-          Sí obvio corazón. ¿Cuánto necesitás?
-          Me faltan 15 pesos.
-          Bueno tomá 20. Quedate con el vuelto por si necesitás para otra cosa.
-          ¡Gracias Lau! Sos la mejor del mundo. Acabás de hacer feliz a tu hermano menor.
-          Sí, sí. Más vale que cuando vaya para tu cumple me hagas escuchar el disco, porque si me llego a enterar que fue para alguna chiquita te cuelgo de las pelotas.
-         Jaja. Despreocupáte, eso no va a pasar.
Se apoyó en el mostrador y de un salto se estiró para darle un beso a su hermana. Bajó y aceleró el paso para ir a comprar el disco. Disminuyó la marcha al pasar al lado del policía al que saludó con un impostado “Buenas tardes”. Empujó con fuerza la puerta giratoria y se eyectó como una bala al disquería. Lo compró con una sonrisa indisimulable y se fue corriendo a tomar el primer micro rumbo a su casa. Esta vez no se puso los walkman. Ni bien se sentó sacó de la bolsa el CD y empezó a indagarlo. Miró la lista de canciones, leyó los créditos y se preocupó por encontrar el nombre de ese muchacho que lo había hipnotizado con la mirada. Vocals: JimMorrison se leía en el dorso inferior izquierdo del cuadernillo. Después de leer las letras sin siquiera imaginar cómo podían sonar, le dio una segunda lectura para tratar de entender el contenido. En esa tarea consumió los 40 minutos que tardó el micro hasta su parada.
Ansioso, corrió las dos cuadras a su casa casi sin respirar. Llegó, tiró la mochila en la entrada de la escalera y se abalanzó sobre el equipo de música. Estaba solo, lo que le parecía un guiño de la providencia ya que podría poner el volumen bien alto y no tener que discutir con su madre o sus hermanos. Mientras esperaba el comienzo del disco abrió la heladera para preparar su almuerzo. El riff de batería lo encantó. A medida que se acercaba a la mesa el resto de los instrumentos lo fueron rodeando: primero el hammond, después la guitarra y por último él. Una voz gruesa, algo rasgada que de inmediato adquiría un color más oscuro y alto. Enloqueció. Largó los platos sobre la mesa, subió el volumen a un nivel insano y arrancó el librito. “Break on through” era esa canción que lo había desencajado y que le mostraba otro mundo. Porque no era solamente otra música, sino que se trataba de algo completamente nuevo. Mientras el disco sonaba tan fuerte como al principio, suspendió su almuerzo para grabarlo de inmediato en un cassette. Indagó sus cajones, dio vuelta toda su cassettera y encontró uno perdido de años atrás que ya no tenía sentido. “A regrabarlo” pensó. Y allí fue.
Durante dos meses, The Doors fue su cassette. De ida y vuelta en el micro. De noche en el auto prestado del hermano. Era su mejor amigo, su compañía perfecta. Fue un rito de iniciación, el descubrimiento de otras expresiones. Un punto de partida. Completó la discografía en el término de ese año y al entrar a la Facultad de Periodismo se acercó a autores que, casi sin querer hablaban un poco de lo que decía su ídolo Jim Morrison. Las puertas de la percepción se abrieron por completo. Morrison fue el puntapié inicial. Llegarían después muchos más. The Beatles, Pink Floyd, AC-DC, Iron Maiden, entre otros.Y, por supuesto, sus entrañables Rolling Stones. Rescataría la esencia familiar con el tango de Julio Sosa y la revolución de Astor Piazzolla. Descubriría a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota gracias a sus amigos de la secundaria. Y el cine, que hasta ese año él creía que no había nada más allá de la trilogía de “La Guerra de las Galaxias”. Todo era nuevo. Todo tenía sonido. Todo era música. Incluso esa literatura obligatoria que ya no tenía tan mal sabor.  

