jueves, 25 de junio de 2015

De carey marrón

Cerró la puerta de la verja, levantó la pollera con la mano derecha y emprendió la marcha. Cuatro calles abajo hasta llegar a lo de Emily, profesora de pintura en porcelana que había muerto horas atrás. Los zapatos de cuero marrón apenas se veían por debajo de la falda azul con volados que bailaban al andar. La camisa de seda blanca con puntillas tenía las marcas de la lluvia que había comenzado desde temprano. La mañanita de hilo turquesa recubría el pelo recogido en forma de tupé para disimular las canas.

- Janice, ¿a dónde vas? – escuchó justo antes de cruzar el zaguán rumbo a la calle.
- A la droguería, madre. Tengo que comprar su medicina para el catarro, ¿no recuerda?

La lluvia dejó de caer justo antes de llegar a la vieja casona. Unos tibios rayos de sol ayudaron a secar la humedad de la ropa. De un pequeño bolso de mano sacó un par de guantes de tul blanco. Los agitó y los colocó con cuidado en sus manos. Acomodó la mañanita sobre los hombros, sacudió las gotas de la pollera, la blusa, se dirigió a la casa. Saludó con un ademán a dos oficiales de policía además de otros hombres que se agolpaban en el jardín frontal. No era como lo recordaba. Estaba descuidado, con los pastos crecidos y las plantas secas. Miró de reojo esa flora abandonada y subió con sigilo los tres escalones de madera del porche.

El olor detuvo su marcha. Con los ojos cerrados, y conteniendo la respiración, sacó un pañuelo empapado en colonia y se tapó la boca. Con el dedo meñique de la  mano derecha empujó la puerta entreabierta. Recogió la pollera, empezó a caminar en puntas de pie. Buscó un lugar que le fuera familiar. Le costó reconocer el vestíbulo. Los muebles estaban tapados por telas, mantas. La alfombra persa que decoraba el piso había desaparecido, los vidrios de las ventanas se encontraban opacados por la mugre.

Una madera floja del piso de parqué le hizo perder el equilibrio. Para no caerse, apoyó sus manos sobre la baranda de la escalera que salía hacia arriba, por el vestíbulo. Se incorporó, arrugó la nariz y con dos dedos se sacó los guantes de tul, ahora llenos de suciedad. El pañuelo también sufrió en el tropezón, por eso tuvo que usar su mañanita para recubrir la nariz y la boca.

Enojada y a paso firme, hizo sonar el viejo piso de madera con sus tacos anchos. Recorrió el pasillo rumbo a la sala que seguía tan oscura como la recordaba. Allí se topó con más policías que tomaban notas, recorrían el lugar. Le hicieron la venia, ella respondió con la cabeza. A la derecha de la sala estaba la puerta que comunicaba con el estudio. Allí dictaba Emily las clases luego de la muerte del señor Grierson. Se detuvo en el centro de la habitación y buscó con los ojos entrecerrados. La encontró.

Sacó otro pañuelo de la cartera. Éste era de tela gruesa y con algunos agujeros. Envolvió el picaporte y giró. El rechinar de la puerta no llamó la atención de los agentes. En un movimiento se introdujo en el estudio devenido en taller. Salvo por la mugre y algunos muebles viejos, estaba como la recordaba. El atril, el mueble con las pinturas, el escritorio con patas de marfil, la cómoda con tapa de mármol.

Presurosa comenzó a recorrerlo. Abrió un mueble con dificultad. Comprobó que estaba vacío, lo cerró de un golpe. Sin detenerse en el olor o la mugre, cruzó la habitación hacia el escritorio. Los dos cajones estaban cerrados. Hizo fuerza pero no pudo abrirlos. Buscó una llave, sin éxito. Con dos pasos en diagonal llegó a la cómoda. Inspeccionó cada uno de los cinco cajones. Primero se topó con papeles, cartas, documentos. En el segundo, algunas fotos, cuadros pequeños. A continuación, frascos de pinturas vacíos. El número cuatro con telas, frascos, pocillos de porcelana rotos. Al final, en el quinto, los pinceles.

Al verlos se iluminó la cara. El gesto inicial fue de alegría pero luego seriedad. Revolvió con velocidad. Había muchos. No sabía cuántos, pero más de cien. Todos usados, gastados por el abandono. De a puñados los fue tomando con las dos manos, sacándolos del cajón. Uno por uno los inspeccionó. Verdes, rojos, de cerdas finas, gruesas, más gordos o más angostos, de madera o marfil trabajado. Todos fueron cayendo al piso. Desesperada, indagó con ferocidad. Más pinceles rodaron por el suelo polvoriento, gastado de parqué.

Agitada, se arrodilló sin levantarse la pollera y apoyó las dos manos en los extremos del cajón abierto. Agachó la cabeza, miró. No había pinceles en la oscuridad del fondo. Secó la transpiración de la frente con la manga de la blusa, giró la cabeza. Se levantó lento. Sacudió el polvo de la falda, golpeó sus manos para limpiarlas y empezó a cerrar el mueble. Un suave ruido despertó su atención. El objeto marrón le devolvió la luz a su rostro al rodar por el cajón. Lo tomó, sonrió.

Se trataba de un pincel pequeño con arabescos de flores y ramas tallados en la superficie de carey marrón oscuro. Lo sopló, le pasó los dedos, lo frotó por su camisa. Buscó una entrada más iluminada para observarlo con detenimiento. Se acercó a la ventana y puso el objeto a contraluz. Las rosas se entrelazaban desde el centro y hacia los costados al girarlo. Mientras lo hacía, una sonrisa infantil dibujaba su rostro. El ruido de la puerta la alertó. Guardó rápido el pincel en la cartera, acomodó como pudo su tupé.

- Señorita, ¿está perdida?
- No, para nada agente. Quería recordar este lugar por última vez. Gracias.

Retocó su peinado desde la nuca al tiempo que se despedía del policía. Colocó la mañanita en sus hombros, enfiló rumbo a la calle. Una vez afuera apuró el paso para llegar pronto a su casa. Miró para atrás por última vez a falta de una cuadra. Sacó de la cartera el pincel y lo apretó fuerte con las dos manos. Lo besó en la punta pese a la dureza de las cerdas. Entró deprisa:

- Madre, ¡lo conseguí!
- Qué bueno hija, me hacía falta la medicina para la tos.

Janice no contestó. Entró en su cuarto y del primer cajón de la cómoda tomó el alhajero. Sacó el pincel de la cartera, lo acomodó, prolijo, al lado de otros pinceles de carey marrón muy parecidos a éste, pero con otros diseños. Cerró la cajita y respiró aliviada. Tomó el cepillo, se acomodó el tupé y volvió a la calle.

- Janice, ¿a dónde vas? – escuchó justo antes de cruzar el zaguán.
- A la droguería, madre. Tengo que comprar su medicina para el catarro, ¿no recuerda?

1 comentario:

  1. Jaja se lo que es perder memorias.. muy bueno el remate del final.
    Elegí este por el título,tenía una camisa con botones de Carey, me encantan las cosas originales u la compre en un mercado a dos cuadras de la avenida Asamblea. (Yo con 12 años de edad).
    Saludos!

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