jueves, 13 de diciembre de 2012

En el año del conejo


Revuelve el vaso con la mano izquierda. Dos vueltas a la derecha y dos a la izquierda para que el hielo enfríe el whisky. Toma el primer sorbo. Traga y saborea sin sacar la vista del fondo para repetir de inmediato la acción. Primero calor en el estómago y después ese golpe seco en la cabeza. Prende un habano, se sienta en el sillón de cuero verde y admira en penumbra la llegada de la noche. Se saca el anillo del dedo meñique con la boca y lo escupe en el whisky. Otras dos vueltas para cada lado y de nuevo el sorbo. Esta vez es un fondo blanco que se torna en un vórtice que succiona todo: líquido, hielo, anillo. Con la lengua rescata el objeto y lo pone con la boca en su mano derecha al momento que traga y disfruta del dulce dolor que le da tomar tan rápido.
Mientras fuma largas pitadas admira a trasluz el anillo. La esvástica engarzada en el medio brilla y le ilumina los ojos. Muerde el puro con las muelas mientras acaricia con los índices los ribetes rojos, negros y dorados. Un destello de luz verde y el posterior ruido lo sacan del trance. Inspecciona en silencio la habitación oscura, atestada de humo y olor a transpiración. Las aspas del ventilador giran y giran pero el aire que devuelven es más caliente que el de afuera. Mira por la persiana entreabierta lo que pasa en la calle. No hay un alma. Es 31 de diciembre y la gente está reunida esperando el nuevo milenio. Pero él no, está preocupado. Prende la luz del velador y se topa con un espejo que le devuelve una imagen rústica, desagradable. Calzoncillos blancos, medias de nylon negras, pantuflas, el habano en la boca, el anillo en la mano y la panza reluciente por el sudor.
“Es el año del conejo. No puedo creer que nadie se entere”, murmura mientras indaga una vez más la calle desierta. De golpe levanta la vista advertido por un ruido, sigue con la cabeza la trayectoria azul y desliza una sonrisa cuando la cañita voladora explota en lo alto de los edificios. Vuelve al sillón y prende el televisor. El zapping tampoco le entrega indicios precisos. Un recital de INXS, un canal en cuenta regresiva y varias películas sobre la Navidad, el Año Nuevo y Acción de Gracias. Entrega otra risa desganada y apaga. “Todos viven como si no pasara nada. Dios mío. Pobre de ellos”, murmura entre dientes. Estira  la mano y toma la revista que reposa en la mesita ratona. Es vieja, tiene casi un año pero a él lo marcó. Las hojas están arrugadas y algunas están por el uso. Pero el artículo que lo atrapó está intacto.
Durante el año chino, que es lunar, y comprende desde el 6 de febrero de 1999 hasta el 27 de enero del 2000, está dominado por el signo del Conejo con el elemento Tierra.
El elemento de tierra en este animal, el Conejo, lo hace más práctico y realista, alejándolo de las abstracciones y pérdida de tiempo. Sigue cuidándose de los demás pero no olvidando cuidar de sí mismo. La naturaleza particularmente amorosa que caracteriza al conejo, en combinación con la tierra lo vuelve más centrado y puede enfocar su atención en los detalles, hasta llegar incluso a ver solo los árboles en vez de ver el bosque.
La calidez característica del conejo y su natural elegancia, lo hacen más magnético en las relaciones interpersonales que otros animales con la tierra como elemento a desarrollar.  
Tira la revista contra la mesa y suspira de bronca. Chancletea con las pantuflas hasta llegar al baño. De un saque se  toma tres pastillas verdes. Las mastica y no se deja intimidar por el sabor a tiza que tienen. Abre la canilla del lavatorio y se prende para bajar la pasta que se le formó en la boca. Eructa con fuerza, abriendo bien la boca y emitiendo un feroz rugido. Se seca la boca con la muñeca y escupe en el lavatorio. Abre la mano derecha donde sostenía con fuerza el anillo y se lo vuelve a poner en el meñique. Otra vez al sillón verde. Otra vez la tele y otra vez nada. “Es al año del conejo y nadie se entera”, rechina. Vuelve a la ventana llamado por los cada vez más frecuentes fuegos artificiales y petardos. Mira el reloj y se percata que son las 12. “Feliz año nuevo”, grita con la ventana cerrada y la persiana a medio abrir. “Feliz año del conejo”, murmura con bronca.