lunes, 13 de agosto de 2012

ET


El grito irrumpió en la redacción y alteró el tenso silencio que se había generado. “Telpucqqq!” se escuchó en el preciso instante que el defensor se disponía a patear el penal decisivo. De inmediato, un nuevo alarido, esta vez colectivo, superó al anterior entre risas y felicitaciones. Gonzalo asomó la cabeza por encima de su computadora y vio la reunión que espontáneamente se había producido alrededor de la TV. Giró su cabeza hacia la derecha y recurrió a alguien de mayor experiencia para sacarse la duda en torno a ese episodio.
- ¿Qué fue eso?
- La definición por penales del partido de Argentina. Cuando llegue algo por cable armate una nota de 1500 caracteres.
- Bueno lo hago, pero no me refiero a eso. ¿Qué fue el grito que hizo Toti y los festejos que le siguieron?
- El grito fue algo que no puedo reproducir y los festejos el resultado de esa acción. ¿Vos crees en mufas?
Gonzalo contestó con un gesto entre negación y duda, lo que abrió la posibilidad a un nuevo planteo de parte de Joaquín.
- Bueno si no crees, a partir de ahora vas a creer. Lo que gritó Toti fue el apellido del Jefe de Interés General, una persona que de solo nombrarlo puede cambiar el curso de los mares. Es un piedra de tamaño inconmensurable. ¿Lo conocés?
Gonzalo agitó la cabeza dejando en claro que no sabía de lo que le hablaba. Apenas tenía 15 días en el diario y conocía a sus compañeros en la sección de Deportes y a un par de paginadores. No tenía noción de quién era el Jefe de Interés General.
- Te cuento como viene la mano, pero primero agarráte el huevo derecho sino no te digo nada.
Gonzalo acató la orden y llevó su mano hacia el testículo derecho imitando el gesto que llevaba a cabo Joaquín desde que se había emitido el primer grito.
- Lo que oíste es el nombre de ET: Esteban Telpucq. Su fama de mufa nació mucho antes de entrar a este diario pero desde que llegó parece haberse potenciado. Si lo nombrás se puede desatar algo que ni vos ni nadie puede controlar. La mala suerte te puede perseguir y afectar seriamente tu vida. Son fuerzas que nadie puede manejar.
- ¡Jajajaja dejame de joder! ¿Qué me viste la cara de boludo? No puedo creer que alguien tan inteligente como vos crea en esas cosas. Los mufas no existen, son un invento popular. ¿Tenés alguna prueba?
- ¿Si tengo pruebas? Acabás de ver una y no querés creer. Si tanta seguridad tenés, salí a la calle y nombralo, después contame lo que te pasa.
Gonzalo esbozó una sonrisa pero comprobó que su compañero no hablaba en broma. Después de trabajar en la nota, se tomó unos minutos de su tiempo libre para meterse en el tema de los mufas. Buscó por internet y allí encontró una definición que le pareció poco académica pero que lo esclareció en el asunto: “(mufar) Ponerse de mal humor; transmitir mala suerte a alguien o algo; leáse también yeta, piedra y/o tosca”. Todavía incrédulo, decidió poner la palabra mufa en el buscador de imágenes. Su sorpresa fue mayúscula al ver todo tipo de personalidades y famosos, algunos que hasta él mismo apreciaba. Un ex presidente, un fallecido cardiocirujano, varios cantantes, una cantidad parecida de actores y algunos periodistas engrosaban la lista de personalidades tristemente célebres gracias a su mote de portadores de malos augurios.
Una hora más tarde, la teoría de su compañero se vio reforzada con la llegada de otro. Aníbal estaba en las antípodas de Gonzalo. Creía en absolutamente todo y hasta desconfiaba de aquellos que se mostraban escépticos. Enterado de las preguntas del novato, no dudó en encararlo con fines evangelizadores.
- ¿Cómo es eso que no crees que ET es mufa?
- No es que no creo. Me cuesta entender que una persona por el solo hecho de nombrarla puede afectar nuestra vida o desatar una tragedia.
- O sea que para vos esto es un juego. ¿Me vez cara de boludo a mi?
- ¡No pará! No dije que no creo, solo que me cuesta.
- Bueno, escuchame bien y después decime si crees o no. Hace unos cinco años, me compré un auto con los ahorros que pude juntar de este laburo de mierda. Conseguí un Fiat 147 en buen estado, que lo había usado un jubilado y que tenía menos de 20 mil kilómetros. Al principio desconfié, pero cuando lo vio mi cuñado que es mecánico, decidí comprarlo. Después de hacer los papeles me vine todo contento para el diario con el autito. Cuando llegué, ET estaba fumando en la puerta. Al verme llegar con un auto se le cayó el culo de la sorpresa y me felicitó con su habitual falsedad. Lo miró de punta a punta, lo acarició, pateó de puntín las ruedas… no le quedó lugar por indagar. A la tarde la Vieja me ordenó salir a hacer una nota y a ET no se le ocurrió mejor idea que pedirme que lo llevara hasta el centro. Se bajó del auto y a las dos cuadras ¡A las dos cuadras! empezó a salir humo negro del capó. Me bajé aterrado y cuando lo abrí el fuego se extendió por todo el motor. No llegué a agarrar el matafuego y con el aire las llamas se expandieron aún más. Después se rompieron los vidrios, agarró el interior y chau autito nuevo. Destrucción total. Con tanta mala leche, que no había llegado a asegurarlo porque a eso iba cuando la Vieja me pidió la nota y ET que lo llevara al centro. ¿Te das cuenta? ¿Crees ahora?
Gonzalo se quedó mudo.  Trató de disculparse con Aníbal pero solamente atinó a agachar la cabeza y a concentrarse en su tarea. Pero estaba inmóvil, miraba fijo el monitor de la PC y no hacía más que clickear en las diferentes imágenes de aquellos que el mundo consideraba mufa. Su estado hipnótico se rompió al escuchar los pasos que venían desde el pasillo.
Botas de cuero marrón, jeans ajustados, camisa a cuadros chicos con el pecho abierto y un saco azul de terciopelo vestían al tan mentado ET. El fuerte sonido de su andar se explicaba por una pronunciada chuequera que hacían de sus piernas un auténtico paréntesis y lo llevaban a taconear en cada paso. Medía menos de 1,70 pero su pose parecía de alguien superior. Pelo corto, peinado hacia atrás con abundante gel para detener los rulos de su cabellera, barba candado y anteojos de sol finitos. Saludaba con un aire sobrador y con una voz impostada pero no de manera natural sino forzada, artificial. Pocos lo miraban y saludado por aquellos que trabajaban con él.
 A paso rápido se metió en su oficina  y prendió la computadora y luego la TV, dejando a estos dos artefactos como únicas fuentes de luz. Sintonizó el canal de deportes, colgó el saco en el perchero, se arremangó la camisa y llamó a sus periodistas. Gonzalo presenció el silencioso desfile de cada uno de sus compañeros de la sección Interés General. Todos entraban con el gesto serio, los hombros recogidos y sin emitir sonido. Hablaban en voz baja, escuchaban el consejo, la reprimenda, la orden o la directiva, recogían la tarea y se iban con la misma sumisión que habían entrado.  Sintió que ese mismo clima se trasladaba al resto de la redacción. Los gritos de un par de horas antes se habían apagado y todo era espectral. Voces bajas y murmullos se codeaban con los diferentes canales de TV.
El domingo, en la cancha, Gonzalo se dispuso a llevar a cabo la teoría que Joaquín y Aníbal le habían contado. No le iba a dar trabajo porque Estudiantes andaba tan mal que seguramente habría un penal en contra o alguna jugada donde se requiera la presencia de ET. Y claro que la hubo. Sobre los 40 minutos del segundo tiempo y con el Pincha ganando 1-0, un defensor cometió un error infantil que el árbitro cambió por penal. El pitazo del juez enmudeció a la tribuna. El volante de Independiente acomodó la pelota, tomó distancia y corrió con violencia hacia el balón. En el preciso instante de patear, Gonzalo gritó fuerte y claro: “Telpuuuuucq”. El tiro salió elevado, muy por encima del travesaño para estrellarse en el alambrado a la altura del eufórico muchacho. La atmósfera se abarrotó de ruido y de cantos de alegría ante el fallido que le daba el triunfo al local.
Gonzalo salió de la cancha y entró al diario con la alegría indisimulable de la victoria. Saludó a la recepcionista, luego a los paginadores y siguió la marcha rumbo  a la oficina de Deportes, sobre el final del pasillo. Pero justo antes de llegar, desde Información General salió una voz de la penumbra que lo detuvo.
- ¡Rodríguez! Vení, vení, no te vayas.
La sonrisa se le borró de la cara al enterarse que el mismo ET lo llamaba a su oficina. Aun acelerado, se interesó.
- Sí Esteban, decime, ¿qué necesitás?
- Así que venís de la cancha. Que buen triunfo metimos ¿no?
- La verdad que sí, este año no venimos muy bien en el torneo.
- Claro. Y por eso usaste mi nombre para mufar a Independiente en el penal ¿no?
Enmudeció. No supo qué decir ni cómo explicarlo. Se petrificó.
- No te hagas el boludo, sé perfectamente lo que se dice de mi y no me extraña que te hayan ido con el cuento. Lo de la cancha fue de casualidad, estaba parado un par de tablones arriba tuyo y gritaste tan fuerte que te escuché. Igual siempre hay un boludo que me nombra a mi o a Quiricocho o a cualquier otro mufa que anda dando vueltas. Quedáte tranquilo que no me molesta, hasta lo disfruto. Me protege de todos los boludos que andan por acá y me da beneficios únicos porque nadie me jode.
Siempre en silencio, agachó la cabeza como para seguir oyendo el sermón.
- Yo soy único. Acá nadie me toca el culo porque creen que soy mufa. El imbécil de Aníbal ni me mira, Joaquín se agarra los huevos cada vez que lo saludo y Toti me grita “Telpucq” como si eso me molestara. Ellos se ríen de mí, pero soy yo el que me voy a cagar más de risa cuando los vea arrastrarse porque la Vieja les va a dar una patada en el culo.
- Pero…
- Ta bien, no hace falta que me digas nada. Te llamé para contártelo y para que sepas que conmigo no se jode. Y sacate la mano de los huevos que no te va a pasar nada.
Aterrado, Gonzalo salió de la oficina de Información General y se metió en la de Deportes. Tomó las órdenes de su Jefes para trabajar, hizo lo suyo y se fue sin pronunciar una sola palabra. Al pisar la vereda, un bocinazo lo sacó de la somnolencia.
- Subí Rodríguez, dale.
- Pero yo voy para City Bell.
- Yo también. Dale subí.
El viaje le pareció eterno. ET manejaba con tranquilidad y hablaba sin parar del diario, de la Vieja, de sus compañeros y del periodismo en general. Gonzalo apenas escuchaba, estaba sofocado por el miedo y no veía la hora de llegar. Pensaba en lo que le podía pasar, en el auto quemado de Aníbal, en la suerte de los pateadores que recibieron la maldición al momento de los penales. Con un ademán indicó que ya había llegado su destino y que tenía que bajarse.
- De verdad Rodríguez, déjate de joder con la boludez esa de los mufas. Viajaste conmigo, Esteban Telpucq en auto más de 8 kilómetros y no te pasó nada. Es puro cuento. Nos vemos mañana en el diario. Cuidate.
Cerró la puerta, tanteó el bolsillo para sacar las llaves de su casa cuando escuchó una frenada. Levantó la cabeza y vio como el Renault Twingo turquesa de ET se estrellaba contra un camión de basura que estaba en la esquina. Suspiró, sonrió y recién ahí soltó el testículo derecho que tenía agarrado con su mano izquierda desde que había entrado al auto.

martes, 26 de junio de 2012

Jubilación de privilegio


Desayuno continental. En treinta años de casados no se levantó nunca antes que yo. Siempre roncando como una morsa y ahora se aparece con un desayuno continental. Justo en mi último día de laburo, el día en el que me jubilan. Que hija de puta, ni se acuerda que odio lo agridulce. Pero igual compró este desayuno continental para agasajarme o no sé que mierda. Parece que ella lo quiere más que yo. Claro, es la excusa perfecta para largar la dieta y morfar sanguchitos de miga sin culpa. Cerda.

- ¡Uy pero qué rico mi amor! ¿Esto es para mí? ¡No te lo puedo creer! ¡Cuánta emoción! Lo que habrás gastado en este desayuno la guita que me chupaste como mosquito a lo largo de estos años, Yegua. ¡Qué rico! Sanguchitos de miga, tostadas, manteca, mermelada, dulce de leche, jamón crudo con ananá. ¡Qué delicias! Me pego una ducha y estoy con vos.

¿Qué corbata me pongo? Es mi último día y no puedo quedar mal. La que me regaló Ramírez puede ser. No, muy chupaculo. Encima es amarilla, que gusto de mierda tiene el petiso. Mejor voy con la rosa y dejo a todos contentos. No me gusta, pero es el regalo que me hicieron cuando cumplí 25 años en la oficina. Después me jubilaron, pero antes me la pusieron con este regalito de pésimo gusto. Además seguro la mancho con alguna comida y es la excusa perfecta para tirarla a la basura. 

- ¡Ay! El aguaaaaaaa. ¡Mónica, me estoy bañando! ¡No abras la fría! 
Siempre que me baño la misma historia. Esta negra de mierda no tiene mejor idea que abrir las canillas y ponerse a baldear. Qué corta por dios. Serán todos así en Perú. Bahh qué se yo de dónde es esta bruta. Si me lo hace una vez más, la mando a la mierda y que se vaya a baldear a su villa.

- Acá estoy mi amor. ¿Desayunamos? ¿Me pasás el diario?

Otra vez subió el dólar, mataron a un chófer de micro en Morón, secuestraron al hijo de un empresario, el gobierno anuncia un reajuste en la tasa municipal. Toda la misma mierda. Este país gobernado por hippies y subversivos está cada vez peor. Rico el café, seguro que lo hizo Mónica porque a vos no se te ocurre ni en pedo hacer algo así. Ah lo trajeron los del desayuno continental, me imaginaba, si no viene en saquito a vos no te sale. ¿Qué hora es? Uy me tengo que apurar porque me agarra el tránsito y no quiero llegar tarde en mi último día.

- Todo riquísimo mi cielo, pero me tengo que apurar porque sino no llego. Me deben estar esperando con alguna sorpresa en la oficina así que me termino el café y salgo. 
- (…)
- No no, no me esperes para almorzar. Hoy voy a trabajar como cualquier otro día. Como algo en la oficina. Además me tengo que traer todas las cosas y no quiero hacer dos viajes. Nos vemos a la noche. Te amo.

No te depilaste los bigotes, yegua. No puedo creer que me pinches. Si no me afeito un puto día empezás a chillar como una marrana. Qué mina loca por dios. Y ni en pedo vuelvo al mediodía, seguro que con los muchachos alquilamos un par de putas y me gasto mi última hora de almuerzo laboral degustando a un pendeja sin celulitis ni pelos en las piernas. Con las tetitas bien firmes y sin olor a vieja como tenés vos. ¿En qué auto me voy? Ya sé, hoy dejo a todas las pendejas sentadas de culo: agarro el Minicooper. Sinatra, Los Redondos, Louis Armstrong. Mmmmm Los Redondos, así las minitas se quedan aún más sentadas de culo. 

- Ramírez, que gusto verlo en mi último día. Qué enano más falso por dios. Todo este tiempo hiciste de todo para voltearme y al final lo lograste. Acá está, me jubilaste turro. Pero hoy no te la vas a llevar de arriba. Esperá que le mande por mail a tu esposa las fotos de la última joda que organizamos en lo de Suárez. Ni llegás a tu casa que ya tenés las valijas en la puerta. Infeliz. 
- (…)
- Sí no se preocupe. Sé que es mi último día pero quiero trabajar como cualquier otro. A las 7 de la tarde en punto dejo todo limpito. ¿No le molesta que me lleve algunas cosas de mi box? 


Claro que me voy a llevar algunas cosas. Me voy a llevar todo. Pelado voy a dejar el cubículo de 2x2 que me dieron cuando me rajaron de la oficina. Y de paso voy a dejar unos lindos buracos en las cuentas a nombre del turro de Suárez. Otro vigilante. Claro que se van a acordar de mí, pero por el dolor de ojete que les voy a dejar. Basuras. 

- Suárez ¿cómo te va? Querés que tomemos un café y de paso hablamos de lo que te voy a dejar de mi trabajo. El culo sangrando, eso te voy a dejar. 
-  (…)
- Dale, traéte dos café de la cocina que arrimo una silla y empezamos con las cuentas. 
- (…)
- De nada pibe, sabés que te aprecio y que es un orgullo que vos sigas mi laburo. Y más orgullo me va a dar verte llorar sangre por los kilombos que vas a tener que tapar. 

¿Doce y cuarto ya? Mierda que pasó rápido el tiempo con este boludo. Lo voy a llamar a López así nos vamos de putas. De paso me voy clavando el ayudín azul y no paso vergüenza. 

- Hola López, Garmendia el jubilado de Contables. ¿Vamos a almorzar?
- (…) 
- Yo ya estoy. Si querés nos encontramos en la puerta. Esperáme en la cochera que vamos con el Minicooper así las putitas entran más rápido. 
- (…)
- Dale, a la una en la cochera. ¿Llevás forros no? Chau López.

Hoy me elijo una negrita. Huelen raro, pero son más calladitas y se bancan los golpes. Cuando ven los verdes salir de la billetera las hijas de puta se bancan hasta la picana. ¡Cómo les gusta el billete! Mi mujer es igual pero socialmente aceptada. Una puta con salario fijo, con la diferencia que me saca guita pero no le toco ni un pelo de las piernas. 

- (…)
- Vamos al que está cerca López, es mi última hora de almuerzo y la quiero aprovechar bien. No quiero manejar media hora. 

El olor a putero es tan difícil de sacar. Menos mal que tuve la gran idea de cambiarme el traje en el ascensor. A ver mami, date vuelta. Eso, así. Sí me quedo con vos. Vamos para el fondo que hoy no tengo mucho tiempo y la pastilla ya me hizo efecto me parece. Ahh pero que lindo te movés. Vos sí que sabes tratar a un hombre mayor. Jajaja. Si me viera mi hijo. Mil veces le dije y re contra dije que se alejara de los puteros. “Hay ladillas, enfermedades, virus”. El muy boludo me creyó y hoy es un campeón de la moral. Si viera a su padre revolcarse con estas negritas en camas sucias y paredes húmedas. Buena mamita, un placer. Te dejo 10 dólares de propina por el esmero que le pusiste hoy. Chau hermosa. 

- (…)
- ¿Qué pasó López? ¿Te enamoraste que tardaste tanto? Mirá que no quiero llegar tarde.  ¿Con quién pasaste?
- (…)
- Yo con La Mulata. Una campeona. Diez puntos. Sin mucho preámbulo y a los bifes. 

Ahí viene Saldívar. Esta pendeja entró por la ventana y hoy es gerenta. Lo que puede una mina con buenos atributos y grandes habilidades bucales. “Adiós”. Ni me molesto en hablarte porque tu aliento a mierda echaría a perder lo bien que me siento. Ahora viene la rutina de siempre: dos golpes en la puerta de Ramírez, el petiso que dice “pase” y ella que se arregla el pelo antes de entrar. Cierra la puerta, se tira abajo del escritorio y se la chupa por 15 minutos. El petiso acaba y ella sale echa una diosa. Por suerte me queda poco y ya me voy para siempre de este lugar. Ya terminé de ordenar las cajas y le pedí al pendejo que hace los mandados que me las cargara en el auto. Me tomo un café y si te he visto no me acuerdo. 

- Bueno muchachos. Ha llegado la hora de irme. No se paren, quédense donde están. El sábado hago un asado para todos en casa y ahí nos despedimos como corresponde. Sigan en lo suyo. Gracias por todos estos años y hasta cualquier momento. Chau.

Me aplauden. ¡Qué pelotudos! Cuándo se enteren que la empresa va a estar en riesgo de cierre por mi culpa me van a putear en arameo. Que se jodan, yo se los advertí. Esto se va al carajo y ninguno hizo nada. Yo solito me preparé el camino y ahora van a estar todos con el culo a dos manos. Chau giles. Me voy con Sinatra, las pendejas ya no me miran a esta hora y quiero volver rápido a casa así me baño y me saco el olor a cabarulo. “I´ve got you, under my skin” pipiripi… Qué genio dios. Este sí que se las sabía todas. Y yo también obvio, sino no hubiera cagado a esta empresa como lo hice. Ahora a poner cara de póker con la vieja peluda y empezar a vivir como un jubilado.  

- (…)
- Oh pero qué linda sorpresa. ¿A quién se lo ocurrió esto? Seguro que a vos peluda, tan turra que sos. ¿Y cómo no me dijeron nada en la oficina así preparaba algo? A la mierda el vaso de whisky, el porro en el baño y el habano que me acabo de comprar, cara de circunstancia y a ponerse en pedo. 
- (…)
- Gracias mi amor, la verdad no sé que decirte. Estoy emocionado. Están todos, Ramírez, López, Suárez, Saldívar, todos. Manga de hijos de puta, qué sucio tendrán el culo para venir a joderme en esta noche. Ni en mi casa me dejan en paz.

Dos horas de cena y la cerveza lo único que me hace es mear. Mejor empiezo a tomar algo más fuerte. Si sigo escuchando la conversación entre Ramírez y la peluda me voy a pegar un tiro. ¿No serán amantes estos? De él no me extraña, tiene tan feo gusto que le puede entrar a este espantapájaros. De ella no me sorprendería tampoco: ronca, se babea y toma tantas pastillas que por ahí ya no distingue lo bueno de lo malo. Whisky sin hielo, qué placer. Se aguanta la acidez del primer trago y después pasa solo. Tres vasos y listo, adormecido y sin necesidad de simular. Ahh ya se van. Pero qué bueno. ¿Qué? ¿Un discurso? ¿Yo tomo whisky y ustedes se ponen en pedo? Váyanse a cagar.


- La verdad que estoy un poco emocionado y no sé si me van a salir las palabras. Además como me tomaron de sorpresa no me dieron tiempo de preparar nada. Pero como insisten, no los voy a defraudar. En esta empresa dejé los mejores años de mi vida y a cada uno de ustedes los vi crecer. Ramírez pasó de chupaculos a gran jefe, Suárez dejó de estafar jubiladas para hacerlo con grandes empresas, Saldívar siempre se arrastró por los pasillos y ahora lo hace por salas VIP de empresas de la competencia, y López refinó su gusto en putas pero sigue vistiéndose tan grasa como siempre. A muchos los puedo considerar como mis hijos, como hermanos, como parte de la gran familia que tengo. Mi familia es otro baluarte que me ha dado la fuerza para seguir trabajando duro en todos estos años. Una esposa maravillosa adicta a las pastillas y peluda y dos hijos que pronto me darán nietos un varón mojigato y una pendeja que no sabe lo que quiere y por eso se la da de escritora. No le puedo pedir más a la vida. Tengo todo. Gracias por estar acá y por haber estado conmigo en todo este tiempo. Los quiero mucho. ¡Salud!

Otra vez me aplauden. Es la segunda ovación del día. Esta es un poco más estruendosa porque muchos están en pedo y ya se quieren ir. No se preocupen, sirven el helado, algo de champán y tasa tasa, cada uno a su casa. Uno de los pocos aciertos de la peluda: el champán. En eso sí que la turra la pegó, sabe que me gusta el chupi y elige lo más caro sin miramientos. Claro, total el que paga soy yo.


- Chau, chau. Qué sigan bien. Nos vemos el sábado. El asado sigue en pie. No se olviden.
El sábado. Quién me mandó a mí a hacer un asado para estos. Bueno, mañana será otro día. A vivir la vida. Voy a imitar a la peluda: huevo en la cama, shopping y nada más. Por algo ahora sí que soy jubilado.  

miércoles, 9 de mayo de 2012

Parroquiano


Abrió la puerta y el humo lo recibió con la misma violencia de las miradas del lugar. Encogió los hombros, aguantó la respiración para no toser y se sentó en la punta de la barra. Con un gesto llamó al barman y pidió un café con leche. Después de darle un sorbo a la tasa, tanteó el panorama mirando por encima de los anteojos de carey marrón y volvió a llamar al barman.
- Disculpe. Me llamo Víctor y estoy en primer año de Letras ¿Le molestaría que me quede un rato sentado observando y tomando notas del lugar?
A paso lento, el barman se acercó al muchacho y jugando con el escarbadiente en su boca contestó.
- No, parada nada. Pero no puedo responder por los clientes. No suelen tratar bien a las visitas.
Varios días atrás, Víctor había meditado en su investigación. Buscaba temas, historias, anécdotas útiles para ser usados como material literario. El bar “La Perla” quedaba a medio camino entre la Facultad y su casa, y sintió curiosidad por inmiscuirse en la rutina de ese lugar. Ese día tomó el coraje suficiente y fue con un anotador recién comprado a captar experiencias.
La primera impresión que se llevó del lugar lo descolocó. La puerta corrediza de vidrio era la antesala de un salón pequeño, en forma de L. A la derecha, la primera fila de mesas hacía dificultosa la circulación. Las mozas y los clientes eran los únicos que caminaban sin tropezar con alguna silla o llevarse por delante patas de una mesa. Del lado izquierdo, contra la pared, estaba la barra, de la misma longitud que todo el bar. Inspirada en los antiguos pubs británicos, relucía el bronce en el frente y la madera barnizada del mostrador. Copas para vino, porrones cerveceros, vasos de vidrio y tazas de cerámica blanca cubrían el espejo gastado del fondo. Víctor anotó uno y cada uno de los detalles que constituían esta parte. Se detuvo por un segundo en la antigua caja registradora que servía de adorno. Las cuentas y el dinero los manejaba un cajero escondido detrás de la humanidad del barman, sobre el extremo lindero a la puerta de la cocina.
El fondo del bar ofrecía el complemento perfecto para la bebida: el juego. De pared a pared, una hilera de cinco mesas contenían el mismo número de juegos clásicos de mesa. De derecha a izquierda se disponían en cada una el ajedrez, las damas, el rummy, el backgammon y el dominó. Todas vacías, a excepción de una que tenía a un hombre calvo leyendo el diario “La Nación”. Era la mesa del ajedrez con una partida que parecía iniciada o dejada por la mitad.
Ensimismado en sus notas, Víctor perdió noción del tiempo. Él había marcado las 18.30 como su hora de ingreso. Concordaba con su salida de la última clase y la posterior espera en la fotocopiadora del centro de estudiantes para encargar unos textos. Después de un segundo café, esta vez cortado, miró su reloj y se sorprendió al ver que ya eran las 20. Misma reacción tuvo al darse cuenta que el bar estaba casi lleno. Los asientos de la barra estaban ocupados y las mesas tenían como mínimo dos personas con todo tipo de bebidas. Percató también que el ruido de copas, el olor a comida y el murmullo de las conversaciones se había multiplicado. Observó, además, que las mesas de juego estaban llenas. La única que permanecía indemne al cambio de escenario era la de ajedrez. El hombre calvo seguía leyendo el diario y la partida continuaba intacta. Víctor se sintió atraído por este personaje y lo siguió con la mirada durante un largo rato.
El tamaño sábana del diario tapaba casi toda la parte superior del hombre. Solo la calva asomaba por el horizonte superior de la hoja de papel. La punta de los dedos de ambas manos no daban señales claras en relación a la edad; parecían manchadas por el tabaco, algo lógico por el humo que emergía entre la pelada y el diario. De la cintura para abajo, la vestimenta tampoco arrojaba pistas para reconocer la identidad del personaje. Pantalón de gabardina azul oscuro, medias del mismo tono y mocasines de nobuc marrón oscuro gastados en la suela.
Víctor observó varios minutos para ver si el hombre terminaba la lectura y podía completar su descripción. Pero la ansiedad y la impaciencia pudieron más y el muchacho no se contuvo. Con un ademán de urgencia, llamó al barman. El corpulento empleado se acercó sin apuro alguno y con el seño fruncido se agachó para escuchar.
- Disculpe. ¿Usted sabe quién es el hombre que lee el diario y juega al ajedrez? – preguntó en voz baja Víctor.
- Uyyy sabía que ibas a preguntar por él. Como te dije antes, la simpatía no es lo que reina en este lugar y justamente él es el menos simpático de todos. No lo jodas. Y si lo hacés, más vale que sepas jugar al ajedrez – contestó el barman con voz gruesa.
Víctor abrió grande los ojos que se escondían detrás de los lentes de grueso aumento y los hacían aún más pequeños. Se echó atrás y se dio vuelta con la idea de esperar una mesa vacía para sentarse y observar mejor al lector. Después de unos minutos, una pareja abandonó el lugar y dejó una mesa libre justo en diagonal al observado. De un salto y con dos pasos, Víctor cubrió la distancia que separaba la barra de la mesa y se sentó. No se detuvo en las copas sucias, las servilletas usadas y las migas de la picada. A los pocos segundos, una moza se posó delante de él y le ofreció la carta al momento que comenzaba a limpiar el desorden. Víctor apoyó la libreta sobre la madera barnizada todavía húmeda por el trapo y retomó sus notas. Pidió un porrón de cerveza rubia para amerizar el estudio. Con avidez bebió un trago y volvió a mirar la hora. Pensó por un instante en sus obligaciones sin despegar la vista del hombre calvo leyendo “La Nación”.
Terminó el porrón y de inmediato encargó otro. Al momento de finalizar el segundo copón sintió que el efecto diurético de la cerveza golpeaba la puerta de su vientre. Apurado, se fue al baño. Arrugó la cara por el olor a naftalina y mientras descargaba su orín pensaba una estrategia para abordar al parroquiano. Luego de imaginar un par de escenas posibles, decidió dejarse llevar por la improvisación. Subió su bragueta, se lavó las manos y mientras se secaba con la turbina de aire caliente repasaba su presentación.  
Salió del baño y percató que el bar estaba mucho más vacío que antes. Miró la hora: 21.30. “Es tarde”, pensó pero en el mismo acto tomó coraje para hablar con el calvo.
- Disculpe. ¿Le molesta si lo acompaño? – preguntó Víctor con la voz apretada por los nervios.
El calvo asomó su frente por el margen superior del diario y examinó pies a cabeza al muchacho. Cerró el diario, lo dobló, lo apoyó en una de las sillas desocupadas y con la mano derecha extendida señaló la silla de enfrente invitando al joven a sentarse. La calvicie decoraba la parte más alta de la cabeza, desde la frente y hasta el centro. Una cabellera marrón rojiza cubría los parietales y parte de la nuca. Un par de anteojos de carey marrón lucían pequeños ante la redondez de la cara. Piel blanca, rosada en los cachetes, y una nariz grande, morruda. Víctor encontró cierta familiaridad en el rostro del parroquiano aunque no pudo recordar de dónde podría reconocerlo. Una polera beige ajustada con visibles manchas y un saco cuadrillé verde vestían al calvo de la cintura para arriba. Una taza de café posaba ya inútil entre la panza y el tablero de ajedrez.
Con la mirada, Víctor señaló el juego y preguntó:
- ¿Ganó o el adversario se rindió y abandonó la partida?
- ¿No sabés nada de ajedrez no? – retrucó con cierta altanería el parroquiano.
- La verdad, nada. – respondió Víctor con una sonrisa.
- Me di cuenta. Igual acertaste en algo pibe. Gané – retrucó serio - Si mirás bien, el rey está volteado, lo que indica que es triunfo de las blancas. Jaque mate. ¿Sabés de lo que hablo? – completó el calvo.
- Sí eso lo sé. Le voy a confesar que lo observo desde hace un rato y me llamó la atención el tablero y su lectura. – interrumpió el muchacho.
- ¿Mi lectura? Es el diario pibe. Leer es otra cosa. Esto es entretenimiento. Además acá no puedo leer. A lo sumo puedo informarme y divertirme con alguna que otra partida de ajedrez.
- ¿Ah estuvo jugando y por eso se puso a leer el diario? – preguntó interesado Víctor.
- No pibe. Esta partida terminó hace un año o más, ya no me acuerdo. Desde entonces estoy esperando un rival digno pero no apareció ninguno. Pensé que vos venías a desafiarme, pero mis ilusiones se acabaron muy pronto. – explicó algo enojado el parroquiano.
- Le pido disculpas. No sé nada de ajedrez. Quiero ser escritor y vine para captar ideas, climas, sensaciones. Llevo más de tres horas en el bar y usted me pareció lo más atractivo. Si no le molesta, me gustaría tomar algunas notas y después lo libero – expuso el muchacho con seguridad.
- Ahhhh querés ser escritor. Mirá vos. – respondió el calvo soltando una sonrisa sobradora y mirando a Víctor por encima de los anteojos de carey marrón. Se agazapó, tomó un par de servilletas y sacó una lapicera de uno de los bolsillos internos del saco.
Víctor se quedó atónito con la pluma. Dorada, de trazo fino y con ribetes plateados sobre los extremos. Extasiado por el brillo al ritmo de las letras, el muchacho tardó en reaccionar y ver que el calvo escribía con fluidez en las servilletas. Una manuscrita casi perfecta, bella, artística. No parecía alguien escribiendo, sino un artista pintando sobre un lienzo diminuto. Después de cinco minutos y cinco servilletas de papel, el parroquiano se dirigió al muchacho.
- Ya está. Tomá pibe. Leélo y decime si te gusta. No es lo mejor que he escrito, pero seguro te va a servir. – dijo el calvo estirando la mano con las servilletas y un gesto de grandilocuencia, de generosidad intelectual.
- Gracias ¿pero qué es esto? – se intrigó el muchacho.
- Dale, no te hagas el gil pibe. Sé que me reconociste y en premio a eso te regalo parte de mi obra. No suelo hacerlo. Apenas firmo autógrafos porque me parece derrochar mi firma. Pero con vos estoy haciendo una excepción. Es un buen material para empezar una novela. Una buena novela. Y te lo doy gratis, no te pido un solo centavo de las regalías o el derecho de autor. Dale, leelo y andá a laburarlo.
Con la boca abierta y los ojos inflados por la sorpresa, Víctor leyó de corrido las cinco servilletas. Se detuvo sobre las iniciales al final del papel: “O.S”. Levantó la mirada y se encontró con la risa sobradora del parroquiano, un poco más colorado que antes y luciendo una dentadura manchada por la pipa humeante que paseaba de lado a lado en su boca.
- ¿Y? ¿te gusta? Eso que no tuve mucho tiempo y tampoco estoy en mi estudio. Pero dale pibe, decime algo.
- Es brillante. Una historia atrapante en unas pocas líneas. Pero no creo que yo pueda superar esto. Se lo agradezco – respondió nervioso Víctor.
- Te repito, no suelo hacer esto. Pero como fuiste muy respetuoso, tomálo como un regalo, una primera oportunidad para entrar en este negocio – insistió el calvo.
- No entiendo mucho a lo que se refiere, pero gracias otra vez – dijo Víctor al momento que se levantaba de la mesa. – Disculpe, me tengo que ir. Ha sido un gusto charlar con usted y espero que pueda encontrar un rival digno en el ajedrez.
El parroquiano se quedó con la boca abierta mirando al muchacho y tratando de explicarle algo. Víctor no le dio tiempo de reacción. Pagó la cuenta en la caja, guardó las servilletas en el  bolsillo, abrió la puerta corrediza con fuerza y salió. El aire frío lo devolvió a la realidad del afuera. Después de un par de bocanadas recuperó el aliento y en el camino a su casa repitió en voz baja lo mismo: “O.S”.

lunes, 9 de abril de 2012

Reflexiones sobre el bidet


El sábado me encontré con una imagen televisiva que no me sorprendió, pero que me generó la siguiente reflexión. Charly García daba su show en el Quilmes Rock y la transmisión en vivo estaba a cargo de TN, con su programa “La Viola”. Gordo, con una permanente insólita, y uniformado con un guardapolvo color gris (al igual que todos los integrantes de la banda) se escuchaba el ruido inconfundible de la música, el coro de una cantante y la voz ronca y desgarrada de uno de los hitos del rock nacional.
A la risa, la burla y la sensación de vergüenza, le siguió un sentimiento de indignación imposible de descargar hasta ahora. Lo que estaba esa noche sobre el escenario de River no era Charly García, era y es la imagen residual de lo que la sociedad considera alguien “sano”. Un ser que perdió toda identidad y conexión con su mundo y que se sostiene por un cóctel químico que es legal. El otro Charly, el que era flaco, sin dientes, manchado de pintura, borracho y drogadicto, no le caía bien a nadie (al menos a los popes mediáticos y moralistas que lo despreciaban), pero  así era su naturaleza.
Subyugado por los ansiolíticos, esta imagen genera un poco más de tristeza que la anterior. Pero claro, ahora es un ser “saludable”, que se recuperó de las adicciones y vive feliz. Lo que las pastillas tapan es que Charly sigue tan enfermo como antes o quizás peor. Apenas canta, se mueve con claras limitaciones y toca el piano como un acto reflejo del enorme talento que posee.
Ahora es un buen alumno que cumple con todas las normas sociales establecidas. Es una estrella de rock que se “ordenó”, que ya no toma, no se droga, que tiene una novia joven y que termina los recitales sin cagarse a trompadas con su banda. Eso no es Charly.
La hipocresía de esta sociedad, encarnada en la industria rockera y su eco mediático, celebra la recuperación por encima de todo. Ignoran la pérdida de la libertad, el hostigamiento y el desconocimiento de lo individual. Claro, eso es vivir en sociedad. Pero algunos seres, generalmente artistas de toda índole y rubro, eligen vivir por afuera de las normas sociales, escritas y no escritas. Optan por ser libres, vivir como su naturaleza les manda. Y así era Charly hasta que lo enterraron en un volquete de psicofármacos. Vivía del aire, tomaba, se drogaba, cantaba mal, tocaba peor y se peleaba con su banda. Pero era él. Despreciable para muchos, pero con una autenticidad invalorable para otros.
El circo celebra que Charly cerró con éxito el Quilmes Rock. Nadie se detuvo en la enorme paradoja que una bebida alcohólica (una de las adicciones del músico) fue sponsor de la mentira. Nadie analizó si cantó bien, si su repertorio fue variado o si la música estuvo acorde al show. Todos celebraron la vida de un artista que perdió la batalla con la sociedad.
Charly García es la imagen de la derrota. Es la antítesis del paradigma rockero. Hoy vive sin problemas entre drogas legales y socialmente aceptadas. Hasta se deja ridiculizar con una permanente que antes no hubiera aceptado. Charly perdió, ya no decidirá cómo vivir y mucho menos, cómo morir. Say No More.  

lunes, 12 de marzo de 2012

Five o´clock tea


El relámpago iluminó por un segundo la celda y el estruendo del sucesivo trueno lo despertó aterrado. Congelado hasta los huesos y empapado por la transpiración se incorporó sin saber bien dónde estaba. Asomó su nariz por la pequeña ventana y un nuevo relámpago lo trajo súbitamente a la realidad. Despabilado, se quedó sentado en un borde de su catre ya sin posibilidad de volver a dormir. Hacía tiempo que no se quedaba mirando la lluvia y esta, le parecía una tormenta especial. En su décimo año de condena, había llegado el momento de la ejecución. Esa misma tarde, bajo esa misma lluvia. No tenía idea de la hora, pero sabía que estaba muy lejos todavía del adiós.
La habitación se humedeció un poco más de lo habitual con el caer del agua y el catarro volvió para recordarle que aún estaba vivo. Era una tos ronca, seca, señal de años de acumulación y escaso tratamiento. Escupió en el pequeño lavatorio, se lavó la cara y se volvió a sentar en el oxidado caño del catre. Pasaron las horas hasta que los guardias hicieron sonar la alarma que despertaba a todo el penal. Se incorporó para la requisa y fue al comedor a tomar su último desayuno. Por una cínica cortesía, cada preso en la víspera de su ejecución tenía la chance de disfrutar aquellas comidas que más le gustaban. Tampoco estaba engrillado y esposado como era habitual. Sentían una extraña sensación de libertad que se cortaría abruptamente con el tirón de la soga sobre el cuello. Carlos no fue la excepción y pasó todo el día bajo el ritual del “muerto que camina”. Desayunó un café con leche, algunas medialunas, frutas y dulces. Comió literalmente como si fuera su última vez, hasta cansarse.
De vuelta a su celda, los gritos de los compañeros de pabellón le resonaron en la cabeza. Por un instante se sintió arrepentido. Cumplía una condena a muerte por un crimen brutal, un magnicidio ejecutado con absoluta frialdad y cálculo. Desde su detención y hasta ese momento, no emitió sonido alguno. Se limitaba a responder con monosílabos las indicaciones de los guardias o el pedido de otros presos. Sabía que era culpable, que su condena era poco para lo que había hecho y por eso había optado no hablar. Rechazaba toda visita: familiares, amigos, abogados defensores, periodistas, todo. No quería ver a nadie ni quería que su historia fuera tomada como material de consulta para letrados o la prensa. Simplemente quería que el olvido y la muerte se llevaran lo que había hecho.
Su conducta le dio amigos y enemigos. Para algunos, presidarios o guardiacárceles, estaba fingiendo, esperando la hora para escaparse. Otros sostenían que había hecho un voto, una promesa y que por eso se comportaba así. Su conducta no incluía el mero silencio. Comía solo, aislado, no realizaba las actividades casi obligadas para cualquier preso, tampoco leía, ni miraba televisión, ni siquiera escribía cartas. Su celda estaba como el primer día: pulcra, sin fotos en las paredes, sin señales de estar habitada. Carlos pasaba la mayor parte del tiempo en su celda, sentado en el borde del catre que con el tiempo se venció y oxidó por el “uso”. Y cuando era obligado a abandonarla, se quedaba sentado mirando al cielo o contemplando la lluvia.
Nadie sabía su historia o el motivo de su encierro. Al ser una prisión de máxima seguridad había poco contacto entre los presos y eso propició que circularan millones de mitos en torno a su causa. Que había violado a su esposa e hijas y que luego las había prendido fuego; que en un acto de locura entró a un local de comidas rápidas y barrió a tiros a todos los presentes; que era parte de una secta satánica que comerciaba sangre y órganos; que era sacerdote y luego de una revelación intentó matar al presidente. Todas creíbles en un punto, necesariamente creíbles para entender porque un hombre de 30 y pico estaba condenado a muerte cuando su apariencia no hacía pensar en nada extraño.
La versión de Carlos siempre fue consistente, porque él nunca dudó de su culpabilidad. Vivía en una apacible localidad en las afueras de la capital. Con el tiempo, esa villa tranquila se volvió un foco comercial de la atestada gran ciudad. Lo que antes era tranquilidad, se había transformado en cuadras y cuadras de comercios, gente, autos y contaminación de todo tipo. Harto de no poder circular en paz, decidió cortar por lo sano (o lo insano en este caso). Ahorró algo de dinero y compró un arma. Una winchester, escopeta militar de alto calibre y enorme precisión. Tomó posición en el segundo piso de un local de cotillón y desde allí empezó a disparar. Gastó una caja de 50 balas en apenas 10 minutos. A medida que la gente caía muerta al piso, él sentía una envolvente sensación de alivio. No le importaba si eran hombres, mujeres, ancianos o niños. Aquel que pasara por su mira, era una víctima perfecta. El lugar no había sido escogido al azar. Su posición daba justo en frente a la confitería de moda, al punto más concurrido de la antes tranquila localidad. Para estar allí había tenido que matar a los dueños y encerrar a los empleados en el baño. Con las balas agotadas, tiró el rifle y se entregó a la policía. El fiscal lo acusó por el magnicidio de 50 personas y fue condenado en tiempo récord a la pena de muerte por la horca.
Desde los disparos, la concurrida área comercial se hundió en el fracaso. De a poco, los comerciantes huyeron de la zona aterrados por la aparición de un nuevo francotirador. Carlos había logrado su cometido: recuperar la paz en un lugar viciado por el consumismo.
Todos los días se regocijaba en su celda de lo que había hecho. Ahí estaba encerrado el secreto de su silencio. Si hablaba, no tendría más remedio de contar el placer que le había provocado asesinar a tanta gente. Y si eso sucedía, nadie sería capaz de entenderlo o sería confinado a un psiquiátrico por loco. Pero él se consideraba absolutamente sano. En el juicio se las ingenió para que todos vieran lo cuerdo que estaba porque no quería ser declarado inimputable. Quería estar encerrado, incluso estar condenado a muerte. Quería vivir lúcido, sin drogas ni cocteles químicos que le mataran el recuerdo y el profundo placer que sintió al ver como la sangre manchaba la vereda y las paredes de los negocios. Nunca sintió remordimiento o compasión por lo que había hecho.
El caso fue una noticia de trascendencia mundial y su ejecución adquirió la misma notoriedad. De todo el mundo, llegaron medios para reportar la ejecución. La Corte Suprema autorizó la televisación en directo de la muerte, algo inédito hasta ese entonces. Ninguna organización de derechos humanos pidió por clemencia o consideración a los gobernantes.
Después de un suculento almuerzo y una siesta, los guardias despertaron a Carlos con el fatídico anuncio. “Es la hora”, dijo el jefe de pabellón. Carlos asintió y se levantó sin decir nada. El pabellón estaba vacío, era política del presidio que ningún preso viera la caminata hasta su fin de otro encarcelado. Estaba todo oscuro, iluminado apenas por la luz de la sala de ejecución. Los flashes de los fotógrafos encandilaron a Carlos, que no detuvo su marcha. El salón estaba lleno: periodistas, políticos y algunos familiares de las víctimas ocupaban los asientos. El sistema de horca era mecánico. El condenado se sentaba en una silla, se le tapaba la cara con una capucha y se le ponía la soga. Una alarma encendía el mecanismo que dejaba caer el apoyo de la silla y de esa manera la física hacía su trabajo: el peso del prisionero tiraba de la soga lo que quebraba el cuello de manera inmediata y daba una muerte segura.
Las luces del salón se atenuaron para dejar una lúgubre penumbra. A las cinco de la tarde, las campanas de la iglesia dieron la señal para comenzar la ejecución. Un rayo iluminó la habitación y arrancó un alarido de espanto de una de las presentes. Es que Carlos estaba sonriente, recordando lo feliz que había sido aquel día. Acto seguido, el verdugo le tapó la cara con la capucha. Un trueno se mezcló con la alarma y todo sucedió en un instante: el piso se abrió y la soga se ajustó hasta llevarse la vida del condenado. El médico constató la muerte y la gente abandonó la sala. Estaban todos apurados porque ya habían pasado cinco minutos de las cinco y era hora de tomar el té.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Las colas o el inexplicable arte de perder el tiempo


Las colas de cualquier tipo y factor son lo más parecido a los zoológicos pero para humanos. Hombres, mujeres, niños, adolescentes, pobres, ricos, gays, heterosexuales, nadie es discriminado en la espera inevitable para pagar, cobrar o realizar algún trámite. Más allá de los gustos, las quejas y la fiaca que pueda generar, nadie escapa a las colas.
Dentro de ellas se genera un universo paralelo, una realidad alternativa con sus propias reglas. Nadie sabe porqué, pero siempre se generan charlas de temas tan genéricos que cualquiera los puede tratar. El clima (llueva, salga el sol, haga frío o calor), la inflación, el transporte, todos entran en la bolsa de conversación innecesaria que se establece mientras se espera. Algunos optan por aislarse; para esto acuden a la radio, al MP3 o a un libro. Otros aportan al diálogo con respuestas monosilábicas, onomatopéyicas para no perder la educación del caso.
En el rubro de los “charlatanes” de las colas, están aquellos que insisten hasta el hartazgo en temas sin sentido. Buscan desesperadamente un receptor de sus inquietudes y, casi siempre, lo encuentran. No importa cómo, pero parece haber entre ambos una atracción anterior al encuentro, tácita, inexplicable. Se encuentran y vomitan el temario sin medir el volumen de la voz o si puede inquietar a alguno de los presentes.
Otra particularidad de la gente que hace colas, es que busca estar bien cerca de la posición del otro. No hay ni un metro de distancia entre ambos y si ese alejamiento se hace efectivo, la desesperada gana en querer achicarlo. Para los obsesivos esto es una tortura. Porque a 50 centímetros, se puede oler, ver y percibir casi todo lo que pasa en el cuerpo del otro ser humano. Mucho peor para los “obse”, si el de atrás o el de adelante inicia una charla y se comprueba su mal aliento o suciedad corporal.
Las colas avanzan con el ritmo y la frecuencia que se le ocurra a los que no pertenecen a las colas. Es decir, los cajeros o los empleados administrativos puestos para la atención al público. El tiempo en una de ellas puede resultar una vida, porque de hecho lo son. Las más largas llevan no menos de 40 minutos y otras se pueden extender hasta horas. En ese tiempo, la gente trabaja, hace deportes, vive más allá de estar parado en una fila. Si alguno de los integrantes de la cola pensara seriamente en todo lo que se pierde mientras hace la cola, quizás no existieran.
Pero si las colas no existieran, mucha gente tendría que buscar otras maneras de vivir. Porque se ha generado una industria de la inservible espera. Los que acampan contratan vigiladores de lugares. Los vendedores ambulantes se hacen el jornal con gaseosas, sándwiches, snacks, vinchas, souvernirs y cualquier producto que se pueda vender. Están los que trabajan de hacer colas. Como no tienen nada que hacer, ofrecen su tiempo a aquellos que no lo tienen y a cambio de unos pesos se quedan en la amarga espera. Incluso los medios se alimentan de las colas. Más de tres cuadras ya es noticia y para eso mandan móviles, periodistas, productores y toda la parafernalia mediática para cubrir un hecho cotidiano, sin importancia.
Los intentos por ordenar las colas tienen éxito en parte. Entregar números no le hace perder menos tiempo a la gente, sino que le da una medida del tiempo que estará allí. Los más expertos en matemáticas sacan cuentas y así matan un poco la espera. “Va por el 15 y tengo el 45. Si hacemos un promedio de cinco minutos por número voy a tardar cerca de 150 minutos. Mejor me voy a la mierda”.  El abandono no acelera el proceso, sino que, inexplicablemente como tantas cosas de la naturaleza humana, lo mantiene exactamente igual.
La delincuencia también prolifera en las colas. Pungas o rateros oportunistas merodean estas conglomeraciones de gente para ver si pueden rapiñar alguna billetera, unas monedas o algo que parezca tener valor. No tienen escrúpulos a la hora de actuar, ya que no miden si los que integran la cola están para cobrar un subsidio, pagar impuestos u obtener una mísera jubilación.
Hay colas más sofisticadas que otras. Por ejemplo las que hacen aquellos que quieren cargar nafta. Están cómodos en sus autos y no se inquietan por los problemas de tránsito que puedan generar. Cuando la fila se estanca, empiezan los bocinazos o los gestos con los brazos por afuera de la ventanilla. Otras son bajo techo y no a la intemperie. Un televisor o la radio pueden aplacar un poco la angustia de estar perdiendo el tiempo. Por lo general están en medios dedicados a las noticias o emisoras cuya música dan más ganas de irse que de quedarse. Y eso hace que la impaciencia gane la partida.
Llegar a ser atendido, es decir, terminar la espera de la cola no es sinónimo de éxito. A veces hay que volver porque falta una fotocopia o no se firmó un documento. En otras ocasiones, existen derivaciones a otras colas, lo que hace que el proceso de angustia se extienda. Ir y volver de la cola genera una mínima sensación de satisfacción pero a la vez de perpetuidad. Un moebuis colístico, de ir pero para volver.
Nunca falta el vivo, el argento que se quiere colar. De acuerdo al grado de agudeza que exista en la cola depende su éxito o fracaso. Inventan una excusa, un motivo, una afección y hasta una discapacidad (capacidad especial para los que les gusta hablar con propiedad inclusiva) con tal de ganar unos metros. El anciano ventajero resume todo lo detestable del ser humano. Piensa que por el hecho de ser viejo tiene derecho a estar por delante de todos los demás en la cola. Apela a la lástima, al morbo y a la culpa, un combo imposible de evitar y que no deja otra salida que ceder el lugar. Existe también el pillo que manda a su mujer embarazada o que va con un hijo “prestado” con tal de hacer el trámite rápido.  
Muchos pueden perder la noción del tiempo y sentir que viven una cola sin final. Que avanzan de a poco hacia un lugar sin destino, sin sentido. Solo cuando llegan se sienten aliviados. Sienten que recuperan el preciado tiempo perdido. Pero las colas seguirán existiendo, casi como un mandato humano de esperar por el simple hecho de esperar. Y así serán hasta que la vida misma se torne en una cola cíclica, sin fin.

