jueves, 7 de mayo de 2015

Cinco vueltas


Respira hondo y el aire frío le inunda los pulmones. Percibe el aroma a eucalipto y pasto recién cortado de cada mañana. Se calza los auriculares, ajusta su cronómetro en cero, vuelve a respirar y echa a andar. Son cinco vueltas, una hora o quizás un poco más.
Entra con buen ritmo al parque cerrado donde lo espera el circuito. El frío matinal se siente en las manos, que no las cubre con guantes porque transpira de más y se siente incómodo. Afuera el silencio domina la escena. No hay bocinazos, frenadas ni ruidos de la rutina diaria. Pero se hunde en su MP3 y hace que lo silencioso se torne ruidoso. La misma radio y el mismo programa que casi siempre pasa la misma música. Su respiración es metódica: aspira por la nariz y exhala por la boca con un ritmo determinado para no ahogarse ni fatigar los músculos.
A los pocos metros de comenzar lo espera la primera de las tres lomadas. Es la más complicada y por eso elige subirla primero, para que lo demás resulte menos complejo. Con la mirada saluda a dos mujeres que caminan en dirección opuesta paseando siempre a un bebé tapado de ropa en su cochecito. Corre contra de las agujas del reloj, al revés de lo que suele hacer la mayoría.
Superada la lomada, baja veloz y se mete en lo que él mismo denomina la zona oscura. Se trata de una recta baja, lindante al lago que recibe sombra a esa hora de la mañana. La recubre una leve neblina lo que hace sentir el frío más crudo. Está en pendiente y en su horizonte se divisa la segunda lomada. Es más chica, pero el cansancio acumulado la vuelve más compleja.
Desciende la segunda loma y entra en la parte más soleada del circuito. Saluda a un cuidador que emponchado en un polar verde apenas levanta la mano y mueve los ojos en señal de buena educación. Ruedan por su cara las primeras gotas de transpiración y el frío empieza a sentirme menos. A excepción de las manos, que siguen congeladas y entumecidas. La radio da las noticias. “Cuando estás apurado, no corras que es peor”, dice el locutor. Una mueca de ironía se desprende de su rostro al caer en la cuenta que escucha un programa que postula lo contrario que él hace.
Cuando el conductor habla, él pasa por el estacionamiento donde se reúne un grupo de corredores. Ve cómo se mueven las bocas y las manos y deduce que lo saludan, pero ignora esas señales. Está compenetrado en respirar: aspira por la nariz, exhala por la boca. Ahora es la música que lo atrapa cuando pasa por la ciudad en miniatura que ha servido de set de filmación para videoclips, series y alguna que otra película.
Esquiva dos perros y entra en la arboleda. Le resulta curioso que siempre en esa parte se encuentre solo. Es la antesala de la tercera lomada, la última antes de completar la vuelta. La cancha de fútbol se ve en el fondo y le da la pauta que está cerca. No se siente cansado, aunque los músculos se sienten algo duros por el frío. Evita mirar el cronómetro para no sentirse presionado. “Espero marcar buen tiempo, sino voy a tener que aflojar con la cerveza”, piensa mientras sube con esfuerzo.
Se deja llevar por la inercia y baja al trote frenado. Las pintadas amarillas en el asfalto marcan el final y el comienzo de las segundo vuelta. Cruza la línea y mira el cronómetro: 11.45. “Bien, 15 segundos abajo. A mantener este ritmo”, piensa cuando encara la recta en la segunda vuelta rumbo a la primera lomada.
Ya no le presta atención a la música, al programa de radio, a los jubilados que caminan en dirección opuesta o a las chicas que pasan cerca suyo en calzas. Los recuerdos lo invaden. Sin querer mira las canchas de tenis del club y se entristece. Cierra los ojos con fuerza para que esas imágenes desaparezcan. Trata de apagar la voz que lo atormenta desde hace meses. “Tenemos que hablar. Ya no te amo más. Me quiero separar”, escucha por un rincón de su mente. Se le cierra el pecho. No está en la zona oscura, sino que se encuentra en la cama, en la pieza, con la luz de la luna iluminando la escena que no quiere recordar. Sacude la cabeza de izquierda a derecha, seca las gotas de transpiración con el puño derecho de la remera, escupe y vuelve a escuchar la música.