El ruido de la calle lo aturde. Vuelve a prender el habano y llena el vaso con whisky. Mira la botella casi vacía. Preocupado abre el armario que está debajo de la tele y se da cuenta que no tiene más. “¿Dónde mierda consigo a esta hora?”, dice en voz alta mientras se queda colgado en un punto de fuga. Chista, patea las pantuflas y va a la pieza. Se cambia con desgano, con bronca. Camisa manga corta, bermudas azules y mocasines marrones de gamuza con las mismas medias negras de nylon. Se peina con la mano, guarda la billetera en el bolsillo trasero y sale. En el pasillo escucha el silencio del edificio. No hay nadie. Todos se fueron a la quinta de algún familiar o a un restaurante para pasar fin de año. Llama al ascensor que con el ruido habitual corta la monotonía creada por la penumbra y la ausencia de sonido. Baja y en el hall encuentra infraganti al portero tomando un vaso de sidra. Ensaya un esforzado saludo de felicidades y gana la calle.
Camina y camina en búsqueda de un kiosco que venda alcohol, pero especialmente el whisky que tanto le gusta. Johnny Walker etiqueta azul 12 años añejado. Difícil de conseguir, imposible en uno de los pocos días donde casi todo está cerrado. Igual no claudica en su búsqueda. Sigue de peregrinación hasta que toma conciencia que está muy lejos de su casa y tampoco hay taxis en la calle. Sí hay gente, que en vez de tranquilizarlo lo altera. “Es el año del conejo y yo sin whisky. No lo puedo creer”, grita en medio de la vereda y frente al quinto local cerrado que encuentra.  Su búsqueda cambia de rumbo. Ahora no quiere comprar el whisky, sino simplemente tomarlo en algún lado. Va por bares.
Se dirige al centro y encuentra a todos abiertos. Pero en ellos una multitud que lo desencaja. Transpira por el calor y por los nervios. Evita el contacto, el roce y hasta el cruce con cualquier persona. En una misma cuadra amaga con entrar a dos bares pero se espanta por el ruido, el olor o las personas. Llega al final de la calle y cansado de caminar ingresa en el que le parece el más adecuado. Apurado, se dirige a la barra y le pide un trago con dos medidas de Johnny Walker etiqueta azul 12 años añejado sin hielo. El mozo lo mira extrañado, pero igual cumple con el pedido. De dos sorbos se toma la bebida, paga y sale apresurado del bar.
El calor del whisky y del ambiente lo convierten en un mar de sudor. Camina rápido rumbo a su departamento. Está lejos y desesperado. Esquiva gente y autos con tal de llegar rápido. “Es el año del conejo y todos siguen como si nada fuera a pasar”, murmura constantemente  mientras acelera cada vez más el paso. Cansado de no llegar decide correr. Lo hace con torpeza porque la panza no lo deja mover bien. Como tampoco sabe respirar, jadea y le dan arcadas porque se ahoga con facilidad. Igual no se detiene. Continúa su agónico trote hasta llegar a su edificio. No hay nadie, ni el portero. La luz del hall está apagada y apenas lo ilumina la luz de la calle. Los ruidos siguen. Petardos, fuegos artificiales, música, sirenas, frenadas, gritos. Cierra la puerta y lo recibe el silencio. Lo que antes lo aturdía ahora es un bálsamo que lo relaja. Sube los siete pisos en el ascensor hasta llegar a su departamento.
Abre la puerta y encuentra el mismo panorama que dejó al salir. La botella de whisky abierta, las pantuflas desparramadas, el ventilador andando, la tele apagada y la persiana entre abierta. Suspira aliviado. Se dirige a la heladera y saca hielo del congelador. Pone tres cubitos en el vaso y lo llena casi al tope con lo último de whisky que hay en la botella. Se sienta en el sillón de cuerdo verde y prende el habano que descansa sobre el cenicero. Alterna un trago con una pitada, así hasta terminar el vaso e inundar de humo la habitación. Besa el anillo con la esvástica engarzada y suspira: “Es el año del conejo. No puedo creer que todavía nadie se dé cuenta”.