martes, 28 de febrero de 2012

El zorzal


Martín se preparó para la cita de una manera especial. Luciana era la mejor amiga de la novia de su mejor amigo y por eso no podía decepcionar a nadie. Esta no era la primera vez que se veían a solas, sino la tercera. Las dos anteriores habían podido romper las barreras de la timidez, del desconocimiento y de la atracción mutua. Se esperaba que fuera una noche especial, la más carnal de las primeras citas. El contacto físico entre Martín y Luciana se había limitado a unos besos en el auto de él y nada más.
La noche del sábado se prestaba para una cita ideal. La lluvia había amainado el calor del intenso febrero y por eso habían decidido salir a cenar. Puntual como siempre, Martín pasó a buscar a Luciana y de inmediato comenzaron a recorrer lugares por la ciudad. Al parecer, no eran los únicos con ganas de salir porque todos los bares y restaurantes estaban abarrotados de gente. Casi una hora dieron vueltas por el centro y cuando estaban a punto de rendirse, encontraron el lugar que parecía perfecto. A él lo atrajo el nombre, a ella la arquitectura del edificio. En una casona antigua, refaccionada y justo sobre la esquina, lucía brillante el nombre del bar: “Pizza rock”.
Una vez adentro, pidieron una mesa y se sentaron cerca  de la ventana. El salón estaba casi lleno. A Martín no le extrañó porque era sábado y la gente siempre salía con frecuencia. Lo único que le llamó la atención fue un cierto contraste entre la decoración de la pizzería y la gente que en ese momento estaba ahí.
Sobre las paredes amarillas, reposaban viejas glorias del rock and roll mundial. Kiss, Led Zeppelin, The Rolling Stones, Beatles, todos desperdigados por el lugar. Marcas de whisky y cerveza cerraban la decoración casi como un mandamiento absoluto de la cultura rocker. Pero todo lo cool que le parecía a Martín la decoración, lo desanimaba la música y video de ambiente. Un dúo español de dos viejos casi retirados cantaban a un volumen elevado en medio de un DVD gastado. Nada menos parecido al rock, sino más a bien a una especie de trova gastada con gusto a pop.
Luciana no parecía inquieta por esta contradicción, al contrario, estaba fascinada. “Me encantan Rabina y Dorrat”, le dijo a Martín mientras tarareaba una frase tan gastada como la canción que sonaba. Él optó por contestar con una sonrisa forzada y tomar un trago largo de cerveza para tratar de pasar por alto el comentario de su posible amada.
Martín trató de ignorar la música y se concentró en los cuadros, en la magnífica decoración que le recordaba a sus épocas más rockeras, cuando iba a recitales y compraba discos casi compulsivamente. “Mirá que lindo, ese póster es la tapa de Dynasty, uno de los discos más exitosos de Kiss”, dijo entusiasmado. Luciana se dio vuelta, miró de reojo y asintió sin emitir sonido en clara señal de desinterés.
Como no podía ser de otra manera, ordenaron pizza. Mitad y mitad, como pintura exacta de las diferencias que existían entre ambos. Él eligió una clásica de jamón y morrones mientras que ella optó por una más gourmet con ciruelas secas, aceitunas negras y rúcula. Ella probó una porción de la parte de él y viceversa. Lo único que compartían hasta ese momento era el gusto por la cerveza. Helada, rubia y muy suave, así les gustaba a ambos. Y así estaba la Stella Maris, la marca más cara del mercado. Martín pensó en no escatimar en gastos con tal de quedar bien y ganarse un poroto más en la dura carrera de la conquista. Las pizzas taparon cualquier tipo de conversación innecesaria y obligatoria entre ambos.
La noche parecía encaminarse porque el DVD de los viejos trovadores españoles había llegado a su fin. Pero justo cuando Martín empezaba a sentirse un poco más cómodo, la música le dio otro puñal por la espalda. Pensó que estaba equivocado, pero para confirmar su mal presentimiento levantó la mirada, disimulado, sin alertar a Luciana de su acción. El gesto de desilusión se impregnó en su cara y la acidez estomacal apreció como un fuego cuando ella gritó: “¡Ay Maná! ¡Qué bueno, los amo! Los fui a ver a Vélez y me compré el último disco!”. Martín tomó un trago largo de cerveza para bajar el asco y seguir.
Después de escuchar con repulsión tres canciones del grupo mexicano, el muchacho propuso un tema de conversación. No tanto para seguir en su objetivo de conquista, sino más bien para buscar un motivo de distracción que le diera un poco de respiro a su pisoteado gusto musical. Martín sacó a relucir su enorme talento para hablar de cosas insignificantes y darle un tinte heroico a situaciones cotidianas. De inmediato se ganó la admiración de Luciana y la charla se extendió varios minutos.
La segunda botella de Stella Maris lucía extinta sobre la mesa. Martín no se había dado cuenta pero ya se habían tomado dos litros de esa deliciosa cerveza. A él mucho no le importó porque podía tomar hasta cansarse, pero no quería quedar como un borracho en la tercera cita. Con un poco de miedo, consultó a Luciana si quería otra. Ella asintió sin parar de hablar de lo mal que se visten sus compañeras de trabajo. Él giró la cabeza hacia la puerta, levantó la botella y se la enseñó a la moza en señal de pedido. La chica apoyó la cerveza en la mesa con delicadeza y al instante pronunció: “No sé si saben, pero hoy hay un show y estamos cobrando una entrada de 35 pesos por persona. Toca El Zorzal, es imperdible. Si quieren se pueden quedar, sino los puedo ubicar en una mesa de afuera”. Martín y Luciana se miraron sorprendidos porque nunca habían sido advertidos del show. A él le quedó claro que los parlantes y micrófonos eran para un espectáculo, pero no le había querido decir nada a ella. “Sí no hay problema. Cobráme las entradas y de paso cerráme la cuenta de la mesa así ya no te hago volver”, dijo él en tono serio pero amable. Tomó la billetera y le dio 200 pesos a la moza que se fue sin decir nada. Pasados unos minutos, la chica volvió con apenas 10 pesos de vuelto y un “gracias” dicho entre dientes.
Al cabo de un rato, y con una cerveza más abajo del brazo, irrumpió en el mini escenario un hombre gordo, con una llamativa camisa verde loro, un pantalón de vestir negro, zapatos al tono de charol, varios anillos y colgantes de oro y un regio peinado a la gomina. “Buenas noches. Muchas gracias por haber venido a esta hermosa velada”, dijo el gordo con una voz grave pero dulce. De inmediato sonaron los acordes de un tango y empezó a cantar. “Este debe ser El Zorzal”,  pensó Martín. Pero al levantar la vista vio que la imagen del cantante no coincidía con la del poster que estaba atrás. Los gritos y aplausos de las mesas linderas incomodaron a Luciana y mucho más a Martín. Fue como si de golpe todos se hubieran sacado las máscaras en una fiesta de disfraces. Los antes comensales se habían transformado ahora en público. Pero un público muy fervoroso, casi violento que entonaba melosas canciones de amor de artistas tan o más edulcorados.  
Al principio, Martín se mostró receptivo a la música pese a no conocer mucho de tango y a bancarse la pésima entonación de Junior García, como se había presentado el telonero de El Zorzal. Pero a medida que el repertorio se hizo tan grande como el abdomen de Junior, el pánico se apoderó de él. Pidió un fernet con coca para pasar el golpe porque la cerveza ya no le hacía efecto. La miró a Luciana en búsqueda de un gesto cómplice pero la encontró hipnotizada con la música, las letras y la interpretación de Junior. Una cumbia fue el telón final para Junior García y el preludio del apocalipsis para Martín.
El fernet ya era un recuerdo en un vaso sucio cuando se pidió un whisky porque no se sentía bien. Estaba agobiado por la música y asqueado por las letras. Tenía una extraña sensación en la garganta producto del humo del cigarrillo y le dolían los oídos de las charlas subidas de tono que tenía que escuchar de las excitadas admiradoras de las mesas vecinas. La lluvia lo sacó por un segundo de la escena y lo volvió a su realidad. Veía las gotas pegar contra el piso y sentía que le daban a su cara, refrescándolo. La moza se encargó de romper su ensueño cuando le pidió de cerrar la ventana. Luciana reaccionó de inmediato y ayudó a la empleada ante la inacción inconsciente de él.
El Zorzal irrumpió en la escena vestido de blanco y con un perfume dulce que se percibía por todos los rincones del salón. Saco beige, remera blanca escote en v, pantalón blanco y zapatos blancos de charol. El pelo largo hasta los hombros, castaño claro y con reflejos rubios. Pulseras de oro, collares de plata y aritos de brillantes. Acompañado por un pianista más pendiente de su whisky que de tocar, comenzó el recital. Martín empezó a sentir calor y a sudar por casi todos lados. Tenía ganas de pararse e irse, pero en un par de amagues anteriores las voraces fanáticas del fondo lo sentaron a los gritos.
El Zorzal cantaba y exponía ante el público la versatilidad de su voz para interpretar canciones de amor. Algunas bellísimas, otras agotadas y efectistas. Cantaba con pasión, con un dolor casi intrínseco por tener un talento desperdiciado en un estilo musical acabado. El fervor con el que se expresaba lo hacía transpirar; de vez en cuando le daba un golpe al piso con el pie como un zapateo único marcando un tempo o el final de algún tema. Era un verdadero artista del olvido, esos que abundan por pequeños bares y que dejan la vida en cada presentación soñando estar en el más grande de los teatros.
Mientras Martín moría por dentro, Luciana estaba en un estado diametralmente opuesto. Se sentía atraída, absorbida por la dulzura, deslumbrada por la extraña belleza de ese hombre cincuentón que daba la vida por una canción de amor. Estaba acompañada por la horda de fanáticas casi menopáusicas que propinaban groserías de todo calibre al cantor.
 Quince canciones pasaron hasta que la paciencia de Martín tocó fondo. Cansado de escuchar melodías ponzoñosamente melosas, sacó una pistola del bolsillo de la campera y gritó: “Baaaaasssstaaaaaaaaaaa. La puta madre que los parió”. La música se apagó de golpe y el silencio invadió el bar. Se prendieron las luces y El Zorzal pudo ver a su agresor cara a cara. Nadie dijo nada, nadie se atrevió a desafiar a Martín. Estaba empapado, bañado en transpiración, con los ojos sacados y todo despeinado. Luciana le habló en voz baja pero él la calló de un gesto. “Los voy a matar a todos”, gritó mientras los alaridos de terror inundaron el salón. “Me banqué toda la noche esta música de mierda, esto es demasiado”, dijo mientras apuntaba a todos. No entendía como le había llegado esa arma ahí, no sabía ni quería saberlo. Se sentía agradecido de poder terminar con su tortura de una buena vez por todas.
Apretó el gatillo y la bala dio justo en la frente de El Zorzal. La sangre manchó la pared, la ventana y a todos los que estaban cerca. Los gritos se acallaron porque las corridas se abrieron paso en el lugar con tal de evitar la muerte. Desencajado, apretó el gatillo incontable veces. El músico, el vaso de whisky, las fanáticas, la moza, el sonidista y hasta el dueño del bar cayeron muertos producto de la balacera. Después de unos segundos admirando los cadáveres, giró, apuntó a Luciana, se rió y se voló la cabeza.  

La policía no tardó en llegar al lugar. Luciana estaba shockeada, no podía entender lo que había pasado. El inspector Rodríguez se abrió paso entre los curiosos e interrogó brevemente a la acompañante del fallecido. Fue entonces cuando la chica, contó su versión de los hechos. “No sé que le pasó. Estábamos pasando una noche bárbara. Habíamos cenado, estábamos tomando unos tragos y escuchando a El Zorzal. Martín estaba un poco inquieto, pero nunca percibí nada extraño en él. Quizás le cayó mal la pizza. No lo sé. No lo puedo entender. Cuando El Zorzal terminó de tocar, Martín se paró como eyectado, dio un alarido, balbuceó algo y se desplomó. Intentamos reanimarlo pero no hubo caso. Fue como si se hubiera muerto de golpe”, contó entre llantos y lamentos la joven mujer.
La autopsia dio las razones de la muerte y la causa fue caratulada como muerta natural: “Accidente cerebro vascular (ACV)”. Nadie pudo explicar jamás la sonrisa que tenía grabada Martín en su rostro y que había llevado a la familia a velarlo a cajón cerrado.