Entra en la recta final para la segunda vuelta. Se apresura. No quiere chequear el reloj pero presiente que está atrasado. No se deja llevar por la inercia sino que baja con fuerza para ganarle unos segundos al cronómetro. Gira la muñeca izquierda y de reojo puede ver: 23.47. Respira con un dejo de alivio y afloja el ritmo para no cansarse de más. Todavía quedan tres vueltas. “Si sigo así entro debajo de la hora y bato mi récord”, piensa mientras saluda a los corredores que elongan en el patio de juegos, ubicado a la izquierda de la calle principal.
“¡Manga de putos! Seguro son amigos del boludo éste. Ella debe estar con él ahora. Se deben estar cagando de risa. ¡Qué hija de puta! ¡Pendeja de mierda! Era necesario cagarme con el profesor del gimnasio. ¡Forra!”. El pensamiento lo abstrae una vez más. Se van la música, los sonidos y también la visión. Pierde el sentido de la ubicación y no distingue si es la segunda o tercera. Si es la última lomada o la primera o si le falta mucho o poco. Mira el reloj y se da cuenta que se acerca la cuarta vuelta. No entiende.
Cruza la línea amarilla y chequea el tiempo: 36.12. “La puta madre. Me atrasé”. Acelera el trote para recuperar lo que considera perdido. La respiración se vuelve casi tan intensa como la carrera. Se agita, tiene calor aunque las manos siguen congeladas. Escupe, respira, vuelve a escupir. Grita. Emite sonidos guturales e insultos que nadie escucha. Él tampoco los oye. Sus oídos están ocupados en una canción, algo de Los Redondos o La Renga, no logra captar. Llora, pero no sabe si es de rabia o dolor. Vuelve a gritar. No baja el ritmo. Escupe. Pasa veloz por la zona oscura. Mira a los chicos de la escuela que juegan en el patio pegado a la palmera y sonríe.
Dos ciclistas que lo superan a toda velocidad lo asustan. Siente unas voces irreconocibles y un frío que le corre la espalda. Se da vuelta para terminar con la sospecha de persecución. Dos cuarentones con calzas brillosas y de colores flúos lo pasan en sus bicicletas que valen casi tanto como su auto. “¡Pijicortos! No entiendo por qué mierda no salen a la calle en vez de romper las pelotas por acá”. Se pierden cuando bajan la lomada. Apresura el paso. Agacha la cabeza y hace fuerza para llegar a tiempo. Vuelve a bajar con velocidad: 47.05. “¡Bien carajo! Vamos que llego antes de la hora”, se dice.
En la última vuelta se nota relajado. Hasta se le dibuja una sonrisa. Escucha el informe de deportes que da el periodista y se indigna. “No se puede ser tan burro, loco. El técnico de Quilmes es De Felippe pelotudo, no Caruso Lombardi”, grita sin poder escucharse. Se ríe. Es una carcajada que de golpe se transforma en llanto. Otra vez el pecho cerrado. Las lágrimas se secan rápido y deja de pensar. Escucha música. Se calma. Enfoca la vista en el camino y se da cuenta que le falta poco. Última lomada. “Dale, metele garra que es lo último. Vamos, Juan. Garra”. Baja rápido, cansado, agitado, sin aire. Cruza la línea amarilla, mira el cronómetro y lo detiene: 58.12. “Seeee”, grita mientras se saca los auriculares y unas señoras lo miran con un dejo de alegría.
Se agacha y agarra sus rodillas con las dos manos. Busca aire. Escupe. Respira por la boca casi, agitado. Camina rumbo a la canilla de agua. Los auriculares cuelgan del pecho y bailan al ritmo del andar. El agua está helada. Bebe mucho, se enjuaga la boca y vuelve a tomar. Cierra la canilla. Camina rumbo a la salida. Mira el circuito. Respira hondo. El sol le pega en la cara y el aire frío le inunda los pulmones. Escucha a los pájaros, el viento. Sube al auto, se va.